Estrategias contrahegemónicas en tiempos de autoritarismos reaccionarios

Estrategias contrahegemónicas en tiempos de autoritarismos reaccionarios

Tomado de https://vientosur.info/


Elon Musk, la persona más rica del mundo y figura en alza de la internacional reaccionaria, eclipsaba parte del foco mediático al mismísimo Donald Trump, al hacer el saludo fascista durante la celebración de la toma de posesión el pasado enero. Una reminiscencia neofascista como símbolo gráfico de un cambio de época sentenciado en la victoria de Trump y la derrota del neoliberalismo progresista (Fraser, 2017) encarnado en la candidatura de Kamala Harris. 

Una victoria que nos ofrece visos para contemplar de manera más clara el nuevo ciclo en el que hemos entrado conducidos por esta carrera hacia el abismo en la que se ha convertido la crisis sistémica del capitalismo. En este sentido, no deberíamos ver a Trump únicamente como el Frankenstein de los republicanos, sino como la expresión de un fenómeno, el autoritarismo reaccionario, que desborda las fronteras norteamericanas. Por ello, es fundamental analizar la victoria de Trump, no como un accidente en la política norteamericana, sino, de manera más amplia, como un fenómeno político producto del intento de estabilización de la crisis estructural del capitalismo (Urbán, 2024).

Estamos asistiendo a una auténtica restauración de un capitalismo salvaje donde las leyes del mercado están por encima de los derechos sociales. Un intento, en definitiva, de suprimir lo que Marx llamó “las victorias de la economía política del trabajo” para restaurar en su lugar la economía política del capital. Todo ello combinado, como no podía ser de otra forma, con la exaltación de un Estado fuerte y de la disciplina social, con su consiguiente hostilidad hacia muchas formas de mediación social (sindicatos, organizaciones sociales, etc.) y la articulación de un discurso ligado a la idea del orden social. En donde los aparatos estatales aparecen como la única posibilidad de salvación para el capital transnacional en el marco de la prolongada crisis estructural del capitalismo global. Aquí es en donde entra en juego el acelerado proceso de oligarquización y plutocracia, en donde los ultrarricos y corporaciones influyen en la política como nunca antes. 

La oligarquización de la política
La victoria de Trump en 2016 supuso una vuelta de tuerca más en la oligarquización de la política norteamericana, ya que al aumento exponencial de los gastos de campaña legalizados a partir del 2010 había que sumarle el efecto mimético que generó Trump de candidatos millonarios. En la campaña electoral de 2024, tenemos que añadir el concurso directo de Elon Musk, la persona más rica del mundo, que no solo se ha gastado muchísimo dinero en apoyar la candidatura de Trump –se estima que unos trescientos millones de dólares, incluso llegando a comprar votos en Estados clave como Pennsylvania–, sino que ha utilizado, sin ningún tipo de rubor o medida, X, la red social que compró en 2022, como una potente arma electoral en favor de Trump, para desestabilizar al gobierno británico de Keir Starmer o para apoyar la candidatura de la ultraderecha alemana de Alice Weidel. De esta forma, Elon Musk ha demostrado tener el privilegio de comprar la capacidad de hacer el mundo algo más a su medida, tanto en lo que se refiere a sus intereses económicos como en lo referente a sus tendencias ideológicas. Multimillonarios tech contra la democracia, que están invirtiendo miles de millones, así como utilizando sus propias compañías tecnológicas para condicionar resultados electorales, una auténtica revuelta de los privilegiados.

Así, el poder económico, por supuesto, pero también político y jurídico de las grandes corporaciones, se ha ido afianzando y ampliando de forma exponencial en el último tiempo. El aumento continuado de sus ganancias, la acumulación de riqueza y la concentración de grandes fortunas son indicadores de ello. Por ejemplo, con el triunfo de Trump, la fortuna de Elon Musk se ha disparado hasta los 314.000 millones de dólares (unos 293.000 millones de euros), según los datos del índice Bloomberg Billionaires. La principal razón de ese incremento es que el mercado contempla que la nueva Administración republicana flexibilizará las normas que afectan a los múltiples negocios de Musk, desde el coche autónomo, a los cohetes espaciales o los implantes cerebrales. Una muestra más de la asimetría, cada vez más acentuada, entre los derechos de las empresas transnacionales y sus obligaciones. Una captura corporativa de los poderes legislativos y la complicidad generalizada del poder ejecutivo con los intereses de las transnacionales.

