El seductor o las confesiones de un hombre solo (fragmento II)

VI. Amante nocturna Tengo arraigado en mi tacto la textura de su piel. La blancura de su dermis, como si decenas de narcisos se hubiesen tejido para cubrir sus músculos. Ojos gitanos, oscuros como la primera noche del mundo. Comunicantes, evasivos...

VI. Amante nocturna

Tengo arraigado en mi tacto la textura de su piel. La blancura de su dermis, como si decenas de narcisos se hubiesen tejido para cubrir sus músculos. Ojos gitanos, oscuros como la primera noche del mundo. Comunicantes, evasivos e incitadores. Ojos como una prisión en donde se cumple una dulce condena. Labios delgados y sonrientes, puertas que se abren a un pozo de miel acuosa y transparente. Pozo rodeado por dos filas de dientes tallados a base de perlas vivas. Y su cuerpo, curvas sutiles que se vuelven imanes para mis manos de níquel.

La conocí cuando fui suplente de un profesor en una escuela de negocios. Llegué a ese puesto por la recomendación de una amiga. El curso era breve y superficial, así que acepté de buen ánimo la propuesta, pues bastaba con tener un mínimo de idea sobre algunos temas para poder estar frente al grupo.

Mi oficio como profesor fue irregular. Cubriendo a otros maestros o dando clases que terminaban en pocas semanas. Tengo muchos años que no lo hago. A veces lo extraño. Además, nunca ha sido por un interés económico, pues la enseñanza, en la mayoría de los casos se paga con poco dinero, pero con mucha satisfacción y un tanto de decepción. Para alguien como yo habría sido insensato desaprovechar la oportunidad de hablar frente a un público obligado a escucharme.

Respecto a la clase y a ella, desde el primer día llamó mi atención: Vanessa. Como de costumbre, les pedí a los alumnos que me hablaran un poco de ellos mismos para saber qué tan cerca o lejos estaban de la materia. Me tomó por sorpresa saber que era casada y que era madre de una niña. Su rostro y su cuerpo daban la impresión de ser una mujer todavía más joven, a pesar de que tenía 23 años. Para entonces yo tenía 28. Cuando mencionó su matrimonio sentí una ligera punzada en el estómago, una señal inequívoca de la atracción que sentí. Como si me hubiesen arrebatado algo con brusquedad. Algo que ni siquiera poseía y que nunca iba a poseer.

A la siguiente clase, pidió permiso para estar más cerca de mí con el pretexto de que la ocasión pasada no escuchó lo suficiente. La materia era Cultura Financiera y como ella tenía un negocio de cosméticos, sus razones estaban justificadas. Fue la única alumna que leyó los textos que puse como ejemplo. También fue la única que discutió conmigo, pues no estaba de acuerdo con algunas de mis apreciaciones. Y así, en esa dinámica de profesor y estudiante se fue metiendo en mi cabeza y comencé a confeccionar fantasías.

El ejercicio de la enseñanza tiene mucho decoro. Parte de ello se mantiene al no involucrarse con los alumnos más allá de una amistad somera con límites bien establecidos. En las relaciones de poder es fácil acosar, intimidar u hostigar, mas siempre me he jactado de tener un comportamiento honorable. Cuando una alumna llegó a manifestar una intención distinta, he sido prudente al respecto y he sabido tomar las medidas necesarias. Basado en esos principios, me dije a mí mismo que en el caso de que hubiese en algún momento atracción mutua con una estudiante, el primer paso jamás debería ser mío, y así fue. Vanessa lo hizo.

Una parte de mí me decía que su sonrisa escondía muchas palabras. Otra parte, que estaba interpretando su interés en la clase y una simple simpatía hacia mi persona como algo más. Días después de que terminó el curso me llamó para saludar y resolver unas dudas. Siempre hay que hacer movimientos astutos. El primer y el último día de clases anoté en el pizarrón mi número de teléfono por si lo llegaban a necesitar. A partir de esa llamada comenzamos a conversar con frecuencia. Pláticas banales, bromas, opiniones sobre películas… los amantes nacen a partir de una mirada, una sonrisa o un intercambio de palabras triviales. Después de poco más de 2 semanas me atreví a invitarla a salir. Su reacción fue de sorpresa, mas casi sin pensarlo me respondió que sí. Fijamos un día en que ella saliera de la escuela más temprano que de costumbre y yo elegí un lugar al azar.

