La derecha iliberal y la mayoría imaginaria

La derecha iliberal y la mayoría imaginaria

Tomado de https://letraslibres.com/
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En esta época de verdades alternativas y palabras secuestradas, no hay nada más iliberal que la nueva extrema derecha que levanta la libertad como bandera. 

Han inventado una nueva libertad que, entre vivas y carajos a lo Javier Milei, parece más un berrinche de niños-adultos que no aceptan límites –a su voracidad, su egoísmo, su desprecio por los derechos sociales y laborales o por el medio ambiente–, pero, al mismo tiempo, exigen limitar las decisiones que toman los demás en su cama, con su cuerpo, en relación con sus afectos o sobre sus proyecto de vida.   

Son curiosos estos “liberales” (o “libertarios”, o como quieran llamarse). Quieren ser libres para “tomar unas cañas en el bar” durante la pandemia, pagar salarios de miseria a sus trabajadores o tratarlos como esclavos mediante “acuerdos libres” que no les quede otra que aceptar. Quieren evadir o directamente no pagar impuestos, depredar sin límites los recursos naturales, contaminar los ríos, golpear a sus mujeres (porque son “suyas”), comprar armas como si fueran caramelos. Y, al mismo tiempo, les parece inadmisible que una mujer decida abortar, que una pareja del mismo sexo quiera casarse, que una persona trans tenga su nombre y su género reconocidos en sus documentos y pueda (¡qué barbaridad, Señor!) ir al baño, o que los niños y niñas tengan acceso a la educación sexual integral en las escuelas. 

Esta nueva extrema derecha, en ascenso en distintas partes del mundo, amenaza los derechos de las mujeres, las minorías sexuales y otros grupos difamados que han osado ser libres –y lo hace, como parte de su propaganda, en nombre de la libertad. Intentan disfrazar su concepción totalitaria apropiándose de esa libertad tan noble y adoptando un cínico papel de víctimas. Para ello, retorciendo la lógica más básica, dicen sentirse oprimidos en su libertad por las libertades ajenas y se presentan como portavoces de una supuesta mayoría silenciosa que sufre la dictadura de la “corrección política”, el wokismo y las élites culturales progresistas que amenazan a “la familia” y los “valores tradicionales”.

En su ilimitada vocación de poder absoluto, mientras desmontan la democracia pieza por pieza, se presentan ellos mismos como sus últimos defensores: idealizando un imaginario pasado glorioso (“Make America Great Again”), personajes como Trump, Orbán, Le Pen, Meloni, Abascal, Milei o Bolsonaro dicen representar a las mayorías que quieren recuperarlo, hartas de este presente de penurias económicas y sociales –esas sí, reales– que la democracia no ha sabido resolver, pero también del feminismo, el destape gay, la inmigración y otros males de una supuesta “dictadura progre” que los sofoca y no les permite ejercer sus privilegios. Es curioso: la retórica de estos supuestos defensores de la libertad cada vez se asemeja más al del dictador Vladimit Putin y los ayatolas iraníes: la “decadencia de Occidente”, ahora también como discurso occidental.

En los últimos años, ese discurso ha sido tan eficaz que a veces incluso la izquierda y los liberales lo repiten, aunque con otras intenciones, o a veces por cobardía. Desde la primera elección de Donald Trump, una idea peligrosa ha ganado adeptos: lo que está derrotando al progresismo es su defensa de las minorías. Se argumenta que la izquierda –en Estados Unidos, los liberales– debería volver a sus orígenes, centrarse en cuestiones sociales y económicas y no dar tanta importancia a demandas relacionadas con el género, el grupo étnico, el estatus migratorio, el color de la piel o la orientación sexual. 

Como si fuera incompatible hacer ambas cosas. 

Quienes repiten ese mantra han aceptado la retórica de la “mayoría silenciosa” y, para no contradecirla, piden a la izquierda que olvide estas cuestiones. Ahora, con la sorprendente vuelta de Trump a la Casa Blanca, varios magnates de las nuevas tecnologías de la comunicación y el entretenimiento que hasta ayer la iban de progresistas se han sumado a la “guerra cultural” neofascista y el costo, oh sorpresa, lo pagan mujeres, inmigrantes, personas racializadas y LGBTs (la izquierda, mientras tanto, se encarga de difamar a los judíos).

