Mijaíl Bulgákov y su condena o salvación infinita

Mijaíl Bulgákov y su condena o salvación infinita

Tomado de https://letraslibres.com/
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Los poetas rusos y sus discípulos han demostrado incansablemente que ningún tema literario es imposible. Todo puede pasar de la ficción a la realidad: lo imaginario se vuelve real, y lo real se confunde con lo imaginario. Saben que no existe la verosimilitud, ni en la literatura ni en la vida: enamorados que, por amarse con demasiada intensidad, se separan para siempre (Eugene Oneguin); hombres que, colmados de felicidad, acaban suicidándose (El idiota); criminales que asesinan movidos por compasión (Crimen y castigo); escritores que, condenados por una obra incomprendida, silenciada y destruida, son salvados por la fuerza del amor y de lo imaginario, donde lo infernal y lo divino se confunden como formas de justicia (El maestro y Margarita). Solo una dimensión excesiva, grotesca, casi fantástica, puede acercarnos a la realidad de un país que siempre ha experimentado una circunstancia inquietante. “Rusia no se puede entender con la razón”, dice un célebre poema, pero sí a través de su literatura. Y entre sus muchos sobresalientes escritores, hay uno que ha abierto los ojos a los lectores extranjeros que tratan de entender este inconcebible mundo: Mijaíl Bulgákov, que hoy cumpliría 134 años.

Pese a que su destino parece envuelto en una perplejidad misteriosa, su figura y su legado son esenciales para digerir una cosmovisión indescifrable. Su genialidad radica en revelar la lucha eterna entre el individuo y el poder, entre la creación y la censura, entre la verdad y la ideología, entre el amor y la muerte. Lo logró con una ironía afilada, arma peligrosa por su precisión, capaz de desvelar realidades que no se perdonan. La exageración de la existencia muestra verdades incómodas y devastadoras. Por eso, hoy, no sorprende que la casa donde nació Bulgákov, en Kiev, esté manchada de pintura, ni que la placa con su nombre y rostro lleve el color de la sangre. En su ciudad natal, muchos ucranianos, que defienden su libertad ante la sombra de un nuevo zar, lo acusan de ser cómplice del imperialismo ruso y, paradójicamente, de la URSS, pese a su crítica feroz al régimen soviético. En 2022, activistas intentaron derribar su estatua en Kiev, viéndolo como símbolo de opresión. En el día de su nacimiento, 15 de mayo, pero de 2025, Volodímir Zelenski planeaba reunirse con Vladímir Putin en Turquía, advirtiendo que la ausencia del líder ruso probará su desinterés por la paz. Esta fecha, cargada de simbolismo, refleja las tensiones que dividen el legado de Bulgákov, cuya identidad es un campo de batalla cultural. En Moscú, en cambio, lo celebran sin cuestionar su origen: miles visitan la casa museo donde creó sus obras maestras, venerándolo como icono de las letras rusas. Pero ¿conocen su verdadera historia? ¿Es un héroe o un traidor? Todo parece posible. Como que algunos artistas eslavos lo ven como precursor de la causa ucraniana, pues sirvió como médico en el ejército de la República Popular de Ucrania y luego con los blancos, zaristas, enfrentando a los bolcheviques, rojos, liderados por Trotsky y Lenin, que aplastaron la independencia ucraniana al final de la guerra civil. Su figura, disputada entre dos naciones, ilumina las raíces del conflicto actual.

Rechazado o ensalzado, Bulgákov logró una hazaña: escribir la crítica más brillante al régimen soviético en sus años más oscuros. Con El maestro y Margarita, una novela cuya audacia es su alma, teje tres mundos que desafían toda lógica, unidos por un manuscrito que arde y resucita, símbolo del arte indestructible. En el Moscú estalinista, Woland, un diablo magnético, llega con su séquito —Koroviev, burlón de gafas rotas; Azazello, asesino de rostro feroz; y Behemoth, un gato parlante que bebe vodka— para desenmascarar la hipocresía y la mediocridad de escritores como Berlioz e Iván, peones del realismo socialista. ¿El diablo mostrando la verdad? Paralelamente, en la Judea bíblica, Poncio Pilatos juzga a Yeshua Ha-Nozri, un profeta que encarna la verdad silenciada, espejo del artista. En otro plano fantástico, el Maestro, un novelista castigado por su obra sobre Pilatos —que parece ser la que narra aquella Judea—, y Margarita, su amante valiente, hallan redención mediante un amor que trasciende lo humano, guiados por ese demonio, Woland. Estos hilos, cosidos con burla y misticismo, muestran cómo la creación, impulsada por el amor, vence la represión, fusionando lo divino y lo infernal en una justicia poética. Nunca desentrañaremos del todo su misterio, pero podemos explorar los hechos que dieron vida a esta obra infinita.

