La soledad que nos une

La soledad que nos une

Tomado de Ethic.es

El hueco de una vasija vacía es lo que le permite que pueda contener otra cosa, lo que hace que pueda llenarse de algo. La puerta es una oquedad que da acceso al hogar para que pueda ser habitado. El silencio entre las notas de un pentagrama es el tiempo que admite la emergencia de un nuevo sonido. La atención al escuchar a alguien hace que emerja la palabra apropiada en el tiempo apropiado. La pausa en la respiración es lo que sostiene la vida. El hueco no es privación, es oportunidad.

Nuestro momento histórico obstruye ese valioso e indispensable espacio de la posibilidad. La grieta que favorece el acontecer de lo inédito o de lo inesperado se tiene por amenazante porque, desde un punto de vista productivo, la pausa es considerada como una forma de rebelión u olvido –ante los omnímodos tentáculos del poder–. Quien pausa su acción detiene, a su vez, su sometimiento. Quien pausa su acción resulta una amenaza. La culpa laico-productivista contemporánea reside en ese dominio a través de la compulsión y la hiperacción: hagamos sentir infractor y faltoso, hasta que se encuentre desplazado y marginado, a quien frena o dilata sus tiempos. Que nadie caiga en la cuenta de que empujamos a los individuos a existir asfixiados en su propio frenesí. A permanecer tristes y aislados.

Nuestra interioridad nos ha sido expropiada al servicio de un difuso y muy atractivo totalitarismo que nos mantiene entretenidos al precio de vivir encadenados al afuera y sofocarnos por dentro. Desde pequeños, niños y niñas son educados, es decir, con-formados para llenar de actividad(es) cada instante y para colonizar cualquier espacio y cualquier tiempo. Para no parar. Para no poder ni querer parar. También sucede en los adultos y en las personas más mayores, impelidas a «no quedar atrás» en la adaptación a un modo de vivir que, a fuerza de tener que ser funcionales, nos desvive; que se tiñe de progreso cuando sólo es desacompasamiento –de lo natural, de los ritmos constitutivos de la vida–. Nuestro yo se atiborra de emociones, estímulos, actividades, de vacuos y alienantes entretenimientos. Cuando ese yo ve suspendido su atareado trajinar en un casual receso, queda expuesto a la intemperie de su soledad, y entonces asoma un miedo endémico: el pavor a permanecer a solas con nuestra propia mismidad.

Un vivir que carece de interioridad se traduce en una existencia fácilmente manipulable y administrable

No resulta casual. Un vivir que carece de interioridad se traduce en una existencia fácilmente manipulable y administrable, gestionable –como invitan los gurús de la dictadura felocifoide: ¡gestiónate!, ¡sé funcional y adaptativo!–. Donde no hay recogimiento ni posible trato sosegado con nuestro yo sólo resta la más desnuda reactividad. La estimulación permanente es uno de los goznes sobre los que bascula la actual estructura del poder emotiocrático: mantenernos cautivados y distraídos, con nuestra atención volcada sin descanso hacia un incandescente afuera, evita nuestro encuentro con nosotros mismos y con los otros, y, con ello, se cercena la vertebración de una acción en libertad, de una acción responsable. Se coarta la posibilidad de que el yo dialogue consigo mismo. La libertad queda reducida a una ficción convenientemente administrada: elige la manera de entretenerte entre los miles de estímulos que pongo a tu disposición –para que jamás se extinga tu enajenación–. El control se instala en nuestras entrañas, que hablan por boca del poder: me aburro, no tengo tiempo, voy a revisar mis redes, esto no me aporta nada, me pongo algo de fondo, vivo pegado a mis auriculares, a ver si hay nueva notificación en mis redes, quiero más, necesito parar pero ya lo pensaré en otro momento, dos notificaciones nuevas, qué bien. El poder nos habla desde dentro. Desde nuestros adentros. Somos el poder diciéndose, ejecutándose a sí mismo.

