septiembre 17, 2025

Lenguaje burocrático y políticamente (in)correcto / III

"Una cosa son las respetables luchas de las reivindicaciones (sociales, políticas, laborales, estudiantiles, profesionales, raciales o de preferencias sexuales) y otra muy, pero muy distinta es estropear el lenguaje en aras de ello, queriendo hacer cómplices a la lengua y al...

Juan José Doñán

Un caso diferente es el de la ahora muy repetida frase eufemística “zona de confort”, con la que se quiere decir que alguien con determinadas aptitudes es conformista, autocomplaciente, poco esforzado o de plano perezoso, al no querer salir de dicha “zona”, o al no hacer ningún intento para superarse y aprovechar debidamente sus capacidades, su talento y, por lo mismo, en no decidirse a dar lo mejor de sí mismo.

Más común todavía es una frase equívoca que se repite ad nauseam: “ofrecer disculpas” en lugar de “pedir disculpas”. Si disculpar es perdonar o pasar por alto una ofensa cometida por alguien que se siente y se reconoce culpable de haber incurrido en esa falta, en agravio de equis persona o personas, entonces ese alguien no debe “ofrecerles” a sus ofendidos que lo liberen de la falta cometida, sino “pedirles” –se sobreentiende que con arrepentimiento y después de pasar por un acto de contrición– que sean generosos o al menos no demasiado severos y lo disculpen, absuelvan, dispensen, perdonen… por dicha falta.

Todo esto es lo que provoca la afición desmedida al oficialés, una modalidad lingüística concebida para echar rollo, para la demagogia, para andarse por las ramas o hasta para querer darse taco, así como para incurrir en no pocos equívocos, exhibir falsas elegancias, pedanterías, rebuscamientos, cursilerías e incluso ridiculeces, y no para nombrar a las cosas por su nombre y para, de ese modo, poder llamarle al pan, pan y al bimbo, bimbo.

A riesgo de ser machacones, no está demás insistir en que lo más grave del oficialés es que, a diferencias de lo que ocurre con otras jergas lingüísticas (la policiaca, por ejemplo, donde se habla de “binomio canino”, “vegetal verde”, “mancha hemática” o de que “una femenina fue detenida en flagrancia”), sus vicios e incorrecciones (sus virtudes habría que buscarlas con la lámpara de Diógenes) se extienden a diferentes ámbitos sociales, comenzando por el de los medios masivos de comunicación, los cuales a su vez multiplican entre sus lectores y sus audiencias tales vicios e incorrecciones, con el agravante de que, a quererlo o no, dichos medios terminan dándole carta de legitimidad a esa retahíla de pifias, fallas, dislates, yerros, desatinos, despropósitos…

Los ejemplos de este sublenguaje –a base de palabras, expresiones y giros empleados incorrectamente en nuestro país– que el mundillo burocrático ha ido construyendo se podrían extender hasta donde dé la capacidad del recolector de pifias lingüísticas de esta naturaleza y hasta donde lo permita la paciencia de las personas interesadas en ellas. Pero como no hay ningún ánimo exhaustivo en quien esto escribe, queden por ahora los casos antes consignados con el propósito de referirnos, aunque sea brevemente, a algunos de los estropicios lingüísticos que más se estilan lo mismo entre activistas sociales de toda laya que entre militantes de las más diversas causas reivindicativas.

Lenguaje y corrección política

A quererlo o no, la justa reivindicación de los regateados derechos de las mujeres y de quienes se inscriben en ese grupo social de diversas identidades de género o de preferencias sexuales variadas llamado LGBT… (hay quien de manera jocosa ha llegado a preguntar, si acaso esas siglas son una abreviatura de “La Guadalupana Bajó al Tepeyac”) ha traído consigo algunos excesos y no pocas pifias en el uso del leguaje. Así, por ejemplo, muchas feministas dogmáticas suelen calificar abiertamente de “machista” o “patriarcal” al lenguaje de todos los días, incluido el que predomina en obras maestras de la literatura, por lo que dicen estar convencidas de que ese lenguaje debe ser sometido también a una presunta “equidad de género”.