No es algo nuevo. Cuando Bolsonaro y sus aliados evangélicos, hace más de una década, inventaron la mentira del “kit gay” y la usaron para presionar al gobierno de izquierda a cancelar un programa contra la homofobia en las escuelas, en lugar de enfrentarlos y defender esta necesaria política pública, desmintiendo las fake news y explicando qué era el programa “Escuela sin homofobia” y por qué era tan importante, la presidenta Dilma Rousseff lo canceló y dijo que no permitiría “propaganda de la homosexualidad”, como si tal cosa fuera posible. Esa desafortunada frase, que parecía reconocer la existencia del “kit gay”, fue la primera victoria de la guerra de mentiras, de la “falsolatría”, como la llama el exdiputado y activista gay brasileño Jean Wyllys en su más reciente libro, así titulado. Vivimos en la era de los gobernantes falsólatras.

El discurso de la “mayoría silenciosa”, además de no ser democrático en sus propios términos, es mentiroso. Al contrario de lo que dice la extrema derecha (y algunos supuestos progresistas, como el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, que amenazaba con un plebiscito para probar que “el pueblo” estaba en contra del matrimonio igualitario) no hay una mayoría que quiera volver a los viejos tiempos cuando el lugar de la mujer estaba en la cocina, los inmigrantes no nos “invadían”, los negros conocían su lugar, las personas trans solo podían dedicarse al trabajo sexual y a nadie le parecía mal que las mataran, y los gays no solo no se casaban, sino que se quedaban calladitos en sus armarios, para que nadie los corrigiera por la fuerza. Los fanáticos de Bolsonaro, Trump, Milei y otros líderes fascistas son muchos y ruidosos, pero no son mayoría, ni siquiera entre sus votantes. La gente los vota por diversas razones, menos ideológicas, que en general no son las mismas de sus fanáticos. Pero la “guerra cultural” es clave para la extrema derecha, porque fideliza a su base más fanática, que le ofrece un piso electoral y activismo.

Veamos algunos números. 

En octubre de 2018 –balotaje presidencial–, una encuesta de Datafolha reveló que el 74% de los brasileños creía que la homosexualidad debería ser aceptada por la sociedad. Solo el 18% la rechazaba y el 8% no tenía opinión. Incluso entre electores de Bolsonaro, el 67% respondió que la homosexualidad debería ser aceptada.

En España, donde el partido extremista Vox también habla de la “mayoría silenciosa”, la Encuesta Social Europea de 2023 mostró que el apoyo a la adopción homoparental era del 82% (con 9,1% en contra). Según el Eurobarómetro de 2023 sobre la discriminación en la Unión Europea, el 87% de los españoles cree que gays, lesbianas y bisexuales deberían tener los mismos derechos que los heterosexuales. España solo es superada por Países Bajos (95%), Suecia (94%) y Dinamarca (92%), muy por encima de la media de la UE (69%). El 89% de los españoles dice que no hay nada malo en las relaciones entre personas del mismo sexo y el 88%, que el matrimonio gay debería ser reconocido en toda Europa. 

En Argentina, según Ipsos, el 81% también lo aprueba (el porcentaje más alto de América Latina). Muchas de esas personas votaron a Milei por otras razones (por ejemplo, la inflación y la situación económica), pero no creen que los gays sean pedófilos, que el cambio climático no exista, o que el feminismo sea una amenaza y se deba abolir la educación gratuita.

Las gigantescas movilizaciones de principios de año contra Javier Milei, cuando atacó a los homosexuales en su discurso en el foro de Davos y millones de argentinos salieron a las calles, diciendo que no aceptaban sus insultos ni aceptarían retrocesos en los derechos de la población LGBT prueban que la mayoría que imagina la extrema derecha iliberal no es silenciosa, sino fantasiosa. 

A veces somos mejores de lo que creemos.

Si los falsólatras tuvieran razón –si la mayoría pensara como ellos–, en lugar de hacernos ceder, ello debería comprometernos aún más a enfrentarlos hasta cambiar esa realidad, porque de ello dependen los derechos, la libertad y la felicidad de millones de personas. Como activistas, no bajamos los brazos.

Pero es bueno saber que no son mayoría. 

Que el mundo, con avances y retrocesos, es mejor que en el pasado.

Que la libertad es hermosa y no tiene nada que ver con lo que ellos gritan. 

Que no es gratuito insultar a los gays en un foro internacional. 

O a las mujeres, los negros, los inmigrantes, los indígenas o –del otro lado del arco político, pero con igual fanatismo- los judíos.

Que millones de personas pueden salir a las calles con nosotros y nosotras. 

Y que, además de seguir avanzando y defendiendo todo lo que hemos conseguido, sin subestimar las amenazas, pero también sin dejarnos asustar por ellas, podemos estar orgullosos de esta nueva época que, con mucho esfuerzo y lucha, estamos construyendo.

Tomado de https://letraslibres.com/