Nacido el 15 de mayo de 1891 a orillas del Dniéper, en Kiev, Mijaíl Bulgákov vino al mundo el día que se inauguraba el teatro Solovtsov, como si de una advertencia del destino se tratara: él sería el dramaturgo favorito de Stalin. De niño, se enamoró del arte dramático y la música; la leyenda cuenta que vio la ópera Fausto más de cuarenta veces. Intuyó que, en esa historia de un pacto con el diablo, el ser humano se debate entre luz y sombra. ¿Acaso el mal redime el alma? Esta idea germinó en El maestro y Margarita, donde Woland trastoca Moscú. Hijo mayor de una familia de la intelligentsia, con un padre teólogo y seis hermanos, Mijaíl creció entre la fe, la ciencia y las artes. Estudió medicina y se casó con Tatiana Lappa, cuyo amor fue su faro en la juventud, salvándolo de la adicción a la morfina. Creyó en una vida tranquila, pero la Primera Guerra Mundial irrumpió en 1914. Destinado a una aldea en Smolensk, al tener que sustituir a los veteranos médicos que partían al frente, descubrió, como los grandes artistas —Pushkin, Chéjov, Tolstói—, el atraso de su pueblo y la urgencia de sanar cuerpos y almas, incluida la suya. En la helada estepa, escribió Notas de un médico joven, relatos de su experiencia rural. Entre ellos brilla “Morfina”, fruto de su lucha contra la droga, superada en 1919 gracias a Tatiana. Con dos narradores y una historia dentro de otra, este texto anticipa la genialidad de su gran novela. Reflexiona sobre la soledad y la dependencia: ¿a la droga, a una realidad insoportable o a la literatura misma?

Las atrocidades que vio como médico, primero con la República Popular de Ucrania y luego con el ejército Blanco, lo llevaron a plasmar el horror en papel, hallando su vocación. De esa desesperanza nació La guardia blanca, en la vena de sus maestros, preguntando: ¿cómo vivir ante tanta desesperanza? La novela sigue a los Turbin, reflejo de su familia, en un Kiev asediado. Debilitado por el tifus, Bulgákov no pudo seguir a los blancos. Cuando despertó, los bolcheviques, rojos, gobernaban. A los 30, dejó la medicina: nacía el poeta.

“Grande y terrible fue el año de 1918. Pero más terrible fue el otoño de ese año, cuando el hambre se aferró a Moscú con sus garras. La ciudad estaba deshecha, silenciosa, cubierta de nieve, sin tranvías, sin alumbrado, sin leña. Los periódicos no se publicaban. En las casas no quedaba nada que quemar. Los libros, las vigas, las vallas de madera, todo era arrancado y lanzado a las estufas. El humo ascendía por todas las chimeneas. La gente se arrastraba por las calles, esquelética, medio muerta, con la cara tiznada por el humo. Las bibliotecas fueron saqueadas. Los estantes estaban vacíos, y los libros, esos miles de libros, los más sabios y los más tontos, ardían todos, sin distinción.” En un piso comunal en Moscú, sostenido por el amor de Liubov Belozérskaya, su segunda esposa, Bulgákov escribió Corazón de perro, una burla tragicómica donde un perro devenido hombre por un científico encarna la decadencia posrevolucionaria y del nuevo hombre soviético creado por la ciencia y el todopoderoso nuevo gobierno. Censurada por décadas, circuló en samizdat, copias clandestinas que evadían la represión. Malviviendo, colaboró en periódicos y frecuentó cafés literarios. “No he desaparecido, aunque me llueven golpes. Los burgueses me mandan al campo de los proletarios, y los proletarios me expulsan. Voy cargado de certificados, como un perro de pulgas. Mi corazón es de acero”, escribió, captando el naciente estalinismo. La Rusia soviética parecía adorar un nuevo dios: el Estado soviético.

