Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Las sociedades contemporáneas no discutirían ahora una imperativa e indispensable legislación sobre la muerte voluntaria y asistida de no ser por los dolorosos estragos y a la vez los paradójicos beneficios que la medicina alopática ha provocado en la naturaleza humana. La práctica médica contemporánea patrocina la enfermedad —en palabras de Iván Illich, uno de los pensadores más críticos que la tardomodernidad ha tenido—, y lo hace al interior de una sociedad morbosa que se fascina mediáticamente por sus anormalidades y así resulta determinada por la intervención médica, terrible y costosa mercancía.
“El enajenamiento profesional del cuidado de la salud es el resultado de un esfuerzo desenfrenado para su manejo; de ello resulta la conservación heterónoma (es decir, sometida a un poder externo) de la vida sobre elevados niveles de insalubridad. Es experimentado como una nueva clase de horror a la cual llamo Némesis médica”, escribió Illich.
Dos ejemplos de heteronomía vital, uno inocuo y otro trágico: ingerir un analgésico para superar un dolor de cabeza, o bien padecer alguna dolencia de moda, como la bipolaridad, a la manera de una entidad externa y misteriosa que de pronto toma completa posesión de la conducta existencial del enfermo. Los dos casos, sin embargo, son sometimientos personales a un poder externo, el del medicamento y la enfermedad, y al de sus ministros y administradores, los médicos.
Y Némesis, por otra parte, es una diosa cuyas actuaciones están relacionadas con la retribución, con el castigo a la soberbia humana. Prometeo, el héroe clásico que robó el fuego celeste para darlo a los seres humanos, atrajo sobre sí mismo a Némesis, un nombre empleado para designar el pavor que se desprende de la envidia de los dioses y sus represalias cósmicas ante la arrogancia y presunción (hybris) de la raza de los mortales.
La medicina poco puede hacer por curar las enfermedades propias de la vejez, salvo disminuir el dolor de los ancianos. Pero la Némesis médica ha provocado que la gerontología vaya apoderándose del producto interno bruto y que el gasto médico de este sector poblacional crezca aceleradamente. Lo único que se ha obtenido con ello es prolongar el sufrimiento de los enfermos y justificar las gigantescas sumas de las cuales son despojados junto con sus familias al momento de la enfermedad terminal —un proceso de transferencia económica en el “democrático” juego del libre mercado—.
Se llama distanacia al alargamiento de la agonía mediante tubos y medios terapéuticos extremos, torturas de Némesis que ahora se hacen pasar por bendiciones tecnicomédicas. Ese empeño encarnizado por prolongar la vida, aunque ésta quede convertida en una dolorosa parodia, compone la esencia del horror médico denunciado por Illich. La distanacia ocurre con metódica regularidad en todo el sistema de salud actual, y el paciente médico construido en la mente y en el cuerpo de cada individuo promedio de nuestras sociedades la asume como fatal e inevitable.
Es tan equívoco y autoritario el asunto de las agonías artificialmente prolongadas que prácticamente todas las decisiones distanásicas son tomadas por la autoridad inapelable de los médicos con el asentimiento cautivo de los parientes del enfermo. La voluntad del torturado nunca cuenta, pues la gravedad manifiesta de su dolencia le evita ejercer el derecho individual a decidir por sí mismo, el cual queda cancelado, suspendido en el espacio concentracionario del hospital.
Sin embargo, los tiempos están en mutación tanto para bien como para mal. Tal vez el hartazgo civil ante el innecesario dolor causado por el sistema de salud —no es Illich sino otro autor quien a ese inmenso y ominoso poder le llama “religión médica”, resaltando la decisiva dimensión que la mentalidad hegemónica, construida por los medios de comunicación y la riqueza de las empresas farmacéuticas, acríticamente le concede —, quizá ese hartazgo vaya conduciendo a la sociedad contemporánea hacia una transformación radical y más sensata de los usos y costumbres en cuanto al cuerpo, la salud, la muerte y la enfermedad.
El problema de la eutanasia tiene que ver con su propio significado. Asunción Álvarez del Río (Práctica y ética de la eutanasia, FCE) menciona los cuatro sentidos asociados históricos a la palabra euthanatos: “1) inducir la muerte a quienes están sufriendo; 2) terminar con la vida de quienes son indeseables; 3) dar atención a los moribundos; 4) dejar morir a las personas.” Los incisos 1, 2 y 4 de la palabra son inaceptables para las religiones monoteístas y también, así sea sólo declarativamente, para los derechos humanos reconocidos por las sociedades modernas. Ante la insensatez de la distanacia algunas corrientes proponen la llamada ortotanasia: el uso de paliativos tales como la administración de oxígeno y medicamentos para el dolor, pero evitando el alargamiento de la agonía y dejando suceder la muerte de manera natural.
Otras tendencias proponen recuperar el significado etimológico de la eutanasia: “una buena muerte, tranquila y sin dolor”, y establecer jurídicamente como un derecho esencial de toda persona los procedimientos para conseguirla, basándose en el principio ético de la autonomía individual, de la responsabilidad y el derecho de cada uno para decidir sobre su propio cuerpo. Con todo, lo esencial es que la eutanasia —junto con las aberraciones médicas asociadas a la agonía, implícitas en el asunto, y la protección de los médicos que se arriesgan legalmente cuando practican eutanasias fundadas— poco a poco comienza a legislarse en algunos países.
Dicen los sabios que en el mundo existe la doctrina de la aparición simultánea: surge el quebranto y con él su antídoto. El quebranto, conforme a Illich: “Las repugnantes consecuencias (…) de la medicina se juntan para generar una nueva clase de sufrimiento, la anestesiada y solitaria supervivencia en una sala de hospital ancha como el mundo.” El antídoto: aquello que los pueblos europeos desarrollaron en el siglo XVI: “el arte y la habilidad para conocer la voluntad de morir.” La autonomía personal para enfrentar el dolor, la enfermedad y la muerte como partes integrales de la vida personal. El rechazo a sufrir la administración externa (médica y aun familiar) de la propia intimidad. El uso de derechos ya existentes como el “Testamento vital” o la “Muerte asistida”, disposiciones expresas sobre el bien morir personal. Una estación bioética ineludible: la eutanasia.
Así se cumplirá el ruego poético de Rilke en El libro de horas: “Señor, a cada uno dale su muerte, / una muerte que de cada vida brote / y en que haya amor, significado y sufrimiento”. La muerte propia, no la muerte ajena.
Tomado de https://morfemacero.com/
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