Mientras se blindan los negocios de las grandes empresas, el sistema de derechos humanos se desploma en el ámbito internacional y se ve colonizado por normas privadas favorables a las élites político-empresariales. En este marco, las grandes corporaciones y fondos de inversión transnacionales se han lanzado a la destrucción de cualquier barrera que impida la mercantilización a escala global. Una multiplicación de tratados de comercio e inversión, la consolidación de los tribunales de arbitraje y la proliferación de normas, protocolos, pactos y directrices que van apuntalando una tela de araña institucional favorable al despliegue de las multinacionales en un contexto de aumento de la competencia interimperialista a escala global. Una auténtica lex mercatoria que construye una arquitectura de la impunidad sobre la que se asienta el asalto a la democracia por parte del poder corporativo.

Crisis ecológica y desglobalización
Este nuevo salto adelante del autoritarismo reaccionario, se da justamente en momentos de agudización de la crisis climática, en los que la lucha por recursos escasos refuerza el despotismo de las elites por encima incluso de la democracia liberal. Immanuel Wallerstein ya planteaba que las crisis cíclicas del capitalismo se producirían de forma más seguida al toparnos con los límites del planeta. Un proceso proporcional al incremento de los fenómenos climáticos extremos producto de la propia crisis ecológica en marcha (sequías, inundaciones, calor extremo, hambrunas, etc.), en donde no es posible un arreglo capital-naturaleza.

En donde las consecuencias de la crisis multidimensional que nos atraviesa están teniendo un claro sesgo de clase: los costes del cambio climático, las necesidades de agua y alimentación, la traducción del capitalismo verde y digital en reformas ambientales, las pagarán sobre todo las clases populares, vía segregación y zonificación, represión frente a las contradicciones sistémicas, destrucción de derechos, acaparamiento de riqueza y recursos (Ramiro, 2024). En este contexto, las élites económicas y políticas han asumido de forma más o menos explícita que no se puede integrar a todo el mundo y que, de hecho, muchos de los colectivos previamente integrados, directamente, sobran. 

Así, la brecha entre unos grupos integrados –cada vez más minoritarios– y otros excluidos –cada vez más numerosos– es una de las principales características de nuestro tiempo, cuyo resultado es, como señalamos anteriormente, un proceso acelerado de oligarquización del poder –político, económico, simbólico– y un aumento exponencial de las desigualdades, llegando a estigmatizar e incluso a criminalizar a quienes, como las personas pobres o migrantes, se quedan por el camino en esta competición salvaje.

La incertidumbre y el miedo ante el futuro se manifiestan hoy con brotes xenófobos que cuestionan el derecho a tener derechos de todas las personas, sin exclusión, con una gestión de la crisis ecológica al servicio del beneficio de una minoría y con la extensión del iliberalismo, que vacía la democracia hasta dejar solo su cascarón o, lo que es igual, el voto como ritual. Porque cuando dejan de funcionar los mecanismos de cohesión social y se constata la imposibilidad de mantener la bonanza aparente de las clases medias, se fortalece el cierre autoritario para mantener el orden. A la vez, se necesitan chivos expiatorios (algunas minorías, la población migrante, los movimientos feministas) hacia los que canalizar el malestar de unas clases medias en declive para que la ira siempre mire hacia abajo. No se trata de una cuestión estrictamente novedosa, sino más bien de un fenómeno que se acelera y que evoluciona en paralelo al declive de la belle époque de la globalización feliz.

Una desglobalización, al menos parcial, que lleva años produciéndose y que se ha acelerado a raíz de la pandemia de la covid19 que ha propiciado un descenso de las interconexiones y de la interdependencia de las relaciones mundiales, engendrando el preludio de un nuevo orden global. En donde la economía mundial parece estar escindiéndose poco a poco en una especie de regionalización conflictiva y en disputa entre dos principales áreas de influencia: una zona bajo EE UU y otra zona bajo la órbita de China, en donde a su vez conviven potencias regionales subalternas de uno y otro bloque como son la propia UE y Rusia. 