En 1926, La guardia blanca se convirtió en Los días de los Turbin, un éxito en el Teatro de Arte de Moscú, pese a tensiones con Stanislavski. Stalin, fascinado, la vio quince veces. “Si los bolcheviques vencimos a esos enemigos de clase, éramos los más fuertes”, dijo. Pero en 1932, impuso el realismo socialista, silenciando toda crítica. Poetas como Mandelshtam murieron en gulags; Bábel fue fusilado. Bulgákov, vigilado, rogaba por la devolución de sus manuscritos confiscados, incluidos esbozos de lo que sería El maestro y Margarita.

En 1930, desesperado, escribió al gobierno: “Ninguna de mis obras ha sido publicada en siete años. Mi situación es insostenible. Solicito salir del país con mi esposa. Si debo quedarme, ruego trabajo. Si no, no me quedará más remedio que acabar con mi vida.”

Al día siguiente, sonó el teléfono. Elena Serguéyevna Shilóvskaya, su tercera esposa, y su Margarita, contestó. Una voz firme preguntó: “¿Vive ahí el ciudadano Bulgákov?” Era Stalin.

Bulgákov: —Al habla.

Stalin: —¿Es usted el escritor?

Bulgákov: —Sí, camarada Stalin.

Stalin: —¿Pide salir al extranjero?

Bulgákov: —Un autor ruso no puede vivir fuera de su patria.

Stalin: —¿Quiere trabajar en el Teatro de Arte?

Bulgákov: —Sí, lo deseo.

Stalin: —Vaya, le esperan.”

Stalin, intrigado por los poetas, sabía su poder, como Woland, el diablo, en la novela. Bulgákov trabajó en el teatro, pero vivió un silencio interior. Quemó el manuscrito de El maestro y Margarita, un acto legendario que simbolizó su lucha —o tal vez su temor a desafiar el sistema que lo vigilaba—. Atormentado por su cobardía y por no haber desafiado abiertamente al régimen, lo reescribió en secreto, sostenido por el amor de Elena, mientras le exigían una obra comunista que nunca creó. En la novela, este gesto resuena: “Agachada junto al primero, abrió el cajón inferior y, de debajo de un montón de retales de seda, sacó la única cosa valiosa que poseía en la vida. En las manos de Margarita apareció un viejo álbum de cuero marrón en el que había una fotografía del Maestro, una libreta de ahorros con un depósito de diez mil rublos a nombre de él, pétalos secos de rosa entre hojitas de papel de fumar y parte de un cuaderno escrito a máquina con el extremo inferior quemado.” Enfermo, dictó las últimas correcciones a Elena en 1940. El 10 de marzo, ella escribió en su diario: “Hoy se apagó la luz de Mijaíl.”

En El maestro y Margarita, Woland pregunta: “¿Qué quiere como recompensa?” Margarita responde: “Quiero que me devuelvan al Maestro.” “¿No pide nada para usted?”, insiste. “No.” Cuando el Maestro reaparece, Woland sentencia: “Su manuscrito no se ha perdido. —¡Lo quemé! —Los manuscritos no arden.” Este momento condensa el espíritu de la novela: el amor de Margarita, reflejo de Elena, salva al Maestro y a su obra, y demuestra que la creación auténtica puede sobrevivir incluso a la destrucción y la censura.

Publicado en Rusia en 1966, casi 25 años después de la muerte de Bulgákov, el libro vio la luz gracias a la perseverancia de Elena, pese a la censura feroz que asolaba toda expresión artística en la URSS. En sus páginas, Moscú y Jerusalén se entrelazan, y el profeta se convierte en símbolo del artista.

Hoy, Bulgákov es ya un escritor inmortal, pero su figura es una encrucijada. En Rusia, lo idolatran, olvidando que su pluma combatió el totalitarismo, un espectro que ha regresado. En Ucrania, lo repudian como símbolo de la Unión Soviética y el imperialismo ruso que Putin exalta para justificar su invasión. ¿Condenado o salvado para siempre? Su legado responde: “Los manuscritos no arden”.

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