Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Pues que el lugar celebra sus fiestas. Y como narrativamente Ivêtot, aquella diminuta población normanda, vale lo mismo que Constantinopla, la gran metrópoli, porque según Gustave Flaubert hay tantas historias para contarse en un sitio como en el otro, las fiestas de este pueblito resultaron tormentosas.
Los pueblos tristes tienen muchas fiestas. Los indígenas, por ejemplo, son hieráticos y solemnes en las suyas tan abundantes, y salvo quienes se embriagan o los niños, los demás invitados siempre parecen estar aburridos. Aquí no pasa eso, en esta latitud central.
La guerra de las reinas es una muestra. Dividió en tres a las fuerzas vivas presentes en el palenque del pueblo. Tres barbininfetas de los Altos de Jalisco, zona de gran belleza femenina, desfilaron en traje grupero-cachondo-vaquero delante del micrófono. Vaya que eran bonitas y absolutamente bobas.
Pero ello no desanimó a nadie, antes al contrario. Entonces tocó el turno de hablar a la candidata A, una interesante trigueña.
—Ay, pues gracias. Sabe si voy a ganar, pero estoy bien emocionada.
Siguió al micrófono la aspirante B, una linda rubia.
—Ay, pues gracias. Sabe si voy a ganar, pero estoy bien emocionada.
Terminó la ronda a cargo de la postulante C, una sensual morena. —Ay, pues gracias. Sabe si voy a ganar, pero estoy bien emocionada.
El público rugió. Los bandos de cada una hicieron alharaca en serio y el animador calentó los ánimos. Luego salió a escena una banda grupera ruidosa que tocó y cantó en la clave desafinada propia del género. Mientras tanto, afuera del palenque y alrededor del pueblito circulaba la cruda realidad.
El poderoso caballero don Dinero mandaba en las cosas. Es curioso, las fiestas generan cantidad de plata porque la demandan. O sea: los coches eran abiertos para hurtarles los estéreos, algunas casas rurales estaban siendo robadas, el ahorro de las monjas fue sustraído, y quién sabe cuántos latrocinios y raterías más se cometieron por ahí, pues casi ninguno acostumbra hacer la denuncia.
Para apostar en los gallos hay que llevar dinero, para beber en la plaza con los amigos y traer al mariachi detrás también, para ligarse a una morrita y pasearla no se diga, o para lo más esencial: comprar coca y drogarse. Y beber. Y drogarse. Y beber. Todo cálculo criminológico debería tomar en cuenta la duración máxima de una parranda así en el ánimo de conocer los ciclos de la delincuencia asociada a la cocaína con alcohol.
—No, amigo, esos prójimos tan facinerosos no son del pueblo. Vienen de mero afuera para hacer sus maldades —explica muy a gusto a quien lo cuestiona el darthvaderiano comandante de la policía municipal, cuyas fuerzas públicas, también vestidas de negro y en traje de comando como garridamente lleva él mismo, se apiñan con cara de odio y armadas con armas largas sobre camionetas inmóviles afuera de la céntrica oficina policial.
Lo que vigilan, si acaso, es la vibrante cantina al aire libre que se instala casi todo el mes durante las fiestas, con permiso municipal producto de usos y costumbres, una fiesta etílica-coca donde las madrizas y los pleitos se suceden como si la violencia fuese una sustancia atmosférica que luego se instala en esta mesa y después encarna en la de allá. Si uno no sabe a dónde irán las golondrinas, menos puede saber a dónde irá una sociedad predominantemente compuesta por jóvenes que suelen intoxicarse tan obsesivamente así.
—Convénzase, ingeniero, vivimos en un nuevo medioevo, qué caray. Pero mire, ya van a salir de nuevo las niñas.
Los viejillos alteños, todavía con prestancia, fueron a mirar el concurso y a celebrarlo. Andaban de criminosos aquella noche de carne fresca en competencia el ingeniero y el boticario. Dos nostálgicos del pasado y las presas más conspicuas de las barbininfetas, porque habrían sido los últimos en merecer la atención de ninguna. Además ni la interesante A, la linda B o la sensual C llevaban parentesco con ellos. Podían opinar los dos de cualquiera de las tres gracias con lujuriosa libertad.
Cruzaron una estreñida apuesta de cincuenta pesos: los dos eran ricos de a bola pero tacaños como el país alteño mismo, de clima duro y tierra pobre. El ingeniero jugó por la aspirante C y el boticario lo hizo por la pretendiente A. Fue ella quien inició la fase última del concurso al bajar vestida de noche por una pasarela envuelta en hielo seco y rodeada de verdosas luces.
El público —un sector de él intoxicado, otro gritón, otro lascivo y otro ansioso— alentaba a más no poder la presencia de su candidata. La princesa trigueña A —mínimo cargo al que serían elevadas las dos morritas perdedoras— se colocó en un extremo de la tarima con un gesto de fastidio glamoroso. La blonda B se paró en medio con un gesto de fastidio glamoroso. La sensual C se quedó al lado de la segunda con un gesto de fastidio glamoroso.
El animador ponderó la buena belleza de las tres y el público alborotó por la de su preferencia. Al tiempo que el jurado resolvía el certamen, la banda grupera regresó para interpretar otro chirriante número musical norteñocharro. La expectación creció hasta el máximo con el anuncio en voz aterciopelada del animador: “Señoras y señores, tenemos reina del pueblo, pues. Les presento a su graciosa majestad B primera.”
Las protestas y los abucheos no se hicieron esperar. Como si la correlación de fuerzas bipolar estallara, los afectos a la señorita A y los propios de la C se dedicaron a escandalizar la decisión de los jueces, basados en lo evidente: si las tres lo merecían casi parejas, la ganadora un tantito menos que las dos discriminadas.
Muchos días se ha venido discutiendo el fallo en el pueblito, hasta más que la súbita y exponencial inseguridad narcomenudeica de las pasadas fiestas, reportadas en saldo blanco por la prensa local y los partes policiacos. El boticario y el ingeniero disputaron como suele ocurrir en estos lares.
—No, ingeniero, estamos chupando tranquilos y usted se desbalaga. Fue una tranza del grupo en el poder.
—Pues será signo de los tiempos, don. Pero debimos echarles mayor desmadre, qué carajos.
La atención no es otra cosa que poner en curso una preferencia restrictiva. ¿Qué más da que la inseguridad del narcomenudeo también provenga del dinero, razón justificativa, juran las malas lenguas del pueblito, para negar el reinado a la más interesante o a la más sensual de las concursantes? Así que al hablar de lo secundario, las barbininfetas, se mienta lo principal: cómo los tiempos ya son otros y la inseguridad campea en ellos. Platicar de que no hay lugar donde la historia no toque las puertas y hasta en algunos las desencaje, tal cosa por sabida se calla y por amarga se silencia.
—No puede andar uno nada más fijándose en las chingaderas.
—No, ingeniero, faltaba más: ¿para qué hacerse desgraciado antes de que a eso haya lugar?
Tomado de https://morfemacero.com/
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