Aquí es donde el proteccionismo trumpista del MAGA con sus anuncios de guerras arancelarias cobra más sentido. El hasta ahora indiscutido imperio estadounidense, ante su paulatina pérdida de hegemonía comercial, intenta una recomposición en clave nacional en su batalla interimperialista con China. Favoreciendo una guerra de posiciones que cobra como sus primeras víctimas los mecanismos multilaterales de gobernanza económica de la globalización. Así, quizás lo más paradigmático de esta desglobalización sea el desplome de los mecanismos multilaterales de gobernanza, siendo especialmente significativo el colapso de la Organización Mundial de Comercio (OMC).

De igual forma, el genocidio en marcha en Palestina por parte del Estado sionista, con la complacencia de EE UU y UE, se ha convertido en la muestra más palpable de la defunción del llamado derecho internacional y la ruptura del modelo de gobernanza de Naciones Unidas, a la que se le ha quedado rostro de la fracasada Sociedad de Naciones. Un modelo que ha saltado por los aires tanto por la inconsistencia y doble rasero de sus supuestos valedores como por la incapacidad que ha demostrado a la hora de pararle los pies a Benjamín Netanyahu. De hecho, la presidencia de Trump parece que puede agudizar las tensiones regionales hasta desembocar en una guerra abierta con Irán.  Así como acelerar los crímenes de lesa humanidad que se están cometiendo en Gaza, avalando una limpieza étnica que tendría como objetivo la anexión del territorio gazatí a Israel.  

Aunque la invasión de Ucrania ha sido el elemento disruptivo clave, una recomposición del escenario geopolítico de la misma profundidad de lo que en su día fue la caída del Muro de Berlín y el comienzo de la era de la globalización, pero en sentido inverso. Podríamos decir que si Corea fue el primer gran campo de batalla de la Guerra Fría, la invasión rusa de Ucrania abrió un nuevo escenario que corre el riesgo de convertirse en el primer campo de batalla de una nueva contienda imperialista entre bloques. Que vuelve a tener a la vieja Europa como escenario privilegiado del conflicto armado, con la espada de Damocles de la constante amenaza nuclear y lo que ello supone a la hora de poder desencadenar una tercera guerra mundial. La nueva presidencia de Trump tiene muchas incógnitas que resolver, no sólo en su relación con Putin y el imperialismo ruso, sino fundamentalmente con sus aliados de la OTAN, especialmente con la Unión Europea y, no lo olvidemos, con el propio pueblo ucraniano y su derecho a decidir su futuro.

La Unión Europea: integración militar y federalismo oligárquico
Una Unión Europea que lleva sumergida en una crisis existencial prácticamente desde que perdió el horizonte de un proyecto de unidad política a partir de las sendas derrotas en referéndum del proyecto de Constitución Europea en Francia y Países Bajos. Pero el rechazo popular al modelo de integración europea no solo fue desoído desde las instituciones y élites europeas, sino que, por el contrario, se aceleró el paso de las reformas estructurales con la máxima de mejor decretar que preguntar. En ausencia de una constitución política, se ahondó en el constitucionalismo de mercado en el conjunto de las normas comunitarias, destacando el Tratado de Lisboa que, aunque no tiene formalmente el carácter de una Constitución, se erigió como un acuerdo entre Estados con rango constitucional. Una especie de Constitución económica neoliberal que consagró las famosas reglas de oro: estabilidad monetaria, equilibrio presupuestario, competencia libre y no falseada.

El relativo paréntesis postausteritario de la crisis pandémica, ha dado paso a nuevos saltos adelante de la UE en la integración financiera, pero quizás el cambio más significativo es la remilitarización e integración militar como la clave de bóveda del nuevo proyecto de Europa potencia en el marco de la policrisis global. Complementando con un pilar securitario más reforzado el constitucionalismo de mercado que ha imperado hasta ahora. Así, la invasión de Putin sobre Ucrania se ha convertido en un pretexto ideal para aplicar una auténtica doctrina del shock. La UE no solo se está remilitarizando para poder hablar el lenguaje duro del poder en un desorden global en donde las disputas interimperialistas por los recursos escasos son cada vez más agudas, sino que también se está acelerando la agresiva agenda comercial europea con el pretexto de la guerra. 

Un aumento de la agresividad comercial, extractivista y neocolonial europea en la disputa por los recursos escasos en los que se enmarcan nuevos mecanismos de inversiones, como el Global Gateway. Un paquete de inversiones público-privadas que pretende movilizar 300.000 millones para intentar competir con el Belt and Road de China, esto es, la Nueva Ruta de la Seda. De esta forma, con el Global Gateway, la UE aspira a afianzar su papel en el orden mundial, contrarrestando el auge de la presencia china en todo el mundo, especialmente en los sectores relacionados con las infraestructuras y conexiones. 