Según esta tendencia, lo correcto ya no sería decir “los alumnos de bachillerato”, sino “las y los alumnos de bachillerato” o “las alumnas y los alumnos de bachillerato”, aun cuando en casos como el anterior, por una antiquísima convención idiomática o por un uso histórico de nuestra lengua, se quiera pasar por alto que el artículo los comprende por igual a hombres y mujeres, así como a personas transexuales o de cualquier otro tipo de inclinación u orientación carnal. En nuestro país, no muy distinto es el caso del vocativo mexicanos en la letra del Himno nacional: “Mexicanos, al grito de guerra…” Atendiendo esa presunta lógica reivindicativa, ¿debe ser cambiada la letra de la canción de la patria y, con un ánimo “incluyente”, reescribir el primer verso para que quede en “Mexicanas y mexicanos, al grito de guerra…?

Y ya encarrerados, “encarreradas” y, ¿por qué no?, “encarrerades”, habría que seguir con la reescritura de textos clásicos, tanto de la literatura canónica como de la lírica popular. Así, por ejemplo, en el terceto monorrimo de la  Suave patria, que a la letra dice “Al triste y al feliz dices que sí,/ que en tu lengua de amor prueben de ti/ la picadura del ajonjolí”, habría que corregirle la plana a Ramón López Velarde, de quien en 2021 se cumplió un siglo de su muerte, a fin de que pueda ser explícitamente “incluyente”, modificando el primer verso para que diga “A las y los tristes, así como a las o los felices dices que sí…”, aun cuando con ello se volatilice la lírica y se descomponga feamente el poema. ¡Aunque, claro, todo ese retoque se haría con la mejor voluntad, con el propósito de poder cumplir debidamente con una buscada, aunque más bien rebuscada, corrección política!

Siguiendo esa misma corrección y una presunta reivindicación lingüística se ha incurrido igualmente en feminizaciones innecesarias como, por ejemplo, decir y escribir “la presidenta”, en lugar “de la presidente”, pues en español los sufijos ente y ante no son masculinos, sino genéricos comunes, es decir, son indistintamente femeninos y masculinos, en la medida en que se trata de participios activos que de igual manera pueden funcionar como adjetivos que como sustantivos: estudiante, convaleciente, durmiente, paciente, oyente, pudiente, pendiente, almirante, recipiente, pensante, votante… Y salvo que alguien pretendiera ser políticamente correctísimo, nadie llegaría hasta el extremo de hacer el ridículo, diciendo o escribiendo “la estudianta”, “la convalecienta”, “la militanta” o “la bella durmienta”. Tampoco ningún ginecólogo o ginecóloga o ginecólogue presumiría tener “muchas pacientas”. ¿Entonces por qué presidenta y tenienta y contribuyenta? En materia de gentilicios, venturosamente hasta ahora a nadie le ha dado por hablar de “la jalisciensa”, “la sonorensa”, “la hidalguensa”, “la guerrerensa”, la sinaloensa” o, peor aún, de “la colimensa”.

Que se sepa, hasta ahora ningún hijo de Adán se ha quejado porque no se repete su condición de varón por obligársele a que acepte el sufijo genérico ista o ía –con terminación en a, y no en o— para denominar ciertos oficios, independientemente de que quien los realice sea hombre, mujer, transgénero o quimera. Francamente sería ridículo escuchar a un fulano –irritado o cegado por un ignorante celo “patriarcal” o supramachista, al considerar como algo erróneo o excluyente que la terminación ista o ía es de género femenino– y, por lo tanto, exigiera de manera terminante que se le reconozca como “taxisto”, o “pianisto”, o “electrisisto”, o “tenisto”, o “maquinisto”, o “prestamisto”, o “dentisto”, o “anarquisto”, o militante “panisto”, “morenisto”, “emecisto”… y, ya encarrerados, pues hasta de oficio “policío” en lugar de “policía”. Ningún varón llegaría al extremo de reivindicar tamaño despropósito, en aras de un lenguaje “machisto”, aun cuando nuestro famoso Doctor Muerte, alias Hugo López-Gatell, se refiera, con total desparpajo, a sus “colegas y colegos”.

A propósito de oficios, cuando una fémina se dedica profesionalmente al ejercicio de las corcheas, se dice y se acepta sin ningún problema que tal persona es músico y no música, aun cuando el diccionario canónico admita esta última forma. Y ello no sólo por una añeja tradición lexicológica, sino porque decir en México que una persona es “música” o, peor aún, “muy música”, no equivale a ser un muy competente discípulo o discípula de Orfeo y Euterpe, sino que tal individuo, independientemente de su orientación sexual, es poco o nada confiable y no es digno de ser tomado en serio, ya sea por taimado, por una reconocida ineptitud suya o por hacer o decir tonterías, sinrazones, despropósitos, sandeces o cosas peores.

