Colaboraciones
Carlotta Garjuá
Me reconocen los monstruos. Por eso vuelven cada noche. Se me
acercan, y nunca sé del todo cuántos son, porque son inagotables
en sus metamorfosis. A veces les pongo nombre, para reconocerlos,
pero sin duda lo pierden con la luz del día o alguien les pone otro,
porque a veces se repiten y sin embargo no sé cómo se llaman
Olga Orozco, La oscuridad es otro sol, 1967
Presentación del libro La edad terrible, de Enna Osorio Montejo,
en la Feria Internacional del Libro de Oaxaca, domingo 13 de octubre de 2024.
Para la artista Siegrid Wiese “La edad terrible” es un libro visceral perfectamente escrito, una obra compuesta por ranas ausentes, armarios, olores, dolores, carne y algo más que no sabe cómo nombrar. Desde su perspectiva visual el texto de Enna es como una fina línea de agua tibia que se filtra paulatinamente por los ojos al avanzar en la lectura, como si su escritura fuera una línea viva que conecta con el lector hasta armar una serie de imágenes vibrantes: retumbos serpentinos como si estuviéramos debajo del agua.*1
Tomando como referencia esta impresión bien pudiera decirse que nos encontramos frente a un poemario que, además de capturar los avatares de la infancia, recalca el anhelo de una edad de ensoñación que antecede al nacimiento humano. Lo pienso desde “La lección de música” de Pascal Quignard- publicada en 1987- en la que se explica la naturaleza primordial de la audición y el pregnante rastro de una sensación oceánica, es decir, el desconocimiento de la falta mientras permanecemos sumergidos en la profundidad del cuerpo materno. Cito al filósofo francés:
“El oído humano es preterrestre y preatmosférico. Antes del aliento mismo y antes del grito que lo desencadena, durante dos o tres estaciones en la bolsa del amnios, en la resonancia de un vientre” (Quignard, 2015, pp.50 y 51)
De esta manera, toda percepción sonora es un reconocimiento y la organización o especialización de dicho reconocimiento conforma la música: prima hermana del canto poético. Hablamos de una huella somática cuyo primer gorgoreo proviene del agua; siendo una marca intraducible que hermana al lenguaje con la fonética del mar. Según Quignard, no podemos deshacernos- en el registro de los afectos- de esta nube originalmente acompasada con el latido y la vocalización materna, o, mejor dicho, de la añoranza por recuperar la estabilidad sonora violentamente transgredida en la primera inhalación. Es por ello que el placer de lo rítmico es regresivo: en la cadencia acompasada del orden musical -y en la alternancia de las formas lingüísticas que constituyen un verso- mecemos nuestro placer y angustia. Enna lo expresa muy bien en el poema “Primer encuentro”:
“La voz de mi madre, faro,
me condujo hasta la orilla del mundo.
Antes de partir deshice el día:
aplané la arena,
di un vistazo a los límites del cielo,
me despedí del mar y le volví sus cosas.
Una ola como serpiente llegó a mis pies,
su arrullo me arrebató el equilibrio.
Desde entonces hilvano los rumores
de una tierra que viene y va”
(Osorio Montejo, 2024, pp.17 y 18)
Como bien lo recalca en “La memoria de Eko” los seres humanos “buscamos remanso en la arquitectura de nuestras madres”; queremos su regazo antes de que la aridez del mundo endurezca nuestra piel, sin embargo, la casa que añoramos “nunca vuelve a ser la misma”; por el contrario, es presa inapelable de un conjunto de derrumbes y hundimientos. (OsorioMontejo, 2024, pp.20 y 21). Gastón Bachelard (2012) pensaría, en su famosa obra sobre la poética del espacio, que la vida comienza bien al estar encerrada y protegida: toda tibia en el cobijo de una casa que diagrama en nosotros un conjunto de costumbres orgánicas, un sendero de reacciones físicamente inscritas desde lo embrionario.
