La muñeca y la cerilla | por Alberto I. Gutiérrez

Nada relevante, nada sublime ha ocurrido en el interior de un supermercado. Creo que alguien me lo dijo en una ocasión, o quizás es algo que he inventado, ustedes saben, una idea repentina sacada de la manga. Sin embargo, ayer por la noche, mientras hacía las compras y mi carrito del súper se iba llenando de enseres, alimentos, golosinas y artículos varios, sucedió algo extraordinario. Escuché a una niña pedirle una muñeca a su madre, y ésta última se negó a cumplir con el capricho, aunque la forma en la que rechazó dicha petición, fue algo bastante alejado de las fórmulas tradicionales.

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Pretty young mom and toddler girl playing with a puppet doll toy in a baby care shop.

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Una joven madre y una niña pequeña jugando con un muñeco de guiñol en una tienda de artículos para bebés.

Resulta que, tras hacer su petición, la madre le respondió a la niña que ella ya contaba con una muñeca que se encontraba en buenas condiciones, que no tenía sentido tener otra, para después secundar el argumento con una pregunta que parecía estar fuera de contexto, completamente ajena al guion. La señora le preguntó a la niña si le gustaban las altas temperaturas, la sequía y el calor. La pequeña, sin pensarlo más de dos veces, le contestó que lo detestaba, que era una sensación verdaderamente terrible, molesta e insoportable, y añadió que los últimos veranos se habían convertido en un verdadero calvario. Fue entonces que la madre le explicó que comprarle aquel artículo sería una contribución minúscula al incremento de la temperatura planetaria. También le hizo saber de los efectos de la quema de combustibles, la producción y cuanto proceso logístico se le vino a la mente en ese momento. En resumidas cuentas, un infierno habitaba discretamente detrás de aquella muñeca del supermercado.

Una vez finalizada la intervención de la madre y puestas sus razones sobre la mesa, pude ver cómo la niña fue cayendo en cuenta de que el consumo, más bien, el sobreconsumo, tenía la capacidad de poner al mundo de cabeza, de hacerlo hervir y de volverlo aún más insoportable de lo que ya es. La verdad es que después de escuchar aquello, no supe muy bien qué pasó con ellas, si hubo una réplica o no, pues yo me alejé para hacer lo propio: aligerar mi carrito del súper buscando remover lo accesorio, lo superfluo, para abocarme estrictamente a lo necesario. Para cuando llegué a la caja registradora con 13 artículos de los 27 que tenía contemplados inicialmente, no podía dejar de pensar que sin querer había atestiguado un momento único, el cual me había llevado a plantearme que ser despilfarrador es algo ridículo, y en una de esas, la máxima expresión de vulgaridad que existe.



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Tomado de http://Notaantrpologica.com/