Otro desfiguro no menos risible es el de querer incluir ambos géneros utilizando el signo de arroba (@) o la letra equis en artículos, sustantivos y adjetivos. Así, por ejemplo, queriendo decir en una sola palabra la expresión “todas y todos”, hay quienes escriben tod@s o todxs, una práctica anómala que se ha extendido a casos como bienvenid@s o bienvenidxs, mexican@s y mexicanxs, etcétera.

También se ha vuelto común en esos y otros círculos el uso reiterado, por no decir el abuso, de términos como visibilizar y empatizar, así como de muchos otras palabras derivadas o afines. Así, por ejemplo, no es raro que alguien hable de una marcha o de una manifestación pública “para visibilizar [sic] el tema [resic] de las y los desaparecidos”, o de que equis funcionario “no es empático [sic] con la lucha del colectivo de las Madres Buscadoras”.

Por principio de cuentas, visibilizar y denunciar son cosas completamente distintas. La primera consiste en mostrar algo que no se advierte a simple vista (a ojo pelón) o que está oculto y sólo puede advertirse mediante la utilización de los Rayos X, a fin de poder ver el sistema óseo de un individuo, o con el microscopio, con el cual se consigue poner de manifiesto gérmenes y bacterias. Y denunciar no es otra cosa que hacer del conocimiento público, y sobre todo de la autoridad, un hecho anómalo y eventualmente hasta delictivo que afecta a equis persona o personas. Y en cuanto a la tan traída y llevada y sobada palabrita tema es algo que ya fue consignado líneas atrás, destacando la evidente impostura polisémica de tal palabrita, la cual no pasa de ser una expresión artificiosa, por no decir falsa, hija tanto de la ignorancia como de la repetición mecánica o de la pereza mental.

Y en cuanto lo de empatía, empatizar, empático y similares, lo que realmente tratan de decir con ello sus legiones de usuarios frecuentes (entre ellos, muchos chicos y chicas de la prensa, así como también algunos más o menos maduritos o decanos del mismo gremio) es solidaridad, consideración, respeto, tolerancia… Todo ello, además de profesionalismo, diligencia y acatamiento de la ley, es lo que se le debe pedir e incluso exigir a cualquier autoridad, pero no empatía. Y ello porque ésta, lo mismo que la simpatía, como bien lo define cualquier lexicón, es otra cosa: una inclinación afectiva o un sentimiento de identificación que se da de manera espontánea y que, por ello mismo, no forma parte de ningún “deber ser” (de ninguna ética ni tampoco de ninguna legislación), pues en caso contrario resultaría algo contraproducente, en la medida en que podría afectar de forma anómala una investigación judicial o una diligencia oficial, que es lo que cualquier persona esperaría que se realizara siempre de una manera profesional, de un modo imparcial y hasta con una buena dosis de frialdad o desapego (ni modo, lo contrario de la empatía) donde siempre pueda haber un lugar para la duda razonable, necesaria e indispensable para aspirar a la justicia, la mayor de las virtudes intelectuales y morales, según Platón. Porque, ¿de qué otra forma, si no, puede llevarse a cabo un trabajo verdaderamente profesional y competente?

Aquí conviene hacer una aclaración. Aunque sea un lugar común, nunca se debe confundir la gimnasia con la magnesia, pues una cosa son las muy respetables luchas por las reivindicaciones (sociales, políticas, laborales, estudiantiles, profesionales, raciales o de preferencias sexuales) que emprenden no pocas personas y otra muy, pero muy distinta es estropear el lenguaje en aras de ello, llegando al extremo de querer hacer cómplices a la lengua y al habla e incluso a las grandes obras literarias de una presunta discriminación “machista” desde la historia y la evolución del idioma, en perjuicio de las hijas de Eva o de la policroma comunidad LGBT+.

En conclusión, no todo el que chifla es arriero. Y siempre conviene tomar con las reservas necesarias y con la debida cautela a las personas afectas a querer reivindicar derechos de género (presuntos o reales) o de cualquier otro tipo, deformando el lenguaje, o de quienes buscan impresionar al prójimo con el oficialés, ese jerga artificiosa y ampulosa, hecha a base de palabras seudocatrinas y para colmo mal entendidas, así como de giros verbales que con mucha frecuencia no pasan de ser palabrería hueca, vil cursilería, cuando no ridiculeces e incluso mamonerías. Y lo anterior vale lo mismo para las “propuestas” (más bien ocurrencias) hechas y concebidas desde una corrección política muy poco reflexiva, por no decir que irreflexiva.

Tomado de https://morfemacero.com/