En una mudanza, vaciar las estanterías y llenar las cajas de libros (y luego hacer el proceso a la inversa) enfrenta a una especie de crisis existencial. La de preguntarse cómo y por qué se tienen tantos libros. A veces está la alegría de descubrir que, oculto entre aquellos volúmenes a los que no se presta mucha atención, estaba un libro que se creía perdido. Y otras es la constatación de que en medio de toda esa pila hay un número excesivo de libros que no se han leído. Algunos pueden llevar décadas en casa, esperando pacientemente que llegue su turno de lectura.
Se puede hacer el ejercicio masoquista de calcular, poniendo a una media de 20 euros el tomo, cuánto dinero se ha gastado en libros que nunca se han abierto. Se puede también aceptar que no todos esos libros han llegado a casa por decisión propia. A veces te regalan libros que no apetece tanto leer (o, para quien desempeña según qué trabajos, se reciben libros de cortesía que inundan las estanterías de novedades no siempre deseadas). O se puede dar la vuelta a todo esto y aceptar que los libros no leídos tienen un valor y un papel.
No se trata solo de abrazar a manos llenas el tsundoku, la idea de comprar libros por el mero placer de acumularlos, sino de entender que los libros no leídos tienen una, por así decirlo, misión. Se compran con la promesa de que algún día nos serán útiles (y por útil entiéndase una aceptación amplia del término).
«Es esencial comprar libros que no vayan a ser leídos enseguida», escribe en Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama) Roberto Calasso (la cursiva es suya). «Al cabo de uno o dos años, o acaso de cinco, diez, veinte, treinta, cuarenta años, llegará el momento en el que se sentirá la necesidad de leer precisamente ese libro —y tal vez lo encontremos en el estante poco frecuentado de la propia biblioteca—». Seguramente se podría hacer una investigación científica sobre cuánta dopamina liberamos en el momento exacto en el que queremos leer una cosa concreta y descubrimos que nuestro yo del pasado se encargó de tenerla ya dispuesta, por lo que no tenemos que esperar nada para lanzarnos a la lectura.
Igualmente, la acumulación de estos libros no leídos tiene mucho ver con la fábula de la cigarra y la hormiga. Así como la hormiga se preparaba para los rigores del invierno, quien guarda libros no leídos lo hace (consciente o inconscientemente) para el momento en el que ese tomo haya desaparecido del mercado. «Mientras tanto, puede suceder que ese libro se haya vuelto irrepetible, y difícil de encontrar incluso en un anticuario, porque es de escaso valor comercial», escribe Calasso.
Si el título no triunfa en los primeros meses, desaparece pronto de las mesas de novedades
El mercado del libro se ha vuelto acelerado y efímero. La cantidad de libros que se publican cada día en España es elevadísima (algunos cálculos estiman que sale un libro nuevo cada seis minutos), un ritmo que es imposible de seguir por el público lector, pero también por las librerías. El espacio es el que es y el ritmo de novedades obliga a estar constantemente rotando los productos. Las librerías de fondo son una especie en peligro de extinción y las ventanas de comercialización de los libros se están volviendo cada vez más cortas. Si el título no triunfa en los primeros meses, desaparecerá de las mesas de novedades y de las estanterías, abocado a convertirse en pulpa de papel.
Esto crea presión en el mercado del libro y entre quienes leen, porque seguir el ritmo de las novedades es imposible. Las bibliotecas no siempre conservan todo lo que se publica (al fin y al cabo, su espacio tampoco es infinito). Eso está llevando a preguntarse si no es posible leer de otra manera y reivindicar llegar tarde a los libros, pero también a que el público más precavido se haga con los títulos que captan su interés antes de que se eclipsen en librerías y desaparezcan.
Por supuesto, esto no debería ser visto como una invitación a un consumismo desaforado. No hay que comprar todo lo nuevo que sale por si en algún momento querremos leerlo. Al fin y al cabo, existe el autoconocimiento lector y es fácil adivinar qué nos podrá valer y qué no.
Ahí es donde entra la idea de biblioteca personal. Suena un poco a descripción pretenciosa, pero al final somos curadores de nuestros propios fondos bibliotecarios. Sabemos qué nos interesa y qué nos podrá llegar a interesar, lo que permite desarrollar una colección especializada. Puede que por trabajo o por interés personal sepamos que vamos a necesitar lo que se publica sobre historia de las mujeres decimonónicas, el valor de los jardines o las tendencias geopolíticas del siglo XXI. O que nos guste llevar de viaje libros relacionados con el lugar en el que hemos estado. O que amemos con pasión a Jane Austen, Benito Pérez Galdós o Virginia Woolf y nos hagamos con las nuevas ediciones de títulos que ya tenemos. No lo leeremos todo en el momento en el que lo compremos, pero algún día llegaremos a ello.
¿Y qué pasa cuando abres ese libro tiempo después de haberlo comprado? Calasso habla de una «extraña sensación», la de haber sido capaces de anticiparse a las necesidades del yo del futuro, pero también de una cierta frustración, de estar disfrutando tarde lo que podrías haber leído mucho antes.
Tomado de Ethic.es
Más historias
En defensa de acumular libros no leídos
Rockotitlán, foro que cambió la historia del rock mexicano
Día de Muertos en Huaquechula 2025: Visita las ofrendas blancas de Puebla