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(02 DE ENERO, 2023) Por J. Jesús Esquivel.

Esperanza

Washington – ‘Fatalismo’ es una de las palabras que nunca ha tenido espacio a lo largo de mi vida. Crecí soñando en los movimientos sociales para lograr la equidad, la defensa de los derechos humanos y de la libertad. Me gustaba la imagen de Ernesto “Che” Guevara en esa icónica fotografía con su boina puesta y el cabello largo. No entendía las razones de las cruzadas del Che cuando pegué sobre la ventana del cuarto que compartía con mi hermano. Cursaba el cuarto año de primaria, entonces mi padre me dijo que el Che era un buen ejemplo para el mundo.

Me hice adolescente cuando en mi adorado México teníamos la libertad de ir a cualquier lugar y a cualquier hora sin temor a ser desaparecidos.

Con un par de amigos en esa época de la pubertad y con unos cuantos pesos en la bolsa, recorrimos pueblos con un pasaporte que nos abría las puertas casi de cualquier casa para pedir posada; nuestra credencial de estudiante. No había temor por

parte de nuestros posaderos de que, por la noche, de estudiantes nos transformáramos en rateros o, peor aún, en asesinos. El México de mi juventud fue noble. Entre desconocidos era común el saludo de buenos días y el que a los estudiantes se les tratara como la generación de la esperanza.

Fumar era como un deporte en mis tiempos de adolescente. Durante esos viajes para conocer a mi país, uno de mis dos amigos que fumaba como “chacuaco”, dictatorialmente y como portador del dinero que ahorramos para la travesía, decidió comprar un paquete de cigarros “para el camino”, porque salía más barato que adquirirlos sueltos en las tiendas. Casi lo agarramos a madrazos cuando salió de un supermercado con su paquete de Marlboro bajo el brazo. “Con unos bolillos o teleras y una lata de sardinas, tenemos”, nos dijo para calmar los ánimos.

La tarde de ese día de la compra del paquete de cigarros, llegamos con hambre a una tienda a las afueras de Mazatlán. Íbamos rumbo a Tijuana, ansiábamos pisarle las nalgas a Estados Unidos (su frontera).

Sentados sobre sillas, como resguardando la puerta de entrada de su negocio, estaba la pareja dueña de la tienda de abarrotes.

Nos miraron como a marcianos; greñudos, sucios, felices y fumando. Pardeaba la tarde, lo recuerdo muy bien. Al vernos entrar, la señora se levantó de su silla y se colocó detrás del mostrador para atendernos.

—¿De dónde son?— nos preguntó la doña, antes de averiguar qué queríamos comprar, y luego añadió otra pregunta: —¿Chilangos? — No, de Toluca. — Es lo mismo. Pensé aclarar que no era lo mismo, pero durante todo el recorrido en varios puntos nos habían catalogado igual y desistí al instante. —¿Son estudiantes? — Sí— Le respondí.

En la tienda había latas de sardina y de atún, pero no había pan para hacernos unas tortas. Como hacía un calor de la fregada, pedimos una Coca-Cola familiar (eran de envase de vidrio) para compartirla entre los tres y decidimos hacerlo afuera, sentados sobre una larga banca de madera frente al señor que seguía afuera de su tienda.

Mi amigo el fumador sacó la cajetilla de cigarros que llevaba en el bolsillo del pantalón y como algo natural (que así lo era en esos tiempos) le ofreció uno al don, quien aceptó de inmediato.

Mientras nos pasábamos el refresco entre trago y trago a pico de botella, la señora regresó a su silla y se unió a la plática que se centraba sobre el frío que, habían oído decir, se sentía todos los días en Toluca.

En eso estábamos cuando se me ocurrió preguntarle a la señora si tenía algunas tortillas que nos pudiera vender para hacernos unos tacos de sardina. Me respondió que tenía y que nos dejaría calentarlas en el comal que había sobre una de las hornillas de su estufa.

Entramos a la cocina que estaba en un cuarto aledaño a la tienda y asombrados vimos sobre la mesa, cubierta con mantel de plástico, un plato a tope repleto con los camarones más grandes que he visto en toda mi vida. Cómo nos vería de hambrientos y sorprendidos que la señora nos dijo que no nos prestaría el abrelatas porque nos invitaba a comer camarones para pelar y que la sardina nos la lleváramos para el camino.

El señor se sentó a nuestro lado en la mesa y pidió a mi amigo el fumador que le invitara otro cigarro.

“Nunca pierdan la esperanza, así somos los mexicanos”, nos dijo.

Sigo sin perderla y espero que algún día los criminales y los políticos nos regresen a ese México de paz que nos arrebataron.

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Tomado de https://elchamuco.com.mx/