TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
Agripa II subió al tejado del palacio real en Jerusalén y se dirigió a quienes estaban en la plaza. No era tan querido como lo había sido su padre, Agripa I, pero representaba la última esperanza de los romanos para calmar por medios pacíficos el violento clima de insurrección que se vivía en la ciudad.
Suplicó a la gente que desistiera de su desafío al Imperio romano. Preguntó dónde estaba su ejército y su armamento, su flota para surcar los mares, el tesoro para financiar tales campañas. Apeló a la riqueza de los galos, a la fuerza germana y la sabiduría griega, todas ellas derrotadas por los romanos, y preguntó si los judíos eran más ricos, más fuertes e inteligentes que esos pueblos. La muchedumbre ignoró al príncipe entre burlas y amenazas y lo obligó a huir de la ciudad.
La respuesta a la pregunta de Agripa la conocían profundamente los revolucionarios judíos, lo mismo que el escritor iraní Reza Aslan, quien la cuenta en su libro El zelote. La vida y la época de Jesús de Nazaret, resultado de veinte años de investigación académica sobre el tema, escrito con excelencia narrativa y cuya condición de best seller número uno del New York Times no demerita su calidad.
Lo que inspiraba a los judíos para alzarse ante el poderoso invasor romano era el celo, aquello que el historiador Josefo llamó una “cuarta filosofía”: el inquebrantable compromiso de liberar a Israel del yugo extranjero, junto con una fanática insistencia en promulgar, aun a riesgo de la muerte, la existencia de un Dios único, el suyo, por quien habían sido designados como el pueblo elegido. De ahí el término zelotes, de celo.
La gran perplejidad que los judíos causaban a Roma tenía que ver con lo su incomprensible complejo de superioridad. Una insignificante tribu semita en un rincón del imperio exigía y recibía un tratamiento especial por parte del emperador. Séneca, el filósofo estoico, se preguntaba cómo era posible que “los vencidos hubieran impuesto leyes a los vencedores”.
Esa es la matriz cultural e histórica del humilde campesino judío que fue Jesús, nacido en la oscura aldea de Nazaret de la Galilea rural compuesta por modestísimas casas de adobe que después influirían al mundo. Su contexto era revolucionario, y en esa perspectiva judía escatológica Jesús era un zelote comprometido con la restitución del cuerpo mancillado de Israel y con la encarnación del mesías liberador.
Es aquí donde radica la condición inexplicable —metafísica o trascendente, como se le quiera llamar— de la metamorfosis de ese Jesús histórico y de su modestísima persona, uno más entre tantos autoproclamados mesías, en una manifestación directa de la divinidad, en un mesías apostólico y global que definirá el tiempo, la espiritualidad y la cultura occidentales a lo largo de dos mil años.
Ese Jesús, escribe Aslan, “el eterno logos del cual surge la creación, el Cristo que se sienta a la diestra de Dios”. El orden mitológico comienza a reanudarse y esta narrativa suprahistórica que construirá al Jesús evangélico debe mostrar el origen de lo divino, su advenimiento, en el lugar más pequeño y humilde de la valoración común, en un pesebre, en el rincón del rincón del rincón. Dicho origen de pobreza será determinante también para el mensaje político que las enseñanzas de Jesús contienen y para la conducción del cristianismo en su primera etapa por Santiago, hermano de Jesús, después de su muerte y resurrección.
La construcción de esta divinidad (“la verdad —escribe Guénon— es una y es la misma para todos aquellos que, por una vía cualquiera, han alcanzado su conocimiento”) requirió, como la construcción de todas las demás, la mano de los hombres, así el espíritu se apoyara en ellos para actuar.
Por eso hay varios desfiguramientos en esta cautivadora y grave historia, la más contada y representada en Occidente. Van de Egipto a Judea a través de Moisés, de los judíos a los cristianos, de Pablo el converso a Santiago el hermano. De los cuatro evangelistas a los evangelios apócrifos. De las pululantes sectas cristianas al Concilio de Nicea que establece el canon definitivo. De la clandestinidad de las catacumbas hasta la púrpura del Estado. Poéticas del conflicto en el reino del espíritu.