El primer día que salimos estuvo lleno de silencios prolongados. Quería volcarme hacia ella. Tocar su mano o su mejilla, decirle cuánto la había extrañado. Estaba tan concentrado en no decir o hacer algo inoportuno, que la noche transcurrió en medio de tropiezos. No sabía de qué hablar. Quería parecer interesante. Que esa idea que tal vez ella se había hecho de mí, no se desvaneciera en uno de tantos mutismos involuntarios. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, girábamos un poco la cabeza, como si tratáramos de hallar en los objetos de nuestro alrededor las palabras que no encontrábamos en nosotros mismos. Cerca de la media noche se despidió. Nos dimos un tibio beso en la mejilla y una desabrida sensación de derrota se posó sobre mi pecho.

Un par de días después le llamé para disculparme. Le mencioné que nunca había salido con una exalumna y que, por lo tanto, tuve una sensación rara durante la cita. Vanessa supuso que me había aburrido, pero se equivocó y lo dejé en claro. Así que decidimos darnos una segunda oportunidad el siguiente fin de semana, sólo que le propuse que fuera a mi casa, para sorpresa mía, aceptó.

Fue una semana larga, estaba impaciente porque llegara aquel día. Me gustaba demasiado. Tracé diferentes planes en mi mente. Interpreté su disponibilidad como una manifestación clara de que ambos teníamos deseos aproximados. Procurando ser cauto, sin agobiarla, no le hablé en esos días. Intenté mantener la cabeza fría y no salir de mis rutinas habituales, sin embargo, no podía negar que Vanessa ocupaba gran parte de mis pensamientos y me asusté el día en que me sorprendí sonriendo al recordar sus ojos. El sábado llegó. Nos saludamos con una sonrisa que fue imposible disimular, como un brote de primavera. La luz de la tarde me dejó verla en todo su esplendor. Nos dimos un abrazo. Olí la fragancia de su cuello y de su pelo. Caí rendido ante el embrujo de su ser y sin saberlo, en ese momento parte de mi vida estaba depositada en sus manos.

La conversación discurrió sin impedimento alguno. Tal vez en la comodidad de mi casa, sin las miradas de los extraños, pudimos ser nosotros mismos. Porque a final de cuentas ella era una mujer casada. Debía ser muy cuidadosa, protegerse siempre las espaldas. Y yo, un hombre al que no le importaba invitar a su casa a una mujer con un compromiso y decirle, ya a tono con el alcohol, que en la ocasión pasada no había sabido cómo actuar; que a pesar de que tal vez era obvia su intención de estar conmigo, no me atreví a traspasar ninguna barrera, por miedo o desconfianza, no supe cómo interpretar su sonrisa y el hecho de haber aceptado mi invitación. 

Entre risas y miradas la noche cayó en medio del calor y la desinhibición que provocan la embriaguez de la cerveza y la afinidad de los cuerpos. Puse mi boca sobre sus labios. Al quitarme, ella me miró con sus enormes ojos negros. Supe que esa mirada era una manera de incitarme, un permiso para hacerlo una y decenas de veces más. Volví a besarla. De apoco comenzó a abrir la boca, el ritmo de nuestros labios se fue uniendo, la saliva se mezcló y nuestras lenguas se tocaron. El primer beso del ser deseado es un triunfo a la vida. El placer, como ya se ha dicho, su señal de aprobación.

La invité a mi cama. Era casi de madrugada. Las horas se esfumaron y en unos minutos debía irse, así que sólo nos quedamos acostados. De cerca, mirándonos. Cerrábamos los ojos para besarnos e interrumpíamos el beso para vernos de nuevo. La danza de las manos y las bocas, que precede a la danza de la química y los estímulos eléctricos se hizo presente. Pensé que tardé demasiado en acercarme, pero también pensé en que, si había esperado tanto para estar con ella, podía esperar un poco más. Cada último beso se convertía en el penúltimo, cada minuto se escapaba como agua entre las manos.  

Esta historia no tiene sentido sin explicar el atípico matrimonio de Vanessa. Fue transparente desde el principio, no tenía la menor intención de dejar a su esposo, ni tampoco buscaba una nueva pareja. Sólo deseaba un amante. Jamás se expresó mal de él, ni tocó el tema de su familia en nuestras pláticas. Lo poco que mencionó es que era un buen hombre y un mejor padre. También se limitó a decir que ellos tenían un acuerdo, él salía durante semanas a trabajar, viajaba por todo el país. Ella le avisaba que saldría y encargaba a su hija con una vecina de confianza. No daban cuentas ni tampoco tenían un horario para llamarse. Yo acepté dichos términos. Ambos creímos que podíamos controlar la situación. Básicamente se trataba de que ella intermitentemente iría a mi casa, pasaríamos parte de la noche juntos y regresaría antes del amanecer.

