Garfios de mimbre

Garfios de mimbre

“Durante este tiempo he aprendido otro juego. Es íntimo y parsimonioso, yo llevo las cuentas de mis propias apuestas, una parte mía es roja y la otra azul. Ahora soy cuatro, ya no uno. Y es nuestro privilegio podernos decir: la...Tomado de https://morfemacero.com/

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

El delantero azul subió sin pausa. Escaló la pared y alzó el garfio de mimbre hasta más allá de lo que el límite físico permitía. Juntó las piernas para caer con la pelota en el regazo curvo de la cesta, miró hacia el frontis con la determinación del pirata en el asalto y lanzó la pelota como si su alma fuera en el envío. Y su alma fue. El golpe resultó tan seco que advirtió desde ya su dificultad para el zaguero rojo que entraba a cubrir la respuesta. La bola pareció desfondar la cesta del rival, su muñeca flaqueó al querer enfriar la rapidez quemante del proyectil embargado por la alegría y su cuerpo se arqueó en el impacto de una batalla colosal. “¡Quince-diez… azules!”, cantó una voz celebratoria detrás del guerrero caído, y un remolino de gargantas alzó sus coros para hilvanar la epopeya.

       Una semivuelta acompañó el saque franco pero colocado de los azules. Esta vez la pelota tocó apenas la pared frontal y bajó en picada muy cerca de la línea de fuera. El eco de su rebote envolvió el caprichoso giro que la puso lejos del alcance del delantero rojo —digno, diestro celebrante del error. “¡Dieciséis-diez… azules!”, vociferó el corredor de momios y la derrota me hizo un guiño burlón, tan habitual esa noche como las cosas que son descaradamente puras.

       En algún lance que siguió los rojos jugaron apostando al infinito. El zaguero multiplicó su fuerza solitaria, luchó en los callejones contra fuerzas endiabladas, colocó rebotes alcanzados en un suspiro y su voluntad mereció ser espléndida; el delantero hizo de la precisión una geometría de esquinas recalcitrantes, tapó los huecos como si estos fueran trampas que llevaran al abismo y empleó su brazo para dirigir relámpagos poderosos. De poco sirvió tal enjundia. Azul era la noche y azules los aciertos. “¡Veinticinco-quince!”, anunciaban los febriles corredores y los dígitos crecían para negar la desesperada belleza de la resistencia roja.

       Al fin cayó el último punto azul y el frontón fue un circo romano. Los victoriosos dedicaron una ovación cerrada, estentórea, a quienes habían enriquecido su bolsillo; los perdedores bajamos la cabeza y con nuestra parálisis despedimos a los guerreros rojos. Quien jugara como lo hacían los azules estaba más allá de triunfos que se resumían siempre igual: una mirada brillante y dominadora, el cuerpo engarrotado por los aplausos que lo envuelven, la cesta exhibida como el estoque de un torero pedante. La discreción de los rojos, en cambio, fue tan minuciosa como la verdadera elegancia: nadie la vio. Dejé las gradas cuando un grupo de pelotaris quinielistas entró a la cancha. No iba a arriesgar los pocos pesos que me quedaban en ráfagas de puntos azarosos y solitarios.

       Siempre he creído que la distancia de un frontón es inagotable: no la cubre un individuo aislado, apenas puede con ella una pareja, igual que con la vida. O igual que con mi vida: irreparable para mí solo, llena de quinielas existenciales, llena de derrotas inmerecidas. Es cierto, me había faltado una técnica depurada, había comenzado tarde en un juego que se empieza desde muy temprano, los envíos difíciles siempre excedían mis esfuerzos y los remates esquinados pasaban de largo por mi destino. A veces un genio inconstante me permitía jugadas asombrosas, pero nunca bastaban para remontar marcadores adversos, sólo para recordarme que así, precisamente así debía hacer lo que no podría: jugar bien y con soltura todos los juegos de mi biografía.

       Toc-toc-toc-toc. Los quinielistas golpeaban sin descanso el muro de mis lamentaciones, esa pared ciclópea del a-la-mejor-mañana, del con-un-poco-más de suerte, del estuvimos-casi-a-punto-de. Salí apresurado a la noche. No quería enfrentar ni mis deudas ni mis acreedores y me escabullí por una puerta lateral. “Regreso”, dije al portero cuando me miró inquisitivo. “Regreso”, le dije a mi orgullo cuando advertí que una vez más abandonaba mis compromisos por una puerta servil. “¿Regreso?”, le pregunté a mi sentido práctico al recordar que mis recursos eran tan insuficientes. Me guardé la respuesta por obvia y enderecé mis pasos a la casa de huéspedes donde entonces vivía. La ciudad aún no se guardaba del todo y caminé entre las líneas de su ansiedad. Toc-toc-toc-toc: mis pasos marcaban mis pasos. 

       Regresé después de unas semanas. Pagué mis deudas con alguna morosidad y cierto ánimo usurero. Corrompí sin mucho esfuerzo a dos o tres pelotaris, engañé a dos o tres corredores y tuve fortuna dos o tres veces. En ese punto dejé de apostar, aunque no por alguna demanda que mi moral hubiera interpuesto o de un nuevo rumbo que remediara mi precariedad. No. Hace muchos años que no acepto la guía de mis principios, tampoco los vuelcos de una lotería cotidiana que durante años sólo ha sorteado para mí el boleto de la fatalidad.

       Dejé de apostar porque el frontón cerró sus puertas. Un estúpido litigio entre su propietario —voraz, como todo aquel que acumula; porfiado, como todo aquel que es voraz— y los magos de las cestas de mimbre —confiados, como todos aquellos que no tienen otra cosa que a sí mismos; ingenuos, como todos aquellos que son confiados— me dejó huérfano de la totalidad. La única metáfora donde mi vida se escenificaba, el abrigo de mi intemperie, la querencia que transfiguraba mis pasiones y deseos nunca cumplidos, donde mi espíritu abandonaba su ánimo taciturno y mi imaginación veía milagros o derrumbes instantáneos, todo eso se perdía por una lóbrega clausura. Ese amor me abandonó, y me cifraba entero. Cuando un delantero escala las nubes o un zaguero detiene una centella el mundo cambia de condición: una mujer reza y alcanza la memoria, un niño recoge un higo y descubre la razón, un hombre comprende para siempre, un aciano dilata su paso por la luz.

       Ayer me contaron que el frontón abrió de nuevo sus puertas. Que los guerreros regresaron a la batalla y que los garfios de mimbre otra vez devoran relámpagos blancos. Que juegan cubiertos con un casco en la cabeza y que sus rasgos ya no muestran el agridulce esfuerzo de las bolas de fuego. Que para verlos hay que entrar de saco y corbata. No tengo ni lo uno ni lo otro y no los tendré para renunciar a mi nostalgia. Durante este tiempo he aprendido otro juego. Es íntimo y parsimonioso, yo llevo las cuentas de mis propias apuestas, una parte mía es roja y la otra azul. Ahora soy cuatro, ya no uno. Y es nuestro privilegio podernos decir: la vida comienza mañana.

       Toc-toc-toc-toc. Ahora nuestras cestas son de plata.

Tomado de https://morfemacero.com/