Culturas impopulares
Jorge Pech Casanova
En 1981 Warren Adler narró en su novela La guerra de los Rose cómo una pareja de exitosos materialistas lograba durante su matrimonio tener un hogar de ensueño y, al divorciarse, se enfrascaban en una batalla por la propiedad hasta llegar a la mutua destrucción. El director y actor Danny de Vitto tomó la historia para su película del mismo título, estrenada en los días postreros de 1989. Diez años más tarde, el médico Nicholas Bartha y su esposa Cordula Hahn reprodujeron en Nueva York el conflicto de los ficticios Jonathan y Barbara Rose.
En 2001, cuando el litigio por la casa de Bartha llegaba a un punto de amarga tensión, el médico hizo a su esposa y sus hijas Johanna y Serena esta advertencia: “Se transformarán de paleadoras de oro en paleadoras de basura. Siempre quisieron que vendiera la casa. Siempre les dije que la dejaría sólo si me muero. Me ridiculizaron. Debieran tomarme en serio”.
Durante los siguientes cinco años el médico pasó por un quebranto que sus conocidos observaron con zozobra: enfermo de diabetes y del corazón, llegó a pesar más de 150 kilos. Se vestía con descuido, sin meter los faldones de su camisa dentro de sus pantalones, cuyo cierre se olvidaba de subir. Mark Baum, agente de bienes raíces que frecuentaba al galeno, notó en una de sus visitas que tenía los lentes cubiertos de una película blanca. Al preguntar Baum si era pintura, Bartha se quitó los anteojos, los sopló y le informó: “Es sólo caspa”.
La relación de Nicholas Bartha y Cordula Hahn comenzó en 1973. Se conocieron en Italia, a donde viajaba Bartha para completar el entrenamiento médico que aseguraría su residencia en Nueva York, a donde él y su familia habían emigrado, perseguidos por la dictadura comunista rumana. Hahn había nacido en Holanda, donde su familia judía checoslovaca tuvo que emigrar huyendo de los nazis. En Italia, la mujer obtuvo el doctorado en literatura clásica alemana.
Con ese historial de persecuciones, Nicholas y Cordula se casaron para establecerse en Nueva York. Con el tiempo, Bartha y Hahn adquirieron una casa histórica, construida en 1882 en el East Side neoyorquino. Bartha estaba obsesionado con ese hogar, en cuya sala con chimenea de mármol, candelabro y aplicaciones de hoja de oro en el techo, el presidente Franklin Roosevelt se reunía durante la década de 1940 con industriales como Vincent Astor y Nelson Doubleday.
Al comenzar el siglo XXI y quedarse sin familia, el divorciado Nicholas Bartha tapió la chimenea, guardó el candelabro en el sótano y comenzó a acumular en la elegante sala libros y papeles. El agente Baum de cuando en cuando le sugería a Bartha deshacerse de los empolvados documentos. El médico respondía que esos papeles lo acompañaban.
Bartha adquirió la casa en 1980 con aportaciones suyas y de sus padres, así como de su esposa. Para mantener a la familia, el médico trabajaba turnos extra y faltaba cada vez más en su hogar. El matrimonio Bartha Hahn, pese a tener el hogar de ensueño, estaba dañado en su base. Desde que adquirió la casa Nicholas quería divorciarse de Cordula, pero no lo hizo “por las niñas”. Casi veinte infelices años pasó la familia en la casa hasta que Cordula enfermó de cáncer de mama en 1999 y la madre de Nicholas falleció mientras intentaba recuperar su casa en Rumania (como al dictador Ceausescu lo fusilaron ese año, numerosos ex perseguidos políticos buscaron recuperar sus bienes confiscados).
Nicholas Bartha se enteró de que una minera canadiense intentaba quedarse con el pueblo rumano de Rosia Montana, donde quedó sepultada su madre Ethel. Eso aumentó la amargura y la ira de aquel médico obsesionado con la noción de propiedad. Además, sus hijas le informaron que no irían a la universidad porque Johanna quería ser modista y Serena chef. El médico las desairó diciendo que serían sólo una costurera y una cocinera. Culpó a Cordula por no orientarlas a mejores aspiraciones.
Madre e hijas se fueron a vivir a Washington Heights, suburbio de menor categoría que el Upper East End. En 2002 Cordula presentó una demanda de divorcio. El juicio duró tres años, en los que Bartha se negó a llegar a un arreglo, pues al principio la ex esposa sólo pedía repartir algunos bienes y dinero. Cuando los gastos de representación legal aumentaron, Cordula pidió vender la casa del East End.
A Bartha lo enfureció ese año la muerte de su hermano Attila y el que la viuda de éste se quedara con su casa. En los años siguientes Nicholas intentó suicidarse en vano. Se agravaron sus padecimientos. Para 2005 su adorada casa comenzó a presentar problemas de conservación: primero se echó a perder el viejo calentador, luego el sistema eléctrico.
En el último juicio que perdió, Bartha fue notificado de que debía pagar a su ex esposa más de cuatro millones de dólares por costas judiciales, más una pensión de cinco mil dólares al mes. La casa en Upper East End tendría que venderse, y ni así saldaba la deuda. Cordula pidió a un alguacil que desalojara a su ex esposo junto con dos escritorios. A Bartha le llegaba notificación tras notificación de desahucio, que no respondía.
En la última semana de junio de 2006, el médico preguntó al agente Baum cuánto tiempo tardaría en vender la casa. Baum le dijo que tres meses. No volvió a tener comunicación con el exiliado rumano.
El 10 de julio de 2006 Nicholas Bartha escribió una nota a su esposa: “Cordula, cree ahora lo que te dije. No voy a dejar que nadie me expulse como hicieron los comunistas en Rumania en 1947”. Roció su casa con gasolina, rompió una tubería de gas en el sótano y voló el edificio. La explosión fue tan pavorosa que la Casa Blanca recibió notificación del suceso.
Bartha fue rescatado de los escombros con vida. Estuvo en coma seis días. Al fin, falleció por las quemaduras y por complicaciones de sobrepeso. Lo enterraron en la tumba de su padre y su hermano.
Cordula Hahn vive todavía. En 2020 la entrevistaron para un reportaje sobre cómo pasaban la epidemia de coronavirus las personas sobrevivientes del holocausto nazi.
Cordula dijo riendo a la reportera en Brooklyn. “Me di cuenta de la situación cuando faltó el papel de baño en los supermercados y me dije: ¡Ay, no! ¿Tendré que volver a usar papel periódico? Eso hicimos cuando nos escondíamos en Holanda. Crecí pobre como refugiada de guerra. Así que puedo vivir sin cosas, lo cual es muy reconfortante en realidad. No necesito cosas para sobrevivir, incluyendo el papel de baño”.
Tomado de https://morfemacero.com/
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