Al convertirse Jesús, el zelote galileo, en el Cristo trascendente, varios movimientos y prodigios han de suceder. El punto de inflexión de la metamorfosis radicará en la resurrección. Mediante ella Jesús se vuelve divino y origina la narrativa metafísica de los cuatro evangelistas ortodoxos, la cual se desarrollará teológicamente con Pablo, el judío convertido en el camino a Damasco, y dará lugar al canon cristiano. Y la trama de muchas pequeñas historias irán a confluir en ello. A fin de cuentas, toda cosmogonía es una literatura.
Marcos el evangelista relata algo que según Reza Aslan comenzará a cambiarlo todo. Mientras está hablando del reino de Dios en la sinagoga, Jesús es interrumpido por un hombre de espíritu inmundo, como refieren los evangelios, quien le grita: “¡Ah! ¿qué tienes con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el santo de Dios”. Jesús lo reprende, le ordena callar y manda al ente maligno salir del hombre. Cuando clamando a voces el espíritu lo hace, la gente se pregunta “qué nueva doctrina es ésta, que con potestad aun a los espíritus inmundos manda, y le obedecen”.
Esa nueva doctrina recién aparecida hará crecer la fama del predicador ambulante por toda Galilea. La gente vendrá para ver sus portentos más que para oír su mensaje, y gran parte de esos espectadores considerará a Jesús “otro hacedor de milagros ambulante y exorcista profesional” antes que un mesías liberador. Aslan recuerda que los romanos consideraban al Galileo como un falso pretendiente al reino judío, y que para los escribas y sacerdotes significaba un riesgo blasfemo contra el control del culto.
Los primeros que se harán cargo del trasvasamiento divino de Jesús en una heterodoxa interpretación del mesías son quienes Aslan llama “grupo de eufóricos ignorantes”: los apóstoles y sus primeros seguidores, que con la libertad autodidáctica y analfabeta de quien no sabe teología, más la intervención directa del espíritu —tal es la hipótesis—, fracturan el dogma monolítico judío y proponen algo que hasta entonces era un anatema y de golpe resulta un nuevo paradigma: este “hombre dios”. Así de inédito y descolocante.
Esteban, protomártir cristiano, proclama en su agonía el inicio de una nueva religión al mirar hacia los cielos y ver que Jesús se sienta a la diestra del Padre porque es de la misma naturaleza que él. Ahí termina la versión inicial de esta historia de un campesino judío, lleno de celo y nacionalismo, que temerariamente se rebeló contra la corrupta casta sacerdotal del templo y la opresiva ocupación romana, que fue crucificado y después de su muerte, ante su tumba vacía, “uno de sus partidarios osó sugerir que era Dios”.
El segundo acto del drama cósmico consiste en la construcción de ese traslado mesiánico, fundacional, que va de la tierra al cielo y de regreso a la tierra entre los hombres, donde deberá actuar el mensaje divino. Cuando Esteban fue martirizado cerca del año 35 de la era cristiana, en la turba que festejó su lapidación se encontraba un joven fariseo fanático, Saulo de Tarso, que unos quince años después del sacrificio del mártir, “devenido cristiano acérrimo” se convertirá con el nombre de Pablo y sin reserva alguna llamará Dios a Jesús de Nazaret.
El historiador pregunta cómo pudo haber sucedido algo así: un mesías fallido, muerto vergonzantemente como criminal de Estado, en unos cuantos años se transforma en Dios encarnado. La respuesta instrumental que da no resuelve el enigma: quienes vivieron con Jesús tuvieron un muy pequeño papel en la definición de lo acontecido, ninguno de los evangelistas lo conoció, tampoco el artífice Pablo, y la tarea de definir su mensaje quedó a cargo de judíos y gentiles cultos, urbanitas y grecohablantes. Lo que seguirá es el transcurso de la historia de Occidente.
La pregunta tal vez es de otro orden: no tanto cómo se hace una fe o cómo adviene una religión sino por qué. Dicen los sabios que lo sagrado, y en ello lo re-ligioso, lo que re-liga, es tan principial y básico que no es posible limitarse a las maneras en que se manifiesta porque lo sagrado reside en la naturaleza de la realidad misma. Es decir, que el sentimiento religioso no es un episodio de la historia de la conciencia humana sino una parte integral y constituyente de ella misma.
Religar, reelegir, releer. Lo sagrado y lo profano contiene una división artificial. El espíritu sucede, cambian sus formas nada más.
Tomado de https://morfemacero.com/
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