TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
Nosotros, aquellos que fuimos, estamos a punto de dejar de ser. Mera impermanencia, como resultan las cosas: el paso del tiempo sobre la espalda. El 9 de octubre de 2004, John Lennon habría cumplido sesenta y cuatro años, según la memorable canción que compusiera con Paul McCartney, incumplida para él a los cuarenta años de edad, cuando fue asesinado en Nueva York por Mark David Chapman bajo la arcada del edificio Dakota a las once de la noche del 8 de diciembre de 1980.
El 4 de noviembre de ese año, día de las elecciones presidenciales ganadas por Reagan, Lennon especuló que éste sería muerto en un atentado y que el siniestro George Bush terminaría apoderándose del gobierno. Recordó entonces al amable pero un poco despistado presidente Carter, al que junto con Yoko había conocido en la Casa Blanca durante un baile inaugural. Después habló con su hijo Julian por teléfono desde Londres, quien le pidió dinero, como solía exigirlo, haciéndole sentir, como solía sentirlo, que sólo le interesaba para eso. La conversación fue áspera y él se encabronó.
Antes, el 9 de octubre, en su principesco departamento del edificio Dakota, Lennon despertó con las felicitaciones de su cumpleaños cuarenta transmitidas por la radio. A pesar de ser una fecha esperada con expectación, el Gran 40, como le llamaba, festejó modestamente en la cocina con Yoko, su hijo menor Sean y el personal de servicio. Pastel, velas, deseos, regalos, mientras Yoko no dejaba de hablar por teléfono para supervisar la edición y mezcla de Double Fantasy, el disco que estaba a punto de aparecer.
Más tarde el pequeño Sean subió con su nana a la azotea del edificio para mirar el espectáculo de los fans, más nutrido que de costumbre, quienes cantaron “Feliz cumpleaños” para John. Cuando alguien en la multitud gritó al niño preguntándole por su padre, éste contestó que no podía subir porque estaba dormido. Pero no era así: había salido con Yoko a hacer la remezcla final del disco, tarea que les llevaría hasta el amanecer.
El disco lo puso paranoico. Lennon tenía la sensación de que sus mejores tiempos ya habían pasado y que no volvería nunca a ser el primero en la música de rock. Llevaba veinticinco años en el camino y a menudo pensaba en retirarse para dejar a Madre, como llamaba a Yoko en ocasiones concluyentes, a cargo de los negocios y del torbellino mediático exterior. Leía sobre sí mismo artículos como el de Esquire de noviembre que se anunciaba así: “Un sabueso literario enviado para acechar a la Morsa evasiva descubre que el Beatle perdido es un hombre de ninguna parte (nowhere man).” Lawrence Shames, el articulista, lo satirizaba como un hombre de negocios maduro e inaccesible y dueño de 150 millones de dólares, antes que como un músico singular o un artista vigente.
Con motivo de su cumpleaños, su tía Mimi, con quien John había vivido en la adolescencia, le envió una carta que lo hizo salir de sus cabales. Estaba llena de críticas, como era costumbre desde aquellos años, cuando ya la tía Mimi desaprobaba la forma de vida de ese joven sobrino sin padre y abandonado por la madre que ella había recogido. Su tempestuosa relación se había atenuado, pero la tía conservaba la capacidad de irritarlo.
Procedió a contestarle en una carta que nunca mandó. En ella le comunicaba que dado que jamás le habían gustado ni sus amigos ni su estilo de vida, y porque conservaba su sólido sentido común, él nunca había escrito sus canciones para mentes victorianas ni para tías criticonas. Al final de la respuesta se jactó de no depender de gente tan retrógrada para vender su música, porque de ser así ahora viviría jodido en Liverpool con ella.
Su horóscopo lo había previsto. Era Libra-Acuario y lo consultaba regularmente. Casi a diario abría el periódico y buscaba el suyo, el de Yoko y el de Sean. Su relación con Madre había mejorado pero ella pasaba mucho tiempo fuera de casa, dirigiendo su empresa, grabando discos, editando videos, representando la marca familiar. Sólo que Double Fantasy era uno de los discos más vendidos y una de sus canciones, “Starting Over”, alcanzaba el número cuatro de las listas, más allá de sus prevenciones negativas, pero tal y como eran sus más íntimos deseos. Estaban ocurriendo cosas que lo llevaban a creer que la Divina Providencia existía: los cientos de miles de copias de la canción vendidas en Inglaterra, ese su país que maltratara a Yoko, resultaban una reparación.
La Divina Providencia, mientras tanto, también estaba en Honolulú, dejando de la mano a Mark David Chapman, un hombre miserable atrapado en un destino de diez millones de turistas, casado con una japonesa mucho mayor, sin oficio ni trabajo, electrizado por la novela de J. D. Salinger, El guardián entre el centeno, que lee compulsivamente una y otra vez y de cuyo héroe literario, Holden Caufield, se cree una especie de avatar. Y obesionado con un Lennon al que percibe rico y exitoso en demasía. Pero además hipócrita en sus letras: “Todo lo que necesitas es amor.” Sí, cómo no. “Imagina que no hay posesiones.” Sí, cómo no.
Aquello se mezcla en la biblioteca donde Chapman se refugia para paliar el insoportable calor del día hawaiano. Pide una edición de su libro mántrico, El guardián, aunque lleva la suya en el grasoso bolsillo. Como alguien lo sacó prestado, a cambio le entregan una biografía fotográfica de Lennon, su objetivo. Deriva entonces en responsabilizarlo de una conjura colosal: aquella música que él mismo tanto amara no era verdad y Lennon había lucrado con ese engaño, lo seguía haciendo para destruir las vidas de quienes, como Chapman, descubrían tal falsedad.
La envidia viscosa se derritió en la chabola del infierno honoluleño, Chapman no pudo más, consiguió una pistola, tomó algunas disposiciones, dejó una nota de despedida a su enigmática esposa, voló en avión y se apostó afuera del edificio Dakota, un decorado brujeril que lo estimulaba, para cazar a Lennon con la novela talismán en el interior del abrigo presionando su pecho y la mano empuñando el arma dentro del bolsillo.
La última anotación de Lennon en su diario, por la mañana, fue una línea poética copiada del victoriano Robert Browning, de quien John creía ser reencarnación: “¡Envejece sólo conmigo! /Lo mejor aún está por venir.” Resultó otra premomición fallida: ni llegar a los 64 años ni envejecer junto a Yoko. Después posó desnudo en posición fetal para unas fotografías ahora legendarias, dio una entrevista de radio en la que habló de sus costumbres familiares, y trabajó varias horas con Yoko en el disco “Thin Ice.”
Cuando Lennon volvió con su mujer al Dakota el destino lo alcanzó a la entrada y el homicida Chapman lo mató a tiros. Por ello nunca podrá cumplir aquella cifra premonitoria. Ni siquiera su biógrafo Robert Rosen, del que proviene mucha de la información utilizada en este texto, conjetura lo que hubiera sido de la Morsa a esa respetable edad. Esperaba con ansiedad cumplir 50 años porque quería hacerse cargo de su rostro —según una frase que atribuía al escritor George Orwell y le encantaba repetir—. Así que a las once de la noche de ese 8 de diciembre murió teniendo un inolvidable semblante de cuarentón. Hasta la fecha Mark David Chapman sigue preso, y su rostro, según dicen quienes lo han visto, sólo provoca compasión.
Tomado de https://morfemacero.com/





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