El pasado martes 23 de septiembre, el presidente de Estados Unidos de América (EUA), Donald Trump, dio un discurso artero en la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que (como es su costumbre) pasará a la historia por su nivel de injuria y por estar atiborrado de mentiras, humillaciones y hasta amenazas a los países del mundo. Ahí, el deleznable personaje acusó nuevamente a Venezuela de auspiciar al narcotráfico, y planteó: “recientemente hemos comenzado a utilizar el poder supremo de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos para destruir a los terroristas y las redes de narcotráfico de Venezuela lideradas por Nicolás Maduro”, y amenazó seguir por el mismo camino de intervencionismo.
El discurso prosiguió con una nueva negación del calentamiento global, planteando que es una “estafa” que no hay que seguir, y también se jactó de su apoyo a Israel en el genocidio contra Palestina, “justificándolo” una vez más como una “lucha contra el terrorismo”.
Además, el magnate presidente aseguró que las personas migrantes representan un peligro para el patrimonio del “mundo angloparlante”, y se ufanó de las medidas inhumanas adoptadas por su administración, al mismo tiempo que llamó a Europa a replicar su postura, y acusó a la ONU de “financiar un ataque contra los países occidentales” y promover la migración. En ese mismo sentido, Trump remató con que “es hora de poner fin al fallido experimento de las fronteras abiertas. Tienen que acabar con él ya” y “sus países se están yendo al infierno”.
No es que el discurso de Donald Trump haya provocado una crisis en la ONU, más bien, es al revés: porque la ONU está en crisis es que Trump puede hacer un discurso tan artero como el que dio, atiborrado de mentiras, injurias y hasta amenazas. Aquel discurso fue una humillación degradante hacia la tribuna de las Naciones Unidas y hacia la tradición de paz mundial. En su egolatría, Trump pisotea todos los principios de derechos humanos y se vanagloria de que puede hacerlo sin que nadie le presente oposición efectiva. Incluso, aunque hubo quienes se abstuvieron de aplaudir al final de su intervención, aún así, también hubo quienes sí lo hicieron.
La fanfarronería trumpista quiso hacer ver que la ONU no tiene capacidad de detener o tan siquiera aminorar su belicismo, su discurso de odio y su proyecto neofascista que pretende restaurar el auge del imperialismo estadunidense sobre la base de la coerción y la imposición. En pocas palabras, la burla trumpista pretendió encaminarse a decir que la ONU no podrá detener al nuevo emperador.
Obviamente, su intención es resguardar la salud del capitalismo mundial y dejar bien claro que esas clases prefieren que la vida del planeta se destruya antes que aceptar el decrecimiento como mecanismo para detener el colapso climático. La paz no es más que un estorbo para el capital y la ONU ha quedado en evidencia como un muñeco que puede ser tratado como lo decida el emperador porque en el fondo, el funcionamiento de ese organismo se basa en el poderío de las potencias que dominan el Consejo de Seguridad. La crisis de la ONU se relaciona con la extrema fragilidad del secretario general y de la Asamblea General ante el poder de las grandes economías capitalistas. En el Consejo de Seguridad un país puede ejercer su veto por encima de la voluntad de cientos de otras naciones que se limitan a ser observadoras testimoniales.
Tal y como lo han planteado Luíz Inácio Lula Da Silva y Gustavo Petro, para superar la crisis de la ONU se requiere una reconfiguración profunda. Ello implica la necesaria disolución del Consejo de Seguridad y dotar a la Asamblea General de un nuevo poder de dirección en el que cada voto de cada nación valga exactamente lo mismo. En pocas palabras, es necesaria la democratización de la ONU, ya que la concentración de poder en unas cuantas potencias mundiales proviene de un esquema obsoleto, herencia del orden mundial de los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial.
El discurso de Trump pasará a la historia por su contenido supremacista, racista, coercitivo e imperialista. El país que intentaba convencer a todos de que era la cuna contemporánea de la democracia ha descubierto su trasfondo autoritario. Frente a eso, la ONU, es decir, los países del mundo, pueden optar por seguir siendo observadores pasivos o se convierten en sujetos activos que transforman la política internacional y defienden la vida, la paz, los derechos humanos. Así se podría poner freno al colapso ambiental que se encuentra encima y al genocidio que ya se ha convertido en el gran desafío de nuestros tiempos. O dejamos que EUA se hunda solo o nos hundirá a todos y todas.
Pablo Carlos Rojas Gómez*
*Doctor en ciencias políticas y estudios latinoamericanos. Investigador del Programa Universitario de Estudios sobre Democracia, Justicia y Sociedad (PUEDJS-UNAM).
Tomado de https://contralinea.com.mx/feed/
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