El placer siempre es codicioso y a quien posee la belleza no le es difícil imponer condiciones. Yo hubiese aceptado casi cualquier trato con tal de poder estar con ella. Cuando no hay un intenso amor de por medio, el deleite sólo se halla en la disposición de los cuerpos. No hay ningún interés en poseer un alma o en compartir y planear la vida, todo se reduce a la carne y a las delicias efímeras que nos obsesionan. Tocar unos muslos tersos, apretar los senos, chupar una vulva, eyacular encima de la espalda, tener un orgasmo… Todas son sensaciones breves que pueden aturdirnos por días, semanas o años.

La primera vez que lo hicimos fue una semana después de aquel día en que sellamos nuestro acuerdo con un beso. Yo volví dar clases. Esa tarde pensaba en cuántas experiencias más me traería ese oficio. Me cuestionaba también si algún día me quemaría por jugar con fuego. Lo cierto es que disfrutaba en sobremanera tener una complicidad. No importaban las posibles consecuencias. Tenerla conmigo era suficiente. Es una de las mujeres más hermosas que han pasado por mi cama. Nos vimos en mi casa cerca de las siete. Una vez dentro, nos recostamos de nuevo en la cama. Yo le repetía sin cesar lo bella que era. Ella me pedía entre risas que dejara de decirle eso. Ponía sus dedos sobre mis labios. Entre besos y palabras mis caricias fueron cubriendo su cuerpo. La desvestí hasta que quedó en ropa interior. Admiraba sus pechos como dos palomas blancas acurrucadas en un nido oscuro. Su vientre, sus piernas y sus nalgas, como hechos de pan. A pesar de que mis sentidos estaban al borde del límite, todo transcurrió con la calma de 2 amantes que se conocen. Después de besar y pasar mis dedos y mis manos por cada rincón de su cuerpo, me detuve de nuevo en su sexo. Había mojado su ropa. La hice a un lado para dar un lengüetazo. Le desnudé por completo y hasta ese momento me di cuenta de que yo seguía vestido. Puse mi cabeza entre sus muslos y la disfruté como si fuese un fruto maduro. La lamí en distintas direcciones y a diferentes intensidades. Jugaba con mi lengua, a veces rígida y a veces blanda, utilicé mi dedo mientras continuaba usando mi boca. Entonces ocurrió, su estremecer y el almíbar sutilmente salado que desprendió y llenó mi mentón, no me dejaron dudas. Había logrado que terminase, por lo tanto, me había ganado ese derecho también. La miré a los ojos y sonreí. Me pareció curioso que me pidiera que me enjuagara la boca para poder besarla, pues no quería probarse a sí misma. Me quité la ropa y me puse encima de ella. A pesar de que el camino estaba listo, a duras penas pude entrar. Mi fascinación por ella aumentó, me sentí dichoso. Después me puse detrás. Ella metió sus piernas por entre las mías, admiré su espalda, con mi mano izquierda la sujeté por la cadera mientras que con la derecha me dirigí hacia su interior. De nuevo esa sensación donde el calor y la humedad se hacen uno. Me perdí dentro de su ser. Disminuía el ritmo cada que vez que sentía que podía acabar. La tomaba de los hombros, acariciaba sus piernas y sus pechos. Le pregunté si le gustaba lo que sentía. Respondió entre quejidos que sí. Le pedí que estuviera encima de mí. Su lívido cuerpo me hacía sentir pesado. Mis manos adquirían una dimensión mayor. Coloqué el hueco de mi mano sobre su mejilla, con la otra recorría su piel; tocaba todo lo que podía tocar y de pronto, le pedí que se detuviera, apenas pude salir cuando mojé sus piernas. Me abrazó con fuerza mientras el éxtasis se desvanecía y dejaba una estela de espasmos y temblor. Por un momento no fuimos ella y yo, sino nosotros.  

