Cuando se habla del auge contemporáneo del fascismo y del totalitarismo —de Estados Unidos a Europa, de América Latina a la India— tendemos a imaginar un retorno del pasado: el eco de los años treinta, la resurrección de los viejos nacionalismos, el autoritarismo de masas ondeando banderas identitarias. Sin embargo, esta nostalgia del horror puede engañarnos. Si viviera hoy, Gilles Deleuze nos invitaría a mirar en otra dirección: no hacia los Estados que endurecen sus fronteras, sino hacia los deseos que las sostienen.
Para el filósofo francés, el fascismo nunca fue solo una ideología o un régimen. Es, ante todo, una forma de deseo: el deseo de obedecer, de purificar, de cerrar, de simplificar lo complejo. Por eso Deleuze hablaba de microfascismos, esos que se infiltran en la vida cotidiana, en las relaciones laborales, en las dinámicas familiares, en el lenguaje digital. Antes de tomar el poder, el fascismo se instala en los afectos. Y esa es, quizá, la clave del momento que vivimos: la nueva ola autoritaria prospera porque ha conquistado la imaginación y la sensibilidad social antes que las instituciones.
Antes de tomar el poder, el fascismo se instala en los afectos
Hoy el poder no necesita grandes aparatos propagandísticos para disciplinar a las masas. Vivimos en lo que Deleuze llamó sociedades de control: un tiempo en el que ya no es necesario encerrar a los cuerpos, sino que se modulan las conductas mediante redes, datos, estímulos, comparaciones y algoritmos. Si el totalitarismo del siglo XX se apoyó en instituciones sólidas —el partido, el Estado, la fábrica— , el del siglo XXI es líquido, emocional, conectado y viral. Circula como un meme, se propaga como un hashtag, contagia como una indignación compartida. No busca producir un hombre nuevo uniforme, sino subjetividades vulnerables, ansiosas, siempre disponibles para el miedo.
La novedad es que el fascismo actual no necesita suprimir la diversidad: puede instrumentalizarla. Juega con identidades, las exacerba, las enfrenta y las convierte en mercancía política. Deleuze habría visto en este fenómeno una mutación del poder: ya no se trata de imponer desde arriba un molde homogéneo, sino de activar desde abajo microclimas afectivos de resentimiento, rabia y pertenencia excluyente. Un fascismo que no siempre se proclama como tal, pero cuyo tono reconocemos: «orden», «mano dura», «ellos contra nosotros», «limpieza».
Frente a este panorama, la tentación progresista suele ser moral o ilustrada: explicar, educar, denunciar. Pero Deleuze advertiría que no se combate el fascismo apelando a la razón, porque el fascismo no es un error cognitivo: es un deseo. Y el deseo no se corrige con argumentos, sino con la posibilidad de desear otra cosa. La estrategia no pasa solo por defender democracias o instituciones en riesgo, sino por intervenir en la ecología del afecto que alimenta el cierre identitario.
Deleuze fue un filósofo de la creación. Frente al fascismo —macro y micro—, proponía abrir líneas de fuga, cultivar espacios de experimentación, inventar formas de vida más hospitalarias con la diferencia. No se trata de escapar de lo político, sino de ampliar su campo: la resistencia empieza en los cuerpos, en los vínculos, en la manera en que trabajamos, amamos, educamos y habitamos el tiempo.
En un contexto hipermediado por el control, debemos construir subjetividades menos gobernables por el miedo y más disponibles para la complejidad, la mezcla y lo común. El mayor riesgo, diría Deleuze, no es que regresen los viejos totalitarismos, sino que nuevos fascismos continúen reinventándose mientras creemos ser inmunes a ellos. Y la única defensa real no es la nostalgia.
Óscar Bodí es director y fundador de Folks Brands.
Tomado de Ethic.es



Más historias
Año nuevo, hábitos viejos: por qué empezar es fácil y mantener es lo difícil
«El afecto y el reto son motores más potentes que la obligación»
Cuando el cuento de Navidad es un cuento