Así, la agenda de inversiones Global Gateway y la nueva oleada de acuerdos comerciales que la UE ha impulsado en los dos últimos años –renovación de los tratados con Chile y México, conclusión del acuerdo con Mercosur, firma de partenariados estratégicos sobre materias primas con una decena de países– se ha diseñado con un claro objetivo: asegurar el acceso de las transnacionales europeas a los recursos minerales de estas regiones. La competencia global por posicionarse en los nuevos mercados verdes y digitales, frente a la imparable hegemonía de China, está en el origen de la velocidad de crucero con que la UE ha impulsado una batería de herramientas para garantizar una disponibilidad segura y abundante de estos minerales (Ramiro y González, 2024).

Para complementar la agresividad comercial de la UE expresada en el Global Gateway, la Comisión presentó el Strategic Compass (una Brújula Estratégica para la Seguridad y la Defensa). Un texto en donde se repite en varias ocasiones que “la agresión de Rusia a Ucrania constituye un cambio tectónico en la historia europea” 1https://www.consilium.europa.eu/es/policies/strategic-compass/ a la que la UE tiene que responder. ¿Y cuál es la principal recomendación de esta Brújula Estratégica? El aumento del gasto y coordinación militar. Precisamente en un contexto en el que los presupuestos militares de los países miembros de la UE son más de cuatro veces superiores a los de Rusia y donde el gasto militar europeo se ha triplicado desde 2007 2http://centredelas.org/wp-content/uploads/2021/07/A-militarised-Union-2.pd. 

Un aumento del gasto en defensa que se concretó finalmente en el Consejo Europeo de Versalles 3https://www.consilium.europa.eu/media/54773/20220311-versailles-declaration-en.pdf, por el que los Estados miembros se comprometieron a invertir el 2% de su PIB en esta partida, como requería EE UU a los países miembros de la OTAN desde la conferencia de Newport en 2014. Lo que supone la mayor inversión militar europea desde la II Guerra Mundial. Si bien el vertiginoso aumento del gasto militar europeo no parece suficiente para la nueva administración Trump, que ha exigido a sus socios de la OTAN un gasto que alcance 5% del PIB en sus presupuestos militares. 

En este sentido, la alta representante para la política exterior de la UE, Kaja Kallas, afirmó en la conferencia anual de la Agencia Europea de Defensa: “El presidente Trump tiene razón al decir que no gastamos lo suficiente. Es hora de invertir” 4 https://www.infobae.com/america/mundo/2025/01/22/la-canciller-de-la-union-europea-dijo-que-trump-tiene-razon-no-gastamos-lo-suficiente-es-hora-de-invertir-en-defensa/. Una muestra más de que, a pesar de documentos como el Strategic Compass que marcan los pasos de una mayor autonomía estratégica europea, la sumisión de la UE a EE UU es total y no está en cuestión. Incluso a pesar de las amenazas de Trump a un Estado miembro como Dinamarca, la Alianza Atlántica sigue siendo “la base de la defensa colectiva de sus miembros” 5https://www.defensa.com/otan-y-europa/brujula-estrategica-futuro-defensa-comun-europea. 

Una estrategia del shock, con tambores de guerra de fondo, que está siendo utilizada por las élites europeas no solo para cumplir su viejo objetivo de una integración militar europea, sino también para reforzar un modelo de federalismo oligárquico y tecnocrático. Esto es lo que ha propuesto abiertamente el exconsejero de Goldman Sachs, Mario Draghi, en su reciente informe, Competitividad de la UE 6https://commission.europa.eu/topics/strengthening-european-competitiveness/eu-competitiveness-looking-ahead_en?prefLang=es&etrans=es, por encargo directo de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. Una estrategia para frenar el declive económico de la Unión Europea frente a otras potencias y que apuesta por acelerar la puesta en pie de mecanismos de decisión conjunta de las instituciones europeas con el fin de favorecer la unión de los mercados de capitales de la UE y poder actuar en mejores condiciones dentro de la cada vez más intensa carrera de la competitividad con las otras grandes potencias, ya estén en declive o en ascenso, tras el final de la globalización feliz. (Urbán y Pastor, 2024) 

