Existen varias formas de leer. Leemos representaciones gráficas, una partitura, una ecuación, un petroglifo. Alguien dirá que un médico lee síntomas y padecimientos, igual que el cazador en la selva, es capaz de leer rastros, olores, huellas. O como suelen hacer los detectives de ficción, empeñados en leer vestigios, pistas, señales difusas. Aun así, hay dos modos de leer palabras escritas que, siendo antagónicos, intervienen en los caminos que van orientando nuestras vidas. Primero, aquellas lecturas que, aun cuando ayudan a defendernos de las ofensas de la vida, como diría Pavesse, también nos sacuden y nos abofetean, nos arruinan la inocencia, lecturas capaces de desatar las herejías aprisionadas en las entrañas. Esta es una lectura aliada, que aparece como refugio protector, como impulso de la incredulidad, que traza los caminos confiables de la fuga. De otro lado, se encuentra la lectura del censor, aquella encargada de vigilar los destellos de la consciencia, una lectura entrometida, controladora, fisgona. Aquí se trata de una lectura enemiga, que alude al modo de leer de la inteligencia policial, al modo como lee doña Merceditas, la coordinadora de disciplina, es la lectura del agente encubierto. Estas dos formas de lectura, a fin de cuentas, sustentan actuaciones políticas —y maneras de habitar el mundo— opuestas.
La lectura enemiga está enquistada en una mirada preconcebida. Quien lee, casi siempre, evita ser afectado por el significado que se desprende de lo escrito. El cuerpo de quien lee rechaza la tentación del hechizo literario, no encuentra orientación para sus angustias, se espanta ante cualquier posible pasión por el encanto de las letras. Esta lectura ve descarriadas, putas y dinamiteros por todos lados. Basta apenas que alguien ausculte los engranajes que soportan las jerarquías, interpele la decrepitud moral y reclame lo justo, para que la lectura enemiga se ponga en guardia. Es una lectura que casi siempre ayuda a armar un escándalo. En definitiva, aquí se leen los atrevimientos de la crítica y las ideas que incitan el debate, como peligrosos aguafiestas. Las palabras, vistas por la seguridad secreta, aparecen como pruebas en su contra ante el tribunal de la historia, lo que de hecho pueden llegar a ser.
La lectura enemiga está enquistada en una mirada preconcebida. Quien lee, casi siempre, evita ser afectado por el significado que se desprende de lo escrito
Así fueron leídas, por ejemplo, muchas escritoras feministas. Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir, censurada por la dictadura franquista: “El libro, dentro de su brevedad, respira un tono inaceptable”, “La lectura puede ser perjudicial”. O como lo sufrió la escritora Cassandra Rios bajo la dictadura militar brasilera, donde el “Servicio de censura de diversiones públicas” de la Policía Federal, sentencia que su libro Copacabana posto 6 – la madrastra, “es una novela sobre una joven lesbiana (…) [una historia] nociva y deprimente principalmente por la conquista lesbiana de la heroína junto a la madrastra y el doble suicidio final”. Como puede verse, el censor además de entrometido, nos estropea el final de la trama. Así ha ocurrido, y sigue ocurriendo, como el caso de la escritora palestina Adania Shibli censurada en Frankfurt, con miles y miles de escritoras.
También así fueron leídos Marx y Engels por los servicios de infiltración de la policía prusiana y por espías ingleses, como bien lo demuestra Tridon G. en su libro Espiando a Marx (informes de la policía secreta y otros documentos sobre Karl Marx) (2006). Marx y Engels, en una carta fechada el 15 de junio de 1850, reclaman indignados al director del semanario inglés The Spectator, por los seguimientos y la vigilancia: “La verdad, Sir, es que nunca se nos pasó por la cabeza que en este país hubiera tantos espías de la policía como hemos tenido la suerte de conocer en el breve lapso de una semana. (…) No podemos subir a un ómnibus, o entrar en un café, sin disfrutar de la honrosa compañía de al menos uno de estos desconocidos amigos”.
