El poeta en la ciudad herida

El poeta en la ciudad herida

A Víctor Armando Cruz Chávez, después de revisar todas las aflicciones de nuestro entorno, le basta una imagen aparentemente grata para llenarnos de zozobra. “En la calle suena el carro de los helados y el tiempo parece detenerse, / con un...Tomado de https://morfemacero.com/

Culturas Impopulares 

Jorge Pech Casanova 

A la memoria de Carlos Cruz Allende 

El visitante que camina entre las macizas construcciones del centro de Oaxaca no podría sospechar que bajo esos pavimentos estropeados por pasos afanosos y manos imprudentes yace un sedimento de pantano, cuya inestabilidad mantiene a la ciudad vulnerable a los terremotos. 

Hace poco más de quinientos años, hacia 1490, la ciudad de Oaxaca no existía, nadie soñaba en habitarla. En cambio, los cerros que la circundan y la rica zona agrícola adyacente estaban ocupados por contingentes militares venidos de distintos pueblos aztecas: Chapultepec, Mexicapan, Xochimilco, Xalatlaco. En donde hoy se alza el mercado de Oaxaca había un tianguis y, frente a él, se alzaba la casa del administrador de los puestos militares. enviado por Ahuízotl en 1480 a cobrar peaje a los comerciantes que transitaban por ese paso hacia lo que hoy es Guatemala. 

Desde las alturas de sus campamentos, los guerreros mexicas contemplaban el valle que se extendía a los pies de los cerros, una extensión lodosa donde destacaba, solitaria, la casa del administrador, algunas chozas accesorias y el ancho caudal cuyas aguas daban origen al pantano, esa corriente que los colonizadores bautizaron como Atoyac, “el lugar del río”. 

Décadas después, cuando los españoles llegaron a establecerse en la zona para aprovechar las fértiles tierras, levantaron un templo que advocaron a San Juan de Dios. De ahí comenzaron a levantar un caserío. No tardaron en apoderarse de la casa del administrador azteca, en la que instalaron un alhóndiga o reservorio para granos y alimentos. Había ya calles trazadas y una ciudad en ciernes, afirma Manlio Barbosa Cano en su libro Huaxyacac. La guarnición inmortal. Sobre ese trazo establecieron los españoles su villa de Antequera, que hoy es la ciudad de Oaxaca. 

Reponiéndose de los constantes terremotos, los españoles y los indígenas lograron hacer perdurar edificios de cantera sobre el suelo poco fiable. Hicieron crecer sus caseríos contra la voluntad de Hernán Cortés y convirtieron la villa en ciudad. Hicieron retroceder al río Atoyac para que la servidumbre indígena y los obreros artesanos tuviesen vecindades saturadas e insalubres donde alojarse. Frente a esas viviendas construyeron un gran templo con su convento para señalar la entrada a la villa: el templo de La Soledad. 

El puesto militar de Xochimilco dio paso a un próspero pueblo de artesanos que tejían sarapes y otros textiles, cultivaban sus ricas tierras y con el tiempo se pusieron de acuerdo con los habitantes de Xalatlaco para construir un acueducto que bajaba desde el pueblo de la [a]Tarjea de San Felipe hasta el límite de Xochimilco con Antequera, para abastecer de agua todo ese territorio. 

El agua era limpia y abundante en la creciente urbe. Por si hiciera falta, en sus linderos corría apacible el ancho caudal del Atoyac, que los indígenas cruzaban a pie para hacer trueques en Antequera.

Los moradores del pueblo de Santo Tomás Xochimilco vieron pasar los siglos hasta que su poblado se convirtió en 1927 en un barrio de la ciudad de Oaxaca. En ese barrio de Xochimilco nació en 1969 el imaginativo escritor Víctor Armando Cruz Chávez. De su inventiva han surgido pulcros libros de cuentos: La tinta y el dédalo, Los hijos del caos, Vals profano. Autor de relatos fantásticos, no evade el realismo y es también cronista, con títulos como Obsesiones del escribano y Crónicas del barrio de Santo Tomás Xochimilco.

Además, el narrador es también poeta y en sus inicios publicó, en 1998, un sobrio volumen: Estaciones sobre la piedra dormida. Desde entonces Cruz Chávez había reservado la publicación de su poesía, si bien se asomaba con sus versos en alguna revista de cuando en cuando. 

Ahora resurge el poeta con un libro intenso, sin concesiones: Ciudad y zozobra. Dedicado a la Oaxaca que ha visto transformarse en poco más de medio siglo, este volumen no condesciende al llanto pero está atravesado por el luto: refiere no sólo el deterioro de un centro urbano que se degrada a sí mismo por la contaminación de sus recursos naturales, sino por la inanidad con que sus habitantes parecen celebrar esa profanación. 

Libro de poesía urbana, desgarrada, escéptica, valerosa en su sobrio examen de una ciudad que se suicida en sus tóxicos hábitos, Ciudad y zozobra no se limita a advertir el deterioro de Oaxaca. Salta hacia la destrucción del mundo que muchas voces nos advierten y registra con imparcialidad estremecedora el desastre climático: “Si las abejas desaparecen los ciclos agrarios serán espejo roto / donde se refleje nuestra aridez de carne sin lágrimas”. 

Sorprende leer a un autor cuyos títulos previos contienen tantos textos optimistas, apasionados, fervorosos, manifestarse con tal vehemencia contra los riesgos de extinción que nos asedian: “Qué hacer cuando nos faltan ochenta y nueve segundos para el fin del tiempo”, reitera en un extenso poema dedicado al sombrío reloj creado en 1947 por científicos para advertir sobre el peligro de una guerra con armas atómicas y nucleares. 

En la segunda parte de ese poema, Reloj del fin del mundo, está una parte de la explicación para tan sombrío talante poético. En esos versos el autor evoca el deceso de sus padres durante la pandemia: “Mi madre enfermó de Covid el día de su cumpleaños / y en quince días la plaga cerró sus ojos y secó el río tibio de su sangre”, “Mi padre murió de Covid el día de la primavera”. Después, la tragedia ha visitado una vez más el corazón de la familia de Víctor Armando Cruz Chávez, cortando una joven vida. 

Ese luto incesante puede explicar el contenido pesimista y desencantado de Ciudad y zozobra.Recuerda el incontestable verso de Vallejo que reitera “hay golpes en la vida tan fuertes / golpes como del odio de Dios”. Pero lo que conmueve en este libro no son lamentaciones, sino la entereza del poeta ante su visión del apocalipsis, que no es disímil a la de otras voces que nos advierten del Armagedón. 

Otros poetas han clamado —con toda razón— contra la guerra, la destrucción de bosques y selvas, el oscurecimiento del cielo por el humo de automóviles y fábricas. A Víctor Armando Cruz Chávez, después de revisar todas las aflicciones de nuestro entorno, le basta una imagen aparentemente grata para llenarnos de zozobra: “En la calle suena el carro de los helados y el tiempo parece detenerse, / con un sol crucificado, una vena rompiéndose, / una hoja en vilo entre un viento de incertidumbre”.

Tomado de https://morfemacero.com/