El hito de nuestra década es el progreso tecnológico, así como la bandera de Occidente que señala el punto álgido de la civilización. En lo más reciente, nos encontramos con las inteligencias artificiales que han irrumpido en nuestras formas de vida para transformarlas irreversiblemente, casi ligadas a la ambición de superar lo humano, de ejercer una corrección en nuestra naturaleza errática y azarosa. Es esa voluntad de domar en base a presentar la perfección divinizada la que hereda la modernidad.
Se nos ha bombardeado con la idea de que debemos evolucionar como si de una carrera de fondo se tratase, y nadie quiere llegar el último; rezagarse significa renunciar al estatus o a las “comodidades” de esta nueva vida. Pero no se nos advierte de que al llegar a la meta sentiremos vacío, que esa ligereza en el frenesí de la competición nos era el precio a pagar por desligarnos de lo esencial. Que tenemos que navegar en la corriente de la novedad para llegar a la industrializada Ítaca. Hemos cambiado, y nuestros ritmos también lo han hecho. Se nos incentiva a la rapidez, y el placer debe estar presente en cada instante. Las esperas, el intermedio que anticipa una nueva puesta en escena, ha sacrificado su belleza anhelante por sumergirse en las infinitas representaciones de TikTok y Facebook. Ya no hay contemplación, pues vivimos en el tiempo de la inmediatez. Nunca vamos a estar satisfechos, puesto que no tenemos deseos únicos gestados en nuestra individualidad, sino una necesidad patológica de diversión que no puede ser saciada.
No se nos advierte de que al llegar a la meta sentiremos vacío, que esa ligereza en el frenesí de la competición nos era el precio a pagar por desligarnos de lo esencial
Hemos abandonado ese noble ideal del sacrificio por el beneficio, de recorrer el camino como parte sustancial de la experiencia. Nos hemos amansado ante los premios, y aún tiene más gravedad cuando reparamos en que todo ese jolgorio de entretenimiento no lo hemos elegido, sino que algoritmos y empresas nos lo han presentado como un remanso paradisiaco. ¿Quién lo diría? Cuando el paraíso es para ser contemplado, no consumido. En la demora del sol escondiéndose una tarde de agosto por los campos sembrados reside su belleza, y en la unicidad de una luna llena cada mes su aura mágica. Se trata de la irrepetibilidad de cada momento y la fuerza de cada instante.
Es cierto que el cambio es el motor indiscutible del mundo, y que no podemos arrinconarnos en la añoranza de un pasado idealizado; está más que claro. No se trata de un rechazo reaccionario a la novedad, sino de reivindicar fervientemente el factor humano. Por amor, un amor que se dilata en el tiempo y del que somos dueños, un amor que no tiene valor de cambio. Es ya sabido que ni el reducto de la cotidianeidad escapa a la esfera cibernética y que nuestros afectos caen en la misma red que nuestra atención, pero que trascienda al plano virtual no implica que se disuelva en lo material. Nuestros esfuerzos deben dirigirse a que lo tecnológico no sustituya a lo humano, no se trata de una contienda contra las máquinas, sino de salvaguardar lo esencial, pues ya lo anticipaban los griegos: solo donde hay imperfección hay virtud.
Nuestros esfuerzos deben dirigirse a que lo tecnológico no sustituya a lo humano, no se trata de una contienda contra las máquinas, sino de salvaguardar lo esencial
Estamos rodeados de infinidad de contenidos, de productos dispuestos a nosotros, que en su abundante multiplicidad nos destierran a la indiferencia. Vivimos en la época de las verdades reveladas, donde la búsqueda ya no importa. Y en esta tesitura, ¿qué lugar ocupa el pensamiento humano? No se le permite existir ni reproducirse si se mutila con la sobreestimulación. Como decía Zambrano: “Cuando la realidad acomete al que despierta, la verdad con su simple presencia lo asiste”. No podemos dejar que el pensamiento se construya en base a la circunstancialidad, es decir, al algoritmo, porque en ese caso estaríamos desterrando nuestra potencialidad individual para continuar la estirpe de una idiosincrasia. Necesitamos de ese despertar offline para reafirmarnos en nosotros mismos.
Vivimos en el tiempo de la inmediatez, pero también vivimos a tiempo de reafirmarnos en nuestra capacidad vital, a tiempo de transitar la vida acompasados por nuestras emociones, a tiempo de vivir sin el tiempo, a solas con los senderos. Ya lo dejó escrito Machado: “Caminante, son tus huellas/el camino y nada más;/Caminante, no hay camino,/se hace camino al andar./Al andar se hace camino,/y al volver la vista atrás/se ve la senda que nunca/se ha de volver a pisar./Caminante no hay camino/sino estelas en la mar”.
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