La lectura enemiga aprueba las infiltraciones, las escuchas ilegales, el patrullaje cibernético, se sienten autorizados a meter las narices en las ideas que movilizan la vida de los otros y, fieles a su trabajo, abrirán expedientes, elaborarán perfiles y fichas procesales. Leen las novelas, las crónicas, los ensayos críticos, ven el cine bajo la lectura disciplinada de quien escruta sin sentirse afectado. Es esta lectura la que ordenará encender una hoguera a 451° Fahrenheit, como lo hicieron los nazis, o los militares argentinos, artífices de la mayor destrucción de libros en la historia de América Latina, quienes quemaron, un 26 de junio de 1980 en Sarandí, más de 24 toneladas de imaginación (un millón y medio de libros) incautados al Centro Editor de América Latina (CEAL).
¿Cómo lee la inteligencia policial?, ¿cómo leen los reaccionarios? Leen como si corrieran de puntillas bajo una tempestad, sin poder ver lo que florece en medio del camino, ignorando el campo fértil que hace germinar las ideas. Así lo hacen muchos periodistas de los medios corporativos, quienes al avance de sus lecturas desgarran frases e ideas sueltas, sin entender el terreno que las gesta, de modo que al torcerles su sentido, sirvan para su ratificar su propia visión de las cosas.
En cierta reunión del movimiento estudiantil, un colega propuso que a las personas que nos infiltraban podríamos disuadirlas demostrando que nuestra lucha estaba orientada por causas justas y propósitos nobles
Recuerdo un suceso vivido en mi época de estudiante universitario en Colombia. Visto en retrospectiva, no deja de ser un episodio cómico. En 2002 formaba parte del movimiento estudiantil en la Universidad de Caldas, justo cuando comenzaba el gobierno de Uribe Vélez y su política de seguridad democrática, un conjunto de planes represivos dedicados a perseguir el disenso, entre ellos, con la creación de una red de delatores, los “estudiantes informantes”. Nos asaltó el mal pálpito de que estábamos infiltrados, que alguien próximo nos leía, nos narraba a su manera. Pero se trataba apenas de una sospecha, no teníamos modo de comprobarlo, además carecíamos de técnicas de contraespionaje. Éramos simplemente estudiantes mosqueados y cargados de fotocopias exigiendo derechos. En cierta reunión del movimiento estudiantil, un colega propuso que a las personas que nos infiltraban, que seguro debía andar allí en la reunión, podríamos disuadirlas demostrando que nuestra lucha estaba orientada por causas justas y propósitos nobles. “La convenceremos con nuestras palabras y estará de nuestra parte”, dijo. ¿Y cómo haríamos eso? Decidimos entonces invocar aquellas lecturas aliadas. Una estudiante de agronomía, recuerdo, se ofreció a prestar su colección de libros de Eduardo Galeano. Pero se armó una discusión cuando se advirtió que si se lee a Galeano sin Gramsci habrá un alto riesgo de levedad conceptual, no alcanzará profundidad, dijo un sociólogo. Entonces, mejor cine, dijeron. De modo que programamos “María Cano” (1990) de Camila Loboguerrero y “La noche de los lápices” (1986) de Héctor Olivera. A esto le falta realpolitik, dijo otro compañero. La mejor realpolitik es la poesía, dijo otro que quiso leer en público poemas de Benedetti, pero fue amonestado por otra persona que dijo que Benedetti sin Rubem Fonseca formaría criaturas melodramáticas, seres que huyen de las enseñanzas crudas de la vida. Terminamos distribuyendo copias del poema entero de Manuel Celaya “La poesía es un arma cargada de futuro”; también circularon poemas de la poeta palestina Fadwa Tuqán y en todas esas, tuve la oportunidad de disfrutar de la lectura de “Arcángeles” de Paco Ignacio Taibo II. En esas estuvimos, interponiendo las lecturas aliadas ante la presencia paranoica de la lectura enemiga. Nunca supimos si surtió algún efecto, aunque sirvió para confirmarnos que hay palabras a las cuales aferrarnos para no sentirnos tan desamparados, para entender nuestro lugar en el mundo.
