El laberinto del mundo
José Antonio Lugo
Un poema más de los dones
Gracias, Maestro, por el humano laberinto de sus efectos y de sus causas, y por la diversidad de las criaturas que pueblan su singular universo; por la influencia de su literatura en Marechal, Sábato y Cortázar; por su amistad con Xul Solar y Manuel Mújica Laínez; porque Usted, amante de los teólogos y de los heresiarcas, se convirtió en el «Dios del laberinto», como lo llamó Claude Simon; por haber escrito sobre Cervantes: ‘contemplaría, hundido el sol, el ancho / campo en que dura un resplandor de cobre; / se creía olvidado, solo y pobre. / Sin saber de qué música era dueño / atravesando el fondo de algún sueño / por él ya andaban Don Quijote y Sancho»; por haber demostrado que Borges y Usted eran distintas personas, por lo que sus lectores tampoco sabemos quien escribió sus textos; por no haber ganado nunca el Nobel, uniéndose así al selecto club de los mejores que nunca lo recibieron: Tólstoi, Proust, Joyce, Nabokov, Musil, Kafka, Pessoa; por haber escrito, Usted, a quien sospechábamos ajeno o lejano de las pasiones del cuerpo: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach»; por haber creado el mundo ideal de Tlön y la vasta enciclopedia Orbis Tertius, que inició el asalto de ese mundo en nuestra realidad; por habernos enseñado que la novela de aventuras era más objetiva que la novela psicológica; por haber sido el mejor lector de Berkeley; por convertir a la ceguera en una manifestación de la ironía de Dios, que le dio a la vez los libros y la noche; por habernos demostrado que la metafísica era una rama de la literatura fantástica; por crear una Buenos Aires mítica, llena de calles de esquinas rosadas; por habernos recordado las metáforas de las sagas nórdicas y la música verbal del Beowulf; por haber dado a todos los lectores una nueva madurez, la de saber que su lectura era parte del texto, como lo demostró en «Pierre Menard, autor de El Quijote»; por sus torpes declaraciones políticas, tan criticadas, que sin embargo escondían su desprecio por la fealdad de la realidad y su confianza en la belleza del arte y de los sueños; por haber escrito «Por el amor, que nos permite ver a los otros como los ve la divinidad»; por convertir al Universo en una suerte de biblioteca, al mismo tiempo atroz y maravillosa; por haber imaginado a Funes el memorioso y recrear en su memoria cada instante, cada segundo y cada latido; por romper las nociones del Bien y del Mal y hacernos ver que Judas siguió siendo el discípulo predilecto; por jugar con el Tiempo hasta romperlo, fragmentarlo o detenerlo; por haber pedido a Marguerite Yourcenar, en Ginebra, que fuera a ver un departamento y se lo describiera; por afirmar que la cópula y los espejos son abominables, porque multiplican a los hombres; por habernos enseñado a ver a los tigres con un asombro nuevo; por hacernos ver que un hombre es todos los hombres; por habernos demostrado que Homero era inmortal y que en el Aleph cabe todo el Universo; por haber querido a Alfonso Reyes; por convertir sus ensayos, llenos de citas falsas, en algunos de los mejores relatos jamás escritos; por suponer que el infierno y el cielo sólo son el espacio donde se proyecta un rostro, que será, para los réprobos, Infierno, para los elegidos, Paraíso; por preguntarse lo que Dios imaginaba al mirar a Judá León, después de crear el Golem; por recordarnos a Swedenborg, que conversaba con los ángeles en las calles de Londres; por la precisión infatigable de los prólogos que escribió a obras ajenas; por haber definido la amistad como un arte; por el amor que le tuvo a su madre, doña Leonor Acevedo de Borges; por los frutos de su amistad con Adolfo Bioy Casares; por las mujeres que amó y que le amaron; por su timidez y su discreta presencia; por su elegancia, virtud casi olvidada; por ser el más europeo de los escritores latinoamericanos y al mismo tiempo recordar a su patria, sentida en los jazmines o en una vieja espada; por soñar las épicas batallas en las que pelearon sus ancestros; por definir a la música como una misteriosa forma del tiempo; por su colección de bastones; por su amor por Schopenhauer y Spinoza; por amar las paradojas al grado de volverlas el punto de partida de su obra; porque su obra es en sí misma toda una literatura, con sus distintos géneros y sus distintos siglos, y al mismo tiempo es un laberinto y un espejo; por las miles de horas que miles de lectores le hemos dedicado, cómplices; por los íntimos dones que no enumera. Por todos esos dones, gracias, Maestro; gracias, Borges.
Tomado de https://morfemacero.com/
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