Mis problemas con Fanon

Mis problemas con Fanon

Tomado de https://letraslibres.com/
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“No me gusta que se trocee el pensamiento de Fanon”, dijo Marie-Jeanne Manuellan, su amiga de toda la vida y la persona a quien dictó Los condenados de la tierra, al autor de la biografía de Fanon, Adam Shatz (La clínica rebelde). La de Shatz es la última biografía que intenta presentar a este hombre complicado, figura icónica de una época convulsa, en todas, o casi todas, sus encarnaciones. Un alumno de instituto de Martinica imbuido de poesía y creyente en las ideas de liberté, égalité y fraternité hasta el punto de alistarse en las Fuerzas de la Francia libre y ser trasladado a Francia para luchar por su liberación del nazismo (cuando, piensa uno, los residentes no estaban dispuestos a hacer gran cosa). Estudió psiquiatría en Lyon y más tarde ejerció en varias clínicas de Francia. Fue uno de los primeros admiradores de la negritud de Senghor y de la poesía de su compatriota martiniqués Aymé Césaire. Y luego, un joven negro de piel oscura, intenso, altivo y, al mismo tiempo, humilde (aunque por parte de su abuela era alsaciano, lo que, según especula Shatz, podría explicar su nombre), que se enfrenta al naturalizado racismo francés, la abierta discriminación y el paternalismo arrogante (“Mais vous parlez si bien le français”). Por aquella época, Fanon publica Piel negra, máscaras blancas.

Como médico francés, se traslada a una clínica en Argelia en 1953 (entonces parte integrante de Francia), donde pronto, en lugar de los habituales casos de trauma psiquiátrico y esquizofrenia, se encuentra con personas cuyas familias han sido exterminadas por el ejército francés o por combatientes argelinos, niños implicados en asesinatos de colonos, algo totalmente absurdo: no absurdo por una inexplicable angoisse (como en El extranjero de Camus: por cierto, Camus era un argelino francés), sino por un deseo ciego de venganza. Absurdo porque no ayudan al movimiento y atacan a inocentes. El hospital de Fanon se convierte en refugio para los combatientes del FLN, tanto los heridos en combate como los que han quedado marcados mentalmente por la violencia, a quienes Fanon y todo el personal de la clínica tratan en secreto.

Paso a paso, Fanon pasa de un malestar racial a la atracción por el mundo semi-místico de la negritud y al socialismo (aunque Shatz nunca nos dice si Fanon se vio influido por Marx o Lenin, ni en qué medida), al compromiso tercermundista en un país cuya lucha en aquel momento (junto con la de Vietnam) era el terreno más importante en el que el nuevo mundo se enfrentaba al viejo. Quizá incluso más que en Vietnam, es en Argelia donde se manifestaron con mayor crudeza los problemas raciales, políticos y sociales de mediados del siglo XX. Ni la presencia francesa ni la estadounidense en Vietnam se acercan al número de colonos franceses y a su enraizamiento en Argelia. Y, a diferencia de Argelia, Vietnam no tuvo que enfrentarse a las reivindicaciones contradictorias del socialismo y el islam para gobernar el país liberado.

Fanon se une a la lucha (la policía francesa está a punto de asaltar la clínica), lo que le lleva de Argelia a Túnez (después de que la guerrilla urbana argelina fuera prácticamente destruida por los paracaidistas franceses) y, posteriormente, a estrechar contactos con los máximos dirigentes del FLN. Se convierte en embajador de facto del FLN en el África subsahariana, que, al igual que Argelia, se encuentra en plena descolonización. En el rápido croquis que Shatz hace de los encuentros de Fanon en África aparecen varios personajes famosos de la época: Lumumba, Sekou Touré, Modibo Keita, Holden Roberto (que incluso entonces trabajaba para la CIA) y Amílcar Cabral. Se narra de forma conmovedora la caída de Lumumba, a quien Fanon apreciaba personalmente, pero a quien incluso los argelinos abandonaron en el último momento. Una figura verdaderamente trágica en cuyo vil asesinato colaboraron casi todos: muchos por acción, otros por omisión.

Shatz presenta al lector esta vida ejemplar, al estilo de Plutarco, con destreza y una hábil atención a los detalles, así como con conciencia de la singularidad de Fanon, tanto en términos de personalidad como de los lugares, centros del nuevo mundo que intentaba crear. El retrato de Shatz es comprensivo: es difícil no enamorarse de Fanon y sus múltiples personalidades. Al igual que el Che Guevara, era un médico del alma humana y la curaba no solo en su clínica, sino también en el campo de batalla y escribiendo sobre ella. Al igual que otros revolucionarios extraordinarios (véanse mis reseñas de los libros sobre Victor Serge y Peter Kropotkin), era un hombre de acción, por lo que no es de extrañar que lo admirasen revolucionarios de salón más tranquilos, del tipo de Sartre. (Por cierto, la relación entre ambos es bastante interesante).