A la medusa que electriza nuestro ombligo antes que los ojos- como hace referencia la autora para dibujar a su querida madre- muchas veces extrañamos y arrojamos las primeras semillas de fe para recorrer novedosas inscripciones. Este ejercicio es necesario durante años, aunque también resulta imperativo encontrar otras luminiscencias para evitar el infantilismo y la prolongación de una dinámica simbiótica traducida en locura; Enna se lo propone a sí misma en los siguientes versos:
“-No te quedes haciendo pucheros como una rana
En los charcos de la luna
Es tiempo de que te hagas mujer”
(Osorio Montejo, 2024, p.43)
Cabe manifestar que la fenomenología que se liga a la madre- en la mayoría de construcciones literarias de la autora- anuda los sonidos primitivos del lenguaje y unifica las texturas más primarias de su personalidad, muy a pesar de que las mujeres que la habitan parecen hablar con la nota más baja de las tumbas. La figura del padre, en cambio, teje nudos incapaces de ofrecer una sujeción distinta a la de los cabos sueltos; esto deriva en el llamado “síndrome de la niña invisible”: vestimenta psíquica con el que impera la sensación de tener un nombre lo bastante oculto, “proscrito en un barco hasta el fondo del océano”. (OsorioMontejo, 2024, p.76) Aunque esta diferencia puede generar resentimiento-porque confronta con la realidad de nunca estar a la altura de la portación del apellido paterno- la necedad de ser un ancla para la vida, como se percibe Enna, permite que siga a flote mientras el avance de la vida revela su crudeza. Estima, además, que para resolver la historia es necesario un rostro y un nombre: entrever aquello que ha permanecido oculto entre los grandes atuendos familiares; identificar las deudas genealógicas y salir de los discursos fantasmáticos que interiorizamos como propios: navegar el sinsentido hasta pescar los términos de algún nuevo diccionario. “Trazo una línea de agua en la gaveta del ropero donde guardo las ausencias de mi padre”- expone en el poema “Señales de desprendimiento por heridas medulares”- agrega, también, que el aseo de dicho espacio limpia su memoria. (Osorio Montejo, 2024, p.61). Sobre esto quisiera rescatar una idea de la psicoanalista Anne Dufourmantelle de su libro “Elogio del riesgo”; según la autora francesa la infancia presente en nosotros, para la edad adulta, no tiene nada que ver con la infancia del rememorar, es decir, con aquélla que hemos acunado interiormente y a la que hemos vuelto a dibujar un contorno falsificando el ambiente y reescribiendo la cronología con la ayuda de álbumes fotográficos y narrativas parentales.
En su opinión, esta infancia no es tan complicada de retener, por el contrario, resulta un poco estorbosa, ya que suele reconstruirse de acuerdo a las necesidades culturales de la adultez. La forma que verdaderamente nos habita es esa experiencia de pura intensidad: una rara droga que, una vez que la probamos, cuesta trabajo olvidar. Dufourmantelle (2021, p.212) la describe como una carga de espíritu que proporciona una ligereza comparable a la de la ebriedad o a la de una creatividad intacta: una puerta de tan difícil acceso que es equiparable a un secreto de estado. Desde esta dimensión haber sido niño es “haber esperado con todas las fuerzas que algo sobrevenga”, sobre todo si hemos sido un infante maravillado, inconsciente, cambiante e indeciso: una creatura marcada por el caprichoso vaivén del desencanto y el asombro, aferrado a un sueño solitario que se confiesa y comparte con los primeros juguetes. Dicha experiencia no cesa de regresar a nosotros hasta restituir su fragancia y obsequiarnos la sensación de una noche sin fatiga.
En “La poética de la ensoñación” Gastón Bachelard (2011) propone que un exceso de infancia es un germen de poema, ya que toda ella debe ser inventada para reencontrarle por fuera de lo que explícitamente rememoramos. A partir de esta filosofía, el poeta “vive en el claroscuro de su ser”, proyectando alternadamente un fulgor o una sombra sobre lo real que da un matiz inesperado a sus expresiones. (Bachelard, 2015, p.69). A propósito de esta construcción ficcionada Dufourmantelle (2022) menciona que no hay un recuerdo intacto, exceptuando las veces en las que, en un deslumbramiento poético, nos es restituido un momento perfecto de la infancia; de esta forma, el fondo indómito de la memoria no siempre es un sitio hostil, ya que- como dijera Enna- guarda soles en el abismo o formas del encuentro.
