El hombre fuerte del resentimiento

El hombre fuerte del resentimiento

Tomado de Ethic.es

Donald Trump ha pasado años cultivando una imagen de fuerza. Se presenta como el gran negociador, el macho alfa, el guerrero indomable que combate al «Estado profundo» y a su lista infinita de enemigos. Pero bajo esa fachada de poder se oculta algo muy distinto: no la fuerza, sino su simulacro, una debilidad que se disfraza de venganza.

Friedrich Nietzsche llamó a ese fenómeno «resentimiento»: la lógica de los débiles que, incapaces de crear o construir, se definen por la ofensa y viven pendientes de ajustar cuentas. La verdadera fuerza —decía Nietzsche— no destruye, sino que crea; no se alimenta del rencor, sino de la afirmación. El hombre verdaderamente poderoso no necesita castigar a sus críticos, porque está demasiado ocupado edificando el futuro.

Trump encarna la inversión de ese ideal. Todo su proyecto político se alimenta del desquite. Cada agravio se convierte en una batalla. Cada crítico debe ser humillado, despedido o aniquilado. Cada derrota se reescribe como traición. No se trata del temple sereno de un líder soberano, sino del ciclo obsesivo del resentimiento que Nietzsche identificó como la marca de la impotencia.

La verdadera fuerza —decía Nietzsche— no destruye, sino que crea; no se alimenta del rencor, sino de la afirmación

El patrón es inconfundible. Trump hizo del «¡Enciérrenla!» un lema de campaña, reduciendo la competencia política a un espectáculo de linchamiento. Despidió al director del FBI, James Comey, por no jurarle lealtad personal. Denigró a funcionarios condecorados —como el teniente coronel Alexander Vindman o la embajadora Marie Yovanovitch— por cumplir con su deber. Presionó al Departamento de Justicia para perseguir a enemigos y proteger a aliados. Los jueces que no fallaban a su favor se convirtieron en «supuestos jueces», y periodistas, testigos o incluso sus propios colaboradores fueron blanco de su furia pública.

Sin embargo, Trump ha sabido convertir esa debilidad en espectáculo. Al transformar sus agravios privados en cruzadas políticas, ha hecho del rencor un teatro público. Sus seguidores se reconocen en su furia: ven en sus peleas una representación de sus propias frustraciones. Lo que podría parecer una vendetta personal se convierte, en su puesta en escena, en una guerra justa, transmitida en directo y coreada en estadios.

Pero aquí emerge una paradoja crucial. La ira de muchos estadounidenses surge de dolores reales: salarios estancados, pérdida de empleos, desarraigo cultural, instituciones que los han abandonado. Son resentimientos con raíz social. El de Trump, en cambio, es puramente narcisista. No nace del sufrimiento colectivo, sino del ego herido de un hombre que no soporta el límite, la crítica ni la derrota. Su rabia no proviene de la exclusión, sino del hecho intolerable de que el mundo no se somete por completo a su voluntad.

Y, sin embargo, muchos de sus seguidores —hombres blancos, de clase media o trabajadora, aún privilegiados en una estructura social desigual— se sienten desplazados. En su percepción de pérdida hay una paradoja: defienden su privilegio creyendo que son víctimas. Su identificación con el «hombre fuerte» revela una ansiedad profunda: la de quienes temen que la igualdad les arrebate una superioridad que daban por natural. Así, la debilidad del líder y la fragilidad de sus seguidores se reflejan mutuamente en un espejo de resentimiento.

La historia ofrece ejemplos elocuentes. Emperadores como Calígula o Domiciano usaron el poder para saldar afrentas personales; Luis XIV envolvió su inseguridad en el brillo del absolutismo; Stalin y Saddam Hussein transformaron