Diez años después de la claudicación de Syriza
Este pasado enero se cumplieron diez años de la victoria de Syriza y del primer gobierno antiausteritario en la Europa de la Troika. Una esperanza que, después de seis intensos meses, fue quebrada con la aceptación del tercer memorándum que sentenciaba la austeridad en el país heleno y el final de la experiencia antineoliberal de Syriza. El exministro de economía, Yanis Varoufakis, resumió a la perfección la actitud de la Troika durante las negociaciones: “Su único objetivo era humillarnos”. Nunca existió una negociación por parte de las instituciones europeas, sino una auténtica prueba de fuerza expresada en términos de economía política para doblegar a la primera fuerza antiausteridad que alcanzaba el gobierno en un país europeo. 

Ante esta situación, la estrategia diplomática adoptada por el primer ministro griego Alexis Tsipras sólo podía aspirar a modificar comas, en unas condiciones establecidas de antemano. De esta forma, Tsipras se vio encerrado en un callejón sin salida. Sin más plan que corregir en el papel los planteamientos del Eurogrupo: desconsiderando la necesidad de llamar a una movilización europea en defensa del primer gobierno antiausteritario de la eurozona; negándose a la posibilidad de poner en pie mecanismos de protección del proceso de negociación (moratoria de pago, control de movimiento de capitales, regulación e intervención del sistema bancario, reestructuración selectiva unilateral de la deuda ilegítima con el apoyo de los resultados de la auditoría) y rechazando idear y preparar un plan que, aunque no fuese su primera opción, mostrase la capacidad para gestionar un escenario de desacuerdo (desarrollar una reforma fiscal, emitir pagarés y dinero electrónico mientras se preparaba una nueva política monetaria, poniendo los instrumentos económicos pertinentes para enfrentar un periodo de excepción…).  

La consigna transitoria de Syriza “ningún sacrificio por el euro”, con la que consiguió ganar las elecciones, advertía que la prioridad del gobierno debía ser combatir las políticas de austeridad y, aunque no formase parte del programa la salida del euro, aceptar y responder a las consecuencias ante el intento de imposición de la austeridad por parte de la Troika. Mientras la victoria de Syriza expresó la organización de la esperanza de los pueblos contra las políticas de la austeridad, su derrota fue la organización planificada de la resignación por parte de la Troika: la desmoralización no sólo del pueblo griego, al que se le trasladaba un mensaje –no se puede–, sino también un aviso para cualquier otro pueblo que decidiese desafiar el poder establecido en el marco de esta Unión Europea. 

De hecho, la capitulación del primer gobierno de Alexis Tsipras no les fue suficiente, las instituciones europeas y el FMI exigieron y obtuvieron del segundo gobierno de Tsipras la profundización de las políticas neoliberales al atacar un poco más el sistema de seguridad social, en particular el sistema de pensiones, al acelerar las privatizaciones, al imponer múltiples cambios en el ámbito jurídico y legislativo que constituyeron retrocesos estructurales fundamentales a favor del gran capital y contra los bienes comunes.

La derrota de Syriza dejó patente tanto los límites de las propuestas reformistas en un momento de crisis sistémica como la incapacidad de la arquitectura de la UE de asumir un cuestionamiento, por pequeño que fuera, de la constitucionalización del neoliberalismo como la única política posible. Pero, como escribió Éric Toussaint en su libro Capitulación entre adultos (El Viejo Topo, 2020), sí había alternativa a la aceptación del memorándum de austeridad, tanto en la estrategia de negociación como en la política económica a seguir. Quizás esta sea una de las lecciones más importantes que nos dejó la tragedia griega.

Aprender de las derrotas pasadas para imaginar el futuro
A partir del disciplinamiento de Grecia en 2015, salvo alguna iniciativa como el Plan B o Diem25, que intentaron de diversas formas sacar lecciones de la experiencia griega –especialmente, la necesidad de organizar un movimiento o al menos construir una coordinación estable de organizaciones dispuestas a enfrentar colectivamente el chantaje de las instituciones europeas–,  la tónica general en la izquierda europea fue intentar olvidar tanto la derrota griega como el posterior gobierno de Syriza intervenido por la Troika. Olvidar para no tener que emprender la tarea de comprender las razones de la derrota y, por tanto, cuestionar sus propias estrategias. Podemos fue un ejemplo paradigmático de esta situación. Así, Grecia pasó de ser la esperanza de Europa a la gran olvidada. En un momento como este, las lecciones de la derrota griega pueden ser un buen punto de partida para pensar estrategias contrahegemónicas y cartografías de futuro, al menos en el marco europeo. 

