Culturas Impopulares
Jorge Pech Casanova
En el principio era el silencio y su fragor en la oscuridad de la sala de proyecciones, una galera donde la muchedumbre en incómodos asientos reía, gritaba, chachareaba y aún mugía mientras la pantalla, con la sucesión de imágenes, seducía a aquellos en alharaca: el cine de 1895 a 1930.
Dado que las proyecciones cinematográficas de ese período solían carecer de sonidos grabados, se ha dado en llamarla “época del cine silente”. Nada más engañoso que tal denominación: si las películas carecían de otro sonido que el del chirriante o ronroñoso proyector, el entorno estaba inundado de ruidos, a veces, hasta de música.
El hoy famoso escritor uruguayo Felisberto Hernández se inició en el mundo de las profesiones como pianista de cinematógrafo. Tenía apenas 16 años de edad cuando hubo de acompañar proyecciones en las que su música no siempre fluía sin interrupción, o más bien, sin acompañamiento de gañidos, silbidos, mugidos y aun zapateos o plomazos. Cuatro años pasó cautivo de las películas hasta que su forzada práctica le permitió integrarse a una orquesta itinerante, de la que más tarde fue director.
La música se convirtió en tarea, en medio de subsistencia y al fin en modo de vida para Hernández. Pero a partir de 1925, mientras su teclado dependía de las proyecciones en la galera, el joven comenzó a escribir libros inusuales, absorbentes, anómalos, en los que la música recurría como tema, si bien su prosa no es, como suele decirse, “musical”. Para 1941, el pianista ya dirigía una orquesta y continuaría manteniéndose con sus actuaciones, mientras refinaba su literatura.
Como si su vida fuese una película de las que había amenizado en las salas entre gritos de niños, leperadas de borrachos e incesante arrastrar de sillas y zapatos, en 1949 Felisberto Hernández se casó sin saberlo con una espía soviética, África de las Heras, con la que vivió una relación intensa, conflictiva, breve. Para 1950 estaban ya separados. Felisberto aún tendría otras dos parejas, además de las dos mujeres con quienes previamente se había casado y divorciado. Al morir de leucemia en 1964 estaba solo.
Durante el resto de su vida Felisberto reía cuando le hablaban del cine silente. “Nunca había silencio en las funciones”, reclamaba a los desconcertados jóvenes que mentaban el término. Les contaba con indignación cuando en su piano, frente a su cara, había estallado una botella medio vacía que lanzó algún borracho. Tras limpiarse la cara con rabia y desconsuelo, siguió tocando sin detenerse. Sólo al salir alguien le gritó que tenía sangre en la frente: alguna astilla lo había alcanzado. Se limpió con más vergüenza que dolor y se perdió en las sombras hacia su casa.
Desde entonces el pianista colocó sobre su instrumento un cartel que solicitaba: “Favor de no tirarle al pianista”. No cesaron las gritas, los improperios, los estornudos en las partes más delicadas de sus ejecuciones, pero al menos no volvió a salir herido de función alguna.
Años después, cuando dejó de trabajar en cines porque las películas ya no eran mudas, acudió a ver una película mexicana; “de aventuras”, la calificó. Narraba una historia de la revolución y, para su nostalgia, vio a un famoso compositor mexicano interpretando a un pianista de cantina en medio de una barahúnda de revolucionarios. El compositor, en la película, tocaba en medio del alboroto con un cartel sobre el piano que pedía “Se les suplica no dispararle al pianista”.
Esa noche, al salir del cine, el escritor no recordó el título del programa doble, pero se le quedó grabado el rostro del pianista, el gran compositor Silvestre Revueltas, quien había compuesto las partituras para Redes, Janitzio y La noche de los mayas. Esa música poderosa, retadora, había sacudido a Hernández cuando la escuchó en cines. Habituado a las obras clásicas y a las populares que interpretaba con su orquesta, el pianista evocó, no la música, sino su propia escritura voluntariosamente apartada de las convenciones, al punto que había escrito y publicado el Libro sin tapas. Recordó Hernández a su maestro Clemente Colling, cuya figura evocó en un libro de 1941 para dar testimonio de su propia experiencia en la música.
Esa noche, después del cine (en donde ya nadie interrumpía con gritos ni alharaca la música y las voces que emitían los parlantes), Felisberto Hernández pensó mucho en el destino genial y demasiado breve de Revueltas, muerto en 1940. Acaso esa noche el pianista intuyó que su destino sería, no la música de la cual se alimentaba, sino la literatura que pocos leían y aun menos escuchaban, salvo por unos contados extranjeros, entre ellos dos argentinos de apellidos Borges y Cortázar. La extraña música verbal de Hernández iba a resonar muchos años después en los famosos libros de aquéllos.
Cortázar le escribió al uruguayo, cuando aparecieron sus obras completas: “…por mi parte, prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo que Anton Webern le decía a un discípulo: ‘Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música’. A vos te divertirá el buen consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo, te gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense”.
Tomado de https://morfemacero.com/
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