Leí Los condenados de la tierra a finales de la década de 1970 en la traducción al serbocroata que se publicó entonces. Todavía conservo el libro y lo consulté recientemente cuando escribí sobre Fanon al reseñar De las ruinas de los imperios de Pankaj Mishra y en mi libro Desigualdad global.

Mis problemas con Fanon cuando lo leí hace casi medio siglo eran tres. En primer lugar, me resultaba problemático, por decirlo suavemente, aceptar su celebración acrítica de la violencia, que a menudo adopta los matices de la celebración de la naturaleza purificadora de la violencia común a los pensadores fascistas de la década de 1920, aunque las raíces de ambos sean muy diferentes: el objetivo de unos es reforzar la supremacía, su reificación; el de otros, afirmar la igualdad y la autorrealización mediante la superación de la humillación cotidiana.

El segundo problema tenía que ver con la extensión que Fanon hacía del marxismo, o del proyecto de emancipación social, más allá de su eurocentrismo original. No hay duda de que el marxismo, al menos hasta que Marx comenzó a mirar más seriamente a las sociedades no europeas, y hasta el giro de Lenin hacia Oriente en 1920, era esencialmente un proyecto eurocéntrico. En Europa del Este se consideraba un proyecto eurocéntrico de modernización y de alcanzar a Occidente. El proyecto de Fanon fue mucho más allá del eurocentrismo de Marx. De hecho, tenía aspectos de liberación social y económica (el FLN introdujo formas de gestión laboral, por ejemplo), pero nos obligaba a mirar hacia áreas desconocidas en las que parecía que las respuestas marxistas eran claras y, sin embargo, de alguna manera no encajaban: llevar velo: hay que quitarlo; que los padres decidan el matrimonio: puro feudalismo; clases separadas para niñas y niños: hay que acabar con ellas hoy mismo. Mi matriz cultural marxista occidental no apreciaba entonces, ni siquiera en parte, los problemas a los que se enfrentaba Fanon en Argelia. La desigualdad de género, las religiones tan “peculiares” o, por lo demás, los reyes y reinas ingleses con sus extraños trajes, me parecían reliquias de un pasado medieval. No podía entender por qué Fanon y el FLN tenían que tratar con ellos de manera tan cautelosa cuando era evidente que la modernización significaba simplemente eliminarlos todos.

La tercera cuestión que entonces no pude apreciar plenamente era la dificultad de un hombre negro no solo en la Francia metropolitana (aunque no podía identificarme con la experiencia de Fanon, sí podía identificarme con el complejo de inferioridad que siempre envuelve a las culturas más pequeñas y podía ver cómo podía llegar a ser devastador para los negros), sino también en otros lugares. Tener que comprender prejuicios similares en las relaciones entre africanos y árabes: insultos, desprecio, estereotipos, etc., era algo nuevo para mí entonces. La solidaridad con el Tercer Mundo no parecía ir mucho más allá de la aldea o la tribu de uno o, en el mejor de los casos, y de forma elusiva, hasta el Estado-nación. Sin embargo, tampoco hay duda, como documenta Shatz, de que en los viajes itinerantes de Fanon por África se estaba creando algo parecido a una solidaridad panafricana. No era todo un espejismo.

Las tres ambigüedades permanecen, en igual medida, cuando leemos a Fanon hoy. Es fácil ver cómo la independencia no resolvió los problemas sociales: muchos países africanos tienen ingresos al nivel de los años sesenta, muchos muestran niveles espantosos de desigualdad y algunos tienen gobiernos todavía más dictatoriales que en tiempos del colonialismo, aunque, y esto es de vital importancia, sin el desprecio inherente hacia las multitudes “racialmente inferiores”. Sin embargo, algunas de las cosas por las que luchó Fanon se lograron: la independencia y la capacidad de acción. Es poco probable que nada pueda revertirlas. Los países africanos y los del antiguo Tercer Mundo se han convertido en sujetos de la historia. Que lo hagan bien o mal, con autócratas o demócratas, con pobreza o riqueza, es menos importante que el hecho de que crean (por citar a Marx) su propia historia. Los países tienen capacidad de acción, e incluso los pueblos la tienen. Esto nunca fue así bajo el colonialismo. Lo que los imperios hacen con las colonias es deshistorizarlas. No solo destruyendo el conocimiento de la historia que había, sino también impidiendo que se creara una nueva. Durante el dominio colonial, la historia de las colonias se convierte en un apéndice, una nota al pie de la historia de la metrópoli, o se disuelve en historias familiares individuales. Apenas existe una historia común, nacional, porque no hay capacidad de acción. El requisito para ello es la independencia nacional. Incluso la peor dictadura en un país independiente implica una agencia compartida de los ciudadanos. Las barrigas llenas en las colonias satisfechas solo producen folclore familiar. Fanon lo sabía y su legado, con todos sus defectos, está ahí para que todos lo vean.

Traducción de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el Substack del autor.

Tomado de https://letraslibres.com/