A poco que se atienda, la frase cala hondo. Dice así: «La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud». Escrita por la pluma de La Rochefoucauld, comprime en apenas doce palabras un conocimiento seco, áspero, sobre el ser humano.
François de La Rochefoucauld (1613–1680) es ante todo conocido por ser el autor de las Máximas: Reflexiones o sentencias y máximas morales. En esta obra se agrupan cientos de máximas sobre temas populares de toda índole. Desde la ambición o el amor, hasta la vanidad y la sociedad. Quien se haga con el libro descubrirá que su estilo dista del de un manual de filosofía al uso. En su lugar se topará con textos cortos, pero afilados. La cita sobre la hipocresía mora en este ecosistema.
¿Qué quiere decir que la hipocresía rinde homenaje a la virtud? Comencemos por lo básico, desgajando los conceptos. El calificativo de hipócrita no merece una mayor atención. Designa a un farsante, mentiroso, falso o impostor con una pizca de cinismo. Es un hipócrita el amante que jura y perjura a su pareja que la ama por encima de todas las cosas, al tiempo que la engaña con otra persona. El personaje de Frank Underwood en la serie House of Cards representa al político que se retrata como un servidor público cuando, en realidad, solamente le interesa medrar en su carrera mintiendo, manipulando, traicionando o incluso chantajeando sexualmente a una joven periodista. Entre otras cosas, es otro ejemplo de hipócrita.
El homenaje es algo más sutil. Implica una acción hecha por voluntad propia, con ánimo de agradecimiento. ¿Y la virtud? Pues aquello que es estimado como bueno, como moralmente excelente.
El hipócrita anhela beneficiarse a través del buen nombre del virtuosismo
Aquí viene el quid: el hipócrita no rechaza la virtud, sino que la menciona y la imita falsamente. No cuestiona lo que es o no es virtuoso. Tampoco procura destruirlo. Lo que anhela el hipócrita es beneficiarse a través del buen nombre del virtuosismo. Es irónico, pues la virtud ve incrementado su impacto gracias al hipócrita, tanto por lo que es como por la posibilidad que permite de ser simulada. Si nadie apreciara valores como la honestidad, la generosidad, la simpatía o la moderación, la hipocresía se vería desamparada de toda lógica. Así pues, la cita de La Rochefoucauld aporta una lectura verdaderamente paradójica de la hipocresía. Al simular el bien, el mal lo reafirma.
Volviendo a los ejemplos, el amante traidor sabe que su conducta es inapropiada. Por interés personal, en aras de su propio beneficio, no actúa a pecho descubierto para conseguir el fin propuesto. Al fin y al cabo, podría intentar abrir su relación o simplemente romperla. De la misma manera, el arquetipo de político representado por Underwood podría ser sincero. Podría expresar que lo que le interesa es alcanzar el poder, cuanto más mejor, y bregar con eso.
Por supuesto, ni el político con dos dedos de frente reconocerá eso, ni el infiel pondrá en riesgo su verdadera meta: mantener tanto a su pareja como a su amante. Hasta cierto punto, nadie reconocerá, con una sinceridad quizás indeseable, la verdadera motivación de sus actos. Nadie. Y eso nos convierte a todos, un poquito, en la diana en que se incrusta el dardo de La Rochefoucauld; aunque cabe reconocer una escala de grises, no cabe duda.
Las reglas morales crean situaciones donde la apariencia tiene un enorme valor simbólico. Baste recordar los engañosos mundos del marketing empresarial o de las redes sociales. En consecuencia, la cita delata la perversión del reconocimiento social. Cuando los grupos priorizan lo superficial, el aspecto de la conducta, frente a su consistencia interna, la virtud trueca en mercancía. Ya advertía Kant que lo que convierte en moral a un comportamiento no es el resultado, sino la intención con que se llevó a cabo.
La eficacia de la corrección moral queda patente por cómo se intenta aparentar
Pese a todo, sería atrevido confundir el diagnóstico –por llamarle de algún modo– de La Rochefoucauld con el nihilismo moral. El moralista galo no habla de la inutilidad de la virtud. Se podría aventurar, incluso, que todo lo opuesto: la eficacia de la corrección moral, de la conducta virtuosa, queda patente por cómo se intenta aparentar. Si una acción logra ser un modelo que merece la pena simular, entonces tiene un impacto simbólico, aun cuando la copia sea una farsa.
Quienquiera que lea esto, hoy día, puede reaccionar de dos maneras muy diferentes. Ora indignarse y clamar por la rectitud permanente (à la Kant), ora acatar la realidad social. ¿Qué realidad? Aquella que parte del hecho de que, marcando las distancias, todos somos un poco gorrones en la sociedad, por emplear el término del biólogo Richard Dawkins. Todos buscamos aparentar. Somos hipócritas que se niegan a reconocer el fin que guía muchos de sus pasos.
La virtud, más o menos fingida, permanece indemne. Ella es el horizonte a perseguir, a disimular. El disfraz con el que engalanarse. El vicio no amenaza su trono. Pese a ello, la cita de La Rochefoucauld continúa calando hondo. Al fin, en el círculo de cortesanos y aduladores entre los que se movió, no es de extrañar que esta fuera una de sus máximas.
Tomado de Ethic.es





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