Una atención continuamente dispersa acaba por enfermar cognitivamente. Se agota la paciencia cognitiva, se precisan continuos estímulos y un tiempo corto entre la aparición de la expectativa y el cumplimiento de esta, y es así como se suprime la espera, la víspera, la dilación. La atención se ahoga. Esa merma de nuestra inteligencia y capacidad atencional incide directamente en nuestra relación con el poder: al no poder adueñarnos de nuestro foco atencional, sólo hay obediencia automática, sumisión inconsciente, reacciones previsibles –y, por supuesto, rentables para quien comercia con nuestra atención–.

El individuo sobreestimulado es un yo domesticado. Un yo que carece de mismidad porque no puede estar a solas consigo mismo y, por extensión, tampoco presupone una interioridad en el otro, con quien no se relaciona, con quien únicamente comercia. No se le permite esperar ni demorarse, se le ha vedado esa posibilidad. María Zambrano lo vaticinó en un texto muy poco conocido (1940, Isla de Puerto Rico, en el capítulo «Principios y persona humana»): explicaba la filósofa veleña que «en el fondo de todo totalitarismo está el terror del hombre a su soledad. La criatura totalitaria, infinitamente aterrorizada, se esconde de su propia soledad». Este sujeto está «enmascarado, replegado, no sobre sí, sino hacia fuera. Hacia un fuera que ha quedado también vacío». Y concluye Zambrano: «Vacío de adentro y de afuera que le exasperan».

Nuestra atmósfera saturada de estímulos revela ese terror radical: se huye de la soledad porque es el espacio donde el yo apela al yo sobre su propia responsabilidad, sobre su hacer, sobre el ejercicio de su libertad. Ejercicio al que nos han desacostumbrado. No se trata de un miedo meramente privado, sino público y colectivo, y provocado, por paradójico que resulte, socialmente: como todos temen su soledad, se educa (se con-forma) para no poder soportarla, para depender del constante ruido, para externalizar nuestra existencia y colmarla de vacuos entretenimientos y veleidades comerciales.

Este totalitarismo tan atractivo y difuso hace imposible la comparecencia del silencio. No nos amenazan con castigos, sino con una culpa interiorizada alimentada por la presión laico-productivista que nos empuja a sentirnos infractores cada vez que osamos enfrentarnos al imperio de la hiperacción y la compulsión. La obediencia hiperactiva se ha hecho costumbre, la sumisión es ya hábito invisible; más aún, indetectable.

Atreverse a habitar la propia soledad es un acto de rebelión y disidencia, un ejercicio de militancia cognitiva y social

Atreverse a habitar la propia soledad es un acto de rebelión y disidencia, un ejercicio de militancia cognitiva y social, de honda transformación individual y comunitaria. Pero, lo diré sin tapujos (recordando a Aristóteles en los libros de la Ética a Nicómaco que dedica a la amistad), la soledad no puede sostenerse en el aislamiento al que nos han sometido: disfrutar y enriquecerse de la propia soledad, sin temerla ni evitarla, requiere del encuentro con otros que, como nosotros, han sido privados de su interioridad. La comunidad no suprime nuestra mismidad, más bien la protege: nos permite re-conocernos, sostenernos y tolerar la mutua fragilidad.

Explica Plotino (Enéada IV, Trat. IV 9) que «simpatizamos» por «la unidad del alma», porque somos uno, aunque nos han hecho sentir solos, disgregados, errabundos y desesperados. Somos «soledades en convivencia», en expresión de Zambrano. O Cioran, más contundente: «Cuando a alguien damos la mano, dejamos en ella parte del peso de nuestro cuidado. Y no es de alegría, por pura alegría, por lo que la estrechamos, sino por complicidad entre dos soledades» (Breviario pasional). Sólo es plausible practicar plenamente nuestra libertad allí donde podemos y deseamos habitar nuestra propia soledad, empleándola, a su vez, para encontrarnos con otros –que también la habitan–.

Tomado de Ethic.es