Para alumbrar la hora extraordinaria nuestra poeta encaja sus ojos en las aguas inclementes; traza galaxias inéditas-que parecen telarañas- y en cada inmersión es consciente de perder la vida que conoce. De cierto modo se sabe sin el constreñido impacto de la identidad. Mientras contempla las representaciones imposibles en esta fila de recuerdos, va observando siluetas conocidas al filo del desplome. Se promete surgir entre ellas sintiéndose aire, calcula volver cuando la tierra se asiente y la humedad vaya hinchando la memoria. (Osorio Montejo, 2024)
Volviendo a la perspectiva de Anne Dufourmantelle podemos cavilar que los seres humanos somos náufragos extraviados en islas del tamaño de la infancia. Este raro territorio, en aparente insolación, es una barquilla suspendida a la espera de que ocurra algo cuando todo es posible aún. La decepción paulatina, por su parte, sería “la posibilidad de un tropiezo contenida en cada suceso y en la loca esperanza que había suscitado en nosotros”. Y es que experimentar la decepción, desde su perspectiva, supone el haber creído en un mundo mágico con varitas de hadas y cielos que alojaban dragones o criaturas fantásticas; aunque también haber jugado el juego con todo y el riesgo que conlleva la pérdida: haber fallado en el cálculo sin arrepentirnos por creer en él. (Dufourmantelle, 2021, pp. 101 y 102)
Pienso entonces que una cosa terrible, de esta edad terrible con la que Enna titula su poemario, es advertir que la decepción pertenece a la infancia más que a la adultez, ya que el niño es constantemente desengañado y confrontado en sus creencias. Lo conmovedor se expresa en que, a pesar de todo, el infante persiste en un estado natural de esperanza, como si fuera un soldadito valiente. Este niño es capaz de recomponerse, aunque su desazón sea de una amplitud inimaginable para los mayores. Lo que marca la infancia es un movimiento de “caída repentina, vertiginosa, fuera del mundo seguro”, aunque también una falla que revela bruscamente, en el paisaje desconocido, alguna línea ignorada puesta al desnudo. Sobre la decepción del infante Dufourmantelle (2021, p.102) señala lo siguiente:
“Es ese monstruo muy suave que lo traga y lo vuelve a escupir del lado de la oscuridad, sin apoyo dónde encontrar el sueño; basta con una promesa olvidada para que todo un muro de su vida se derrumbe, sin que nadie preste atención a tal hecho”.
La traición “reabre” los abismos de la infancia: justo cuando eso que creíamos más cercano y amado se revela “brutal”, “indiferente” o “malvado” (Dufourmantelle, 2018, pp.105 y106). Pese a todo, es en los escombros, donde aún respira el niño que ha llorado, el espacio en el que empieza a construir una lengua secreta para levantarse un refugio, ya que la disposición a la decepción es una reserva intacta de lo imaginario que permite amansar lo real y alojar un horizonte de espera (a menos que se quiebre al pequeño con una violencia inaudita). En el “El caballero que cercó los cerros”-del poemario “La edad terrible”-podemos observarlo; rescato un fragmento en concreto:
“Soy todo lo que se olvida
por eso levanto un muro
de recuerdos
contra oquedades”
(Osorio Montejo, 2024, p.67)
Se dice que la infancia es un paraíso perdido, “pero no por pérdida de la inocencia, sino por acceso a un arte de la contradicción” expresa Jorge Pech (12 de septiembre de 2024) en un artículo para la revista Morfema Cero dedicado a “La edad terrible”. Retomando el tópico de lo acuático para Israel García Reyes (1 de septiembre de 2014), y para muchos de los que conocemos a Enna en un plano más íntimo, estamos frente a una sobreviviente de numerosos naufragios a la que la vida misma le ha ofrecido el ahogamiento por premio: a veces con las aguas de una enfermedad corporal, en otras ocasiones con las mareas del trastorno psíquico o los estragos de una oleada de duelos. No obstante, como buena rebelde, jamás se ha hundido por completo en la tribulación del cáncer ni de los diagnósticos psiquiátricos. Lo que sí es un hecho es que Enna se ha zambullido con agudeza y convulsa curiosidad en la retórica del lenguaje. De esta forma la sabemos inmersa en la filosofía, la literatura e incluso el psicoanálisis. Es por ello que le creo cuando dice: “Mi boca tiene la perla/que depura el habla” (Osorio Montejo, 2024, p.15)*2
*1 Comentario de Siegrid Wiese, del 26 de agosto de 2024, en la red social de Facebook.
*2 En el poema “La molienda” llama la atención que Enna se visualiza como una vela abandonada en el altar y como una canica que ha rodado lejos para perderse entre la hierba. Acorde a Bachelard (2015, p.16) “la vela es el astro de la página blanca”, del gran desierto que ilustra la soledad del pensador. Y aunque sea un elemento lábil y sin masa, resulta un recurso consistente porque promueve el ensueño, siendo uno de los máximos productores de imágenes que impone la intensidad de metáforas a los más diversos dominios del pensamiento. La vela abandonada en el altar, de la que habla Enna- y específicamente la llama que su cáliz emite, bien pudiera equipararse a la voz del poeta que lo exilia de su entorno. En palabras de Bachelard la llama “cruje”, “gime” y es “un ser que sufre”, avanza a ritmo precario y vacilante, sin embargo, tiene una muerte y nacimiento fáciles.
Tomado de https://morfemacero.com/
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