Dicho esto, no deja de sorprender el extraño caso que narra Ariel Dorfman, autor de Para leer el Pato Donald (1972), quien tuvo la oportunidad de leer sus propios archivos secretos elaborados por la policía argentina luego de salir exiliado de Chile en 1973 con el golpe de Pinochet. Dorfman lee la lectura enemiga como si se viera en un espejo cruzado, accede a la narración que hacen los servicios de seguridad para verse en su propio curso histórico. En la conmemoración del cincuentenario del golpe de Estado contra Allende, la Comisión Provincial por la Memoria de Argentina, extrajo los archivos de la policía secreta en los que aparecen los expedientes relativos a los refugiados que se asilaron en la Embajada Argentina en Santiago. Antes de asomarse a estos expedientes, Dorfman se pregunta: “¿Sabían las nuevas autoridades que yo había estado trabajando durante los últimos meses como asesor cultural y de prensa en el Palacio Presidencial donde Allende había muerto durante el golpe?, ¿O que pertenecía a un pequeño partido de izquierda que, desde la ilegalidad, llamaba al derrocamiento de la dictadura? ¿Considerarían que Para leer al Pato Donald, mi libro subversivo que denunciaba los mensajes ocultos de Disney, que los militares habían quemado públicamente, arrojando al mar su tercera edición, era una razón para apremiar, torturar, matar, a su autor? Quedarme en Chile o verme obligado a partir al exilio, dependía de lo que se fermentaba en las páginas de mi desconocido prontuario secreto”.
Dorfam llega a Argentina en 1973, luego logra salir hacia Cuba en febrero de 1974, pero justo dos días antes de su partida, un bando de matones irrumpió en el apartamento de su abuela argentina donde se alojaba. Leyendo el archivo de la policía descubre que su crítica al Pato Donald no es mencionada en el reporte realizado a su llegada en 1973, pero tres años después, en 1976, se pueden leer en el archivo 1.500 palabras que estudian el libro, “(…) reproduciendo exhaustivamente sus tesis centrales, para luego llegar a la conclusión de que su crítica al capitalismo podía ser leída «masivamente» y que, por lo tanto, debía ser prohibida de acuerdo con la ley 20.840 (legislación argentina que, aprobada en septiembre de 1974, penalizaba los actos de subversión). La persona anónima que escribió el informe pertenecía a la Oficina de Evaluación Literaria (no bromeo) de la Coordinación de Antecedentes Penales del Departamento de Policía”.
Dorfam, aun cuando pudo driblar a los escuadrones de la muerte argentinos, se pregunta “¿por qué habían venido a buscarme a principios de 1974?” Leyendo los reportes de aquella lectura enemiga, percibe que algún espía lo vincula de modo infundado con el F.A.S (Frente Antimperialista por el Socialismo). La única explicación que intuye Dorfan es que algún funcionario del Departamento de Búsquedas, queriendo mostrar resultados ante sus superiores, lo narra como un peligro ambulante, relato que llega a las manos de algún otro burócrata del terror, desganado y negligente, que ordena detener e interrogar a Ariel Dorman.
Vaya uno a saber si en la comisaría llevan un fichero bien ordenado con los vaivenes de cada ciudadano. Allí debemos andar, en carpetas donde estarán nuestras fotos saliendo en pijama a botar la basura, hablando con el perro en el paseo de la tarde, conociendo nuestras estadísticas de las derrotas en el ajedrez online y el mapa de conexiones algorítmicas mientras naufragamos en internet. Si no fuera porque se trata de un acto ilegal y secreto, sería como recibir un paquete clasificado de todo lo que murmuran nuestros detractores. Lo curioso es que con el tiempo esas lecturas enemigas se vuelven memoria, registros de nuestras andanzas vitales narradas por otra mirada. Solo nos queda volverlas a leer bajo la luz de nuestras propias lecturas aliadas. Quizás Kundera tiene razón cuando dice con tono mordaz “… en los legajos de los archivos policiales está nuestra única inmortalidad”.
Más historias
[Podcast] Las claves del mundo | Aranceles e invasión suave, turbio futuro para México con Trump
Si lo sabe Dios, que lo sepa el mundo: youtuber coreana exhibe lo que hicieron Ángela y Nodal
Trump nombra a empresario de origen libanés asesor para Medio Oriente