La victoria de Trump y el inicio de su segundo mandato pueden generar, entre una buena parte de la izquierda, un efecto edulcorante de las instituciones de la UE, que pueden ver en Bruselas un mal menor ante las amenazas del trumpismo y el imperialismo putinista. No podemos olvidar que hay pocas maquinarias de propaganda mejor engrasadas que la UE. Por eso es fundamental huir del malmenorismo, una forma particular de antipolítica promocionada desde el establishment, entendido como el argumento de que para supuestamente sortear el mal mayor, hay que aceptar el peaje de un mal menor. Un magnífico ejemplo práctico fue el voto de los verdes europeos, el pasado septiembre, a la candidatura de Ursula Von der Leyen para supuestamente frenar a la extrema derecha, cuyo resultado es ya fácil de juzgar tras el poco tiempo que ha transcurrido hasta ahora.

Así, se intenta salvar de nuevo los restos del naufragio del neoliberalismo progresista, o sea, la combinación de políticas económicas regresivas, liberalizadoras, con políticas de reconocimiento aparentemente progresistas. Precisamente, la elección de Trump o Meloni ofrece ejemplos de insubordinación política contra el neoliberalismo progresista, ya que no podemos perder de vista que romper con el statu quo otorga un notable sex appeal y un cierto aura de antisistema, en un momento en el que el sistema es un generador de malestares diversos. Por eso es fundamental escapar de la trampa binaria de apoyar al imperialismo europeo en contraposición a los otros imperialismos en disputa.

Una misma parte de la izquierda sigue viendo en la UE y en la zona euro más ventajas que inconvenientes, y considera que son compatibles con la vuelta a políticas socialdemócratas o keynesianas de expansión del gasto social. Sin embargo, qué mejor antídoto contra las veleidades euroentusiastas que recordar el fracaso de la política de negociación con la Troika de Alexis Tsipras en 2015, convirtiéndose en la constatación de la incapacidad del reformismo. Ahí pudimos comprobar que no hay espacio para reformas significativas, no hay margen para la negociación, por lo que sólo desde una lógica de desobediencia se puede avanzar en la construcción de una Europa de los pueblos. Por ello, nuestra tarea debe ser combatir una UE que avanza cada vez más hacia un modelo oligárquico y militarista, de incremento del presupuesto militar, de recorte del gasto social, de impulso del etnonacionalismo xenófobo y de cierre autoritario. Tenemos que levantar una propuesta clara de ruptura con las instituciones europeas, ya que la experiencia griega demostró que tanto la UE como la zona euro no son reformables.

Daniel Bensaïd decía que la lucha de los oprimidos siempre comienza con una definición negativa, en este caso con nuestro rechazo a la UE como opción estratégica de las élites europeas, para a partir de ahí ir construyendo nuestro proyecto alternativo de Europa. Porque debemos combatir de forma decidida esta UE, no para reclamar una supuesta soberanía e identidad nacional amenazada, como hace la extrema derecha, sino desde un punto de vista de clase: en nombre de la solidaridad social atacada por el ordoliberalismo europeo. Tomando partido frente a la lógica competitiva implacable de las élites europeas (ese “aliento helado de la sociedad mercantil” que escribía Benjamín) por “el aliento cálido de las solidaridades y del bien público”, que defendía Bensaïd. Porque en este mundo en llamas, el conflicto de fondo es aquel que enfrenta al capital contra la vida, a los intereses privados contra los bienes comunes, a las mercancías contra los derechos. No podremos nunca acometer una transición ecosocial sin combatir la enfermedad militarista del capitalismo. 

Otra de las lecciones más importantes de la derrota de Syriza fue la dificultad de enfrentar la ruptura con la UE desde la soledad de un único país. Y, por tanto, la necesidad imperiosa de levantar un movimiento internacionalista a escala europea. En cambio, la tónica general, a partir de 2015, fue un repliegue de los movimientos y organizaciones hacia los marcos locales, nacionales y estatales. Ante esta dinámica de repliegue, hemos visto que, justamente, las movilizaciones más interesantes del último tiempo han tenido un marco internacional: la huelga internacional de mujeres y el movimiento feminista; Fridays For Future y el movimiento climático; el movimiento antirracista y decolonial surgido a partir del Black Lives Mather; o la solidaridad internacionalista con Palestina. 

