…para el cine yo prefiero que el toreo refleje la vida en bruto. Sé que esa vida en bruto, transformada en imágenes, es artística, más artística, para el cine, que la faena de arte.
Albert Serra
Mientras los cámaras de Albert Serra rodaban el material de la película que los espectadores hemos visto en las salas, Andrés Roca Rey disparaba contra nosotros la cámara fotográfica de su ojo derecho. El torero atrapa con el abre y cierra de su párpado en pequeñas ráfagas de uno, dos, tres… tics, la materia de sus pensamientos, el cuerpo de sus dudas y sus miedos, el peso de la responsabilidad. Someter es el verbo principal, con toda su polisemia (“sujetar, humillar”, “conquistar, subyugar, pacificar”, “subordinar el juicio, decisión o afecto propios”, “proponer a la consideración de alguien”, “encomendar”, “hacer que alguien o algo reciba o soporte cierta acción”) en este asunto polisémico de la tauromaquia. A través del clic de su ojo intuimos cómo Roca somete a juicio lo que experimenta. Quizá por eso lo que el torero piensa en esta cinta me interesa más que lo que hace. La película nos entrega lo que hacen y algo de lo que dicen Roca Rey y sus subalternos, lo obvio, y yo invento otro documental con lo que él nos muestra y sugiere a través de su gesto: cada clic de su ojo derecho lo someto a juicio.
Me interesa (tanto como la película de Albert Serra, y me deslumbra por igual) el modo en que el torero nos retrata a los espectadores, la manera en que nos mira sin mirar, como un cineasta, y la forma en que nos define, uno a uno, como espectadores. ¿Qué piensan los toreros de nosotros? ¿Cómo ven a quiénes no nos atrevemos a lo que ellos sí se atreven? ¿Qué les inspiran quienes ni siquiera soportan echar un vistazo a lo que ellos encaran?
La película documenta una parte del mundo taurino, su centro, por así decirlo, y excluye lo mejor de la tauromaquia, a mi juicio: una forma primigenia del arte futuro para la que quizá el protagonista no es el actor mejor dotado: le falta toreo de salón, igual que al director le sobra salón y le falta plaza para captarlo. No parece suficiente haber visitado de forma circunstancial “el acontecimiento”, como diría Rafael de Paula (“la tauromaquia no es un espectáculo”), para atender bien a sus matices técnicos y artísticos.
La película también elude, por suerte, lo peor de la tauromaquia: al resto de hombres que manosean el sacrificio cruento con sus negocios. Serían estas, la del arte y la del dinero, lógicamente, otras películas, donde lo retratado se impondría de manera distinta. Aquí, en lo de Serra, la película no es solo un retrato del mundo taurino, sino del mundo en general, y del modo en que el mundo mira al rito (lo innato, si no entiendo mal a Walter Burkert, lo emparentado con la caza) y al ritual (lo aprendido, lo sofisticado, lo elaborado y reelaborado) de los toros, y lo somete a un juicio cada vez menos ilustrado, cada vez más anglosajón. ¿Qué ves, mundo, aquí en Tardes de soledad? ¿Qué ve cada espectador (de aquí y de allá) en el juicio al que nos somete la cinta? La plaza de toros es el único lugar urbano en el que el hombre tiene la oportunidad de recordar y recordarse lo que fue y sigue siendo, lo que siempre será: al mismo tiempo presa y cazador. La película lo dice sin decirlo, lo explica sin explicarlo. En Tardes de soledad estamos ante otra película sobre la muerte, a la que todos estamos expuestos (sobreexpuestos, en el caso de los toreros), y, por ende, ante una película sobre el misterio de la muerte y el de esta sobreexposición, pero también es una obra sobre el misterio en general: el que atrapa el tic o el clic del ojo derecho de Roca Rey.
Tomado de https://letraslibres.com/
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