Pese a la química que había entre ambos, nuestra historia fue breve. En dos ocasiones más me visitó e hicimos lo mismo. La siguiente vez que nos vimos se me ocurrió invitarla a una fiesta. Me di cuenta al poco tiempo de que sucedía lo mismo que en nuestra primera cita. Los silencios se hicieron presentes. Nuestro comportamiento, dubitativo, se limitaba a pláticas de oraciones cortas y a conversaciones banales con el resto de los invitados. De manera inesperada me dijo que se iría. Yo comprendí, pero también traté de persuadirla para que se fuera un poco más tarde. No estaba molesta ni decepcionada, simplemente, ambos coincidimos en que lo nuestro sólo podía ser pleno a solas y entre cuatro paredes.

Respecto a las llamadas, tuvimos que interrumpirlas porque su marido estaba en la ciudad. Hubo cambios en mí. Me ilusionaba con la idea de que tal vez en algún momento terminaría su matrimonio. Pensaba en compartir más que la cama. Tomarnos fotografías, salir de viaje, visitar una cabaña, comer y beber en el claro de un bosque. Ver su piel a la luz del sol, con la arena bajo sus pies, el mar oscuro de sus ojos frente al mar azul de una playa semivacía, en donde su hija jugara conmigo y entendiera que todo era bueno porque éramos felices. No obstante, todo eso era una imposibilidad, algo que dejó en claro desde el principio que no pasaría. Algo que yo tenía mucho tiempo sin desear. Y a pesar de que momento a momento nuestra relación mostraba destellos de un enamoramiento mutuo, Vanessa paraba en seco casi toda expresión que reforzara tales sentimientos. Nuestro destino era fugaz y duradero al mismo tiempo.    

Una noche de lluvia de verano estaba acostado en mi cama. Expectante de una nueva visita. Aunque había un aguacero yo tenía calor. Ella me había dicho que saldría a un compromiso y que tal vez podría pasar a mi casa. El teléfono sonó y la lluvia estaba cesando. A los pocos minutos abrí la puerta, salí a la calle y la vi bajando de un taxi. En los charcos y el pavimento mojado, el reflejo de las luminarias color amarillo proyectaba resplandores que embellecieron la madrugada. Tenía puesto un vestido entallado color negro. Llevaba el cabello suelto y contrario a su costumbre, había maquillado sus ojos. La imagen parecía haber salido de un sueño o una fantasía. El placer tocando a mi puerta, una hermosa mujer que iba de visita con su desaliñado amante. Pensé por primera vez que ella podría haber elegido entre muchos hombres, que casi cualquiera caería rendido ante su fulgor, sin embargo, me había elegido a mí.

Pasamos a mi habitación. Sin cansarme de verla la recorrí decenas de veces de pies a cabeza. Subí su falda y me recosté en sus piernas. Las besé y acaricié con ahínco. Murmuraba halagos y por mi mente pasaba un desfile de palabras incompletas. Lo hicimos más lento y callado que otras veces. Como si estuviéramos en un lugar y un momento de solemnidad. No convencida del todo, me pidió que nos apresuráramos porque no faltaba mucho para que el sol saliera. Y así, antes del alba la vi partir y nunca más estuvimos juntos de nuevo.

Mis sospechas eran ciertas. Ella me confesó que había decidido ya no visitarme porque estaba sintiendo algo más por mí y eso podía sacar de balance las cosas. Yo le prometí mantenerme al margen de su vida personal, tal y como lo habíamos hecho, sin embargo, con entereza y determinación, mismas que yo no poseía en ese momento, me repitió que la decisión estaba tomada. Que no había nada que negociar y que no existía ninguna posibilidad de dar marcha atrás.

Y así, sin volver a vernos, sin más explicaciones ni muestras de contemplar otras posibilidades, nuestro romance terminó. No tuve más remedio que aceptar las cosas y hacerle frente a la distancia. Sentí por ella una enorme admiración. No sólo por ser fiel a sí misma, sino también por su capacidad de mantener límites claros. Fue una maestra para mí. Quiso un amante y lo tuvo. Cuando la situación dio indicios de que podía perder el control, se alejó. 

Mi Amante nocturna será siempre un hermoso recuerdo. Nunca supe más de Vanessa, como si hubiese desaparecido. Un ejemplo perfecto de cómo mantener la cabeza fría cuando la piel está ardiendo. Sólo un moralista podría juzgarla de otra manera, para mí, siempre será prodigiosa. Una mujer capaz de dar lecciones a todos aquellos que hemos cometido estupideces por no poder controlar los deseos físicos y emocionales. Ella puso la última piedra lo que yo había construido.

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