Unas experiencias que han mostrado que sin una reactivación de las luchas sociales a nivel internacional, con un terreno de juego económico tan transnacionalizado, no podrán afianzarse alternativas socio-ecológicas viables. Hoy más que nunca es fundamental la apertura de un nuevo ciclo de movilizaciones capaz de pasar de la escala estatal a la europea, que rompa la ilusión euro-reformista de la UE para forzar una ruptura democrática en clave ecosocialista. Para ello es indispensable fortalecer alianzas amplias con organizaciones sociales, políticas y sindicales. Apostar por un nuevo internacionalismo ecoterritorial, pegado a las redes comunitarias, y comprometido con el sabotaje de la lógica de guerra; compuesto por un sujeto plural y diverso, enraizado en las luchas populares y que mire más allá de las fronteras del Estado nación como único marco posible de acción política.

En una reciente entrevista, Alberto Toscano afirmaba de forma evocadora que “para la extrema derecha, la izquierda es un agente de cambios monumentales, siempre socavando la propiedad privada y poniendo patas arriba la civilización occidental. En la imaginación conspirativa de la extrema derecha actual podemos vislumbrar, como en un espejo de feria, cuál es la izquierda que necesitamos” 7 https://jacobinlat.com/2025/01/el-fascismo-de-nuestra-epoca/. 

La afirmación de Toscano recuerda cuando Ahora Madrid consiguió ganar el ayuntamiento de Madrid, justo unos meses después de la victoria de Syriza en Grecia, y la ex presidenta popular, Esperanza Aguirre, advertía en los medios de comunicación de la llegada de los soviets a la capital madrileña. Los soviets que denunciaba Aguirre nunca llegaron a Madrid y finalmente se perdió el ayuntamiento en un proceso acelerado de moderación política.  No hay tiempo para el reformismo, nos tenemos que parecer más al espantapájaro que agita los pánicos de la derecha que a esa izquierda que intenta sostener las estructuras de un mundo viejo que muere en vez de disputar a los monstruos del turbocapitalismo el nuevo mundo que nace. 

A pesar de que nos pueda invadir la desazón del avance, aparentemente, imparable de las pasiones oscuras del autoritarismo reaccionario, como escribieron Marx y Engels, en el Manifiesto Comunista, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. No podemos olvidar que tan solo hace catorce años la primavera llegó a las plazas de medio mundo, que hace diez años Syriza ganaba unas elecciones históricas, que hace cinco años un estallido sacudió Ecuador, Chile y Colombia, que hace menos de un año el Nuevo Frente Popular ganó contra pronóstico la segunda vuelta de las legislativas francesas. Porque como escribía Daniel Bensaïd, las revoluciones raras veces llegan a la hora. No conocen el justo a tiempo. Están despedazadas entre el ya no y el todavía no, entre lo que viene demasiado pronto y lo que llega demasiado tarde. Hoy más que nunca no tenemos tiempo para ser pesimistas, por eso es fundamental organizar la esperanza.

Miguel Urbán es miembro del Consejo Asesor de viento sur y militante de Anticapitalistas

Referencias
Fraser, Nancy (2017) “El final del neoliberalismo progresista”, CTXT, enero.

González, Erika y Ramiro, Pedro (2024) “Global Gateway: alianzas público-privadas para el control de fronteras y el extractivismo neocolonial”,  viento sur, 193, pp. 53-63. 

Ramiro, Pedro (2024) “Ecologismo, internacionalismo y lucha de clases contra la Europa-fortaleza”, Zona Estratégica, diciembre.

Toscano, Alberto (2025) “El fascismo de nuestra época”, Jacobin América Latina, enero.

Urbán, Miguel y Pastor, Jaime (2024) “Hacia un despotismo oligárquico, tecnocrático y militarista”, viento sur, 193, pp. 45-52.

Urbán, Miguel (2022) “La remilitarización de Europa y la mirada cansada de la izquierda”, viento sur, junio 2022.

(2024) “La eclosión del autoritarismo reaccionario y otras nueve tesis sobre la victoria de Trump”, El Salto, noviembre.

VV. AA. (2017) “Setenta personalidades de distintos países europeos firman un manifiesto para desobedecer tratados europeos injustos”, CADTM, febrero.

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