Hace unos días, la actriz Martha Higareda publicó un video en el que habló acerca del teórico Antonio Gramsci y lo acusó de crear un “caballo de Troya” para introducir al socialismo “en las escuelas, en las universidades, en las iglesias y en los medios de comunicación”, y con ello atacar a la familia, la religión, la identidad, el amor a la patria y la libertad de expresión. Claramente estoy de acuerdo con los comentarios que dicen que ella no ha leído un solo libro del italiano ni alcanza a comprender su obra; sin embargo, el problema no es ese, sino que aquel discurso de Higareda es el mismo que ha promovido la ultraderecha emergente y, particularmente, el trumpismo en Estados Unidos, con el objetivo de linchar a la izquierda y propagar el miedo.
Hoy, en el mundo, el “centro” político fracasó y la ultraderecha comprendió que ya no puede seguirse ocultando; por eso, sus integrantes se han quitado las máscaras y han emprendido una batalla cultural frontal contra los movimientos sociales, contra el pensamiento crítico y contra los derechos que hemos conquistado las izquierdas y los sectores subalternos en los últimos años. Acusan de fomentar una supuesta “ideología de género”, porque les duele hasta el tuétano el avance del feminismo; la legalización del aborto y del matrimonio igualitario; el uso del lenguaje inclusivo; la demanda de la distribución de la riqueza; la exigencia de servicios públicos gratuitos; la protesta contra las emisiones de CO2 de los grandes capitales; la defensa del derecho a migrar sin criminalización, etcétera.
La violencia con la que está emergiendo la ultraderecha es proporcional al grado de preocupación que siente porque los valores y proyectos que durante años hemos defendido nuevamente generan simpatías y se propagan. A contrapelo de las décadas del oscurantismo neoliberal, en el mundo han surgido movilizaciones que permiten resistir nuevamente y que convocan a cambiar al mundo antes de que todo colapse. A las ultraderechas les da escozor la solidaridad humana con Palestina y con los migrantes en el mundo, porque ello representa en el fondo un desafío a su orden, a su control, a su disciplina. Saben que la subversión cultural es mucho más sólida y longeva que los triunfos electorales, porque en el fondo, cuando llega una fuerza de izquierda a un gobierno la pueden tumbar o la pueden disciplinar, sin embargo, no sucede lo mismo con las victorias culturales que son mucho más profundas: aunque las derechas triunfen en las elecciones, si no ganan en el terreno de las ideas y de la cultura, tarde o temprano van a volver a caer. Lo mismo sucede al revés: aun si las izquierdas ganan el gobierno, si no consiguen una transformación cultural, en cualquier momento las derechas volverán.
Más allá de la risa que provocan las teorías de la conspiración de una ultraderecha que piensa que las izquierdas vamos a convertir a sus hijxs en homosexuales, o que obligaremos a las mujeres a abortar, o que los hombres serán convertidos en jabón, o que crearemos tribunales inquisidores para encarcelar a quienes no usen lenguaje inclusivo, lo verdaderamente preocupante es que ciertas izquierdas (sobre todo las gubernamentales) se han quedado sin comprender la urgencia de la lucha ideológica y cultural. Aún siguen creyendo que los partidos políticos son plataformas electorales y no intelectuales colectivos que deben impulsar la reforma intelectual-moral, tal como proponía Gramsci.
Esas izquierdas están más preocupadas en pactar con cualquier nefasto con tal de ganar elecciones, que en impulsar verdaderos actos de pedagogía popular que abran brechas para nuevos valores comunitarios, nuevos códigos solidarios, nuevas identidades diversas y una congruencia implacablemente honesta que articule la esperanza. Porque no hay que olvidarlo, las victorias electorales no se prolongarán si la esperanza se rompe, si la gente deja de percibir coherencia y cambio verdadero. Por eso, la reforma gramsciana no solo es promover nuevas ideas que puedan proponer alternativas a los sentidos comunes capitalistas y conservadores, sino también forjar nuevos valores, por ese motivo la reforma que propone no solo es intelectual, sino también moral.
Gramsci comprendía que la cultura no es sinónimo de arte, ni tampoco un concepto encerrado en los museos caros y en las altas galerías posmodernas, sino un campo de disputa, pues las ideas y la moral organizan y aglutinan a los sectores sociales. Necesitamos organización para enfrentar a la enorme fuerza de las clases dominantes, que es el verdadero Caballo de Troya con sus grandes corporaciones informativas, programas televisivos, películas de Hollywood, ministros judiciales, ejércitos numerosos, armamentos nucleares, empresas y partidos políticos. Sin embargo, no hay que olvidar que, lo que aglutina y organiza la resistencia sigue siendo la fuerza de las ideas, ahí reside el verdadero poder. Se ganan elecciones porque antes se ganó el terreno de las ideas.
Lo que Gramsci nos demostró es que nadie puede dominar eternamente sentado en las bayonetas y a punta de coerción represiva, las clases dominantes se encuentran en su posición porque logran consensar y convencer a las clases subalternas de que es normal vivir en la subordinación, bajo el dominio de otros, y, por tanto, lo único que nos queda es obedecer con la cabeza agachada. Para conseguir ese status, las clases dominantes utilizan las ideas y la cultura para crear valores que legitimen la dominación. Son ellos quienes verdaderamente se han aprovechado durante siglos de su poder para infiltrar las iglesias, las universidades, las escuelas, los periódicos, los noticieros, los libros y las películas. No por nada Iron Man es un gran empresario que vende armamento para la libertad o el Capitán América, Superman y Spiderman se visten de la bandera de Estados Unidos y siempre salvan al mundo. Esa es la hegemonía: la capacidad de convencer a los dominados de aceptar la dominación sin el uso de la fuerza.
El enojo de las clases dominantes y las ultraderechas es que, gracias a Gramsci, las clases dominadas podemos abrir los ojos y darnos cuenta de sus trampas y su manipulación. La infiltración de la que nos culpan es realmente su propia receta, es como cuando el déspota nos acusa de violentxs, porque lo que tanto le irrita es que digamos “hasta aquí”, “ya no más”, “basta”. Así, los integrantes de la ultraderecha nos imputan lo que realmente ellos hacen todos los días: infiltrar las universidades, las iglesias y los medios de comunicación.
Pero no nos confundamos, Gramsci no persigue la hegemonía porque hacerlo sería nuevamente legitimar a las clases dominantes y hacer lo que ellas hacen. No somos las izquierdas quienes infiltramos las escuelas, las iglesias y los medios de comunicación para imponernos, más bien entramos a la batalla cultural porque necesitamos resistir al poder de quienes sí dominan. Nuestra tarea no es establecer la hegemonía, sino la contrahegemonía como forma de defender nuestros derechos, pero también la vida porque de no hacerlo seríamos cómplices de la destrucción planetaria y la extinción masiva de especies a las que nos conducen las clases dominantes de hoy. Con más razón, hay que seguir leyendo a Gramsci, pero hay que hacerlo en voz alta, hasta que las clases subalternas de todo el mundo nos escuchemos y entre todxs nos ayudemos a perder el miedo.
Pablo Carlos Rojas Gómez*
* Doctor en ciencias políticas y estudios latinoamericanos. Investigador del Programa Universitario de Estudios sobre Democracia, Justicia y Sociedad (PUEDJS-UNAM).
Tomado de https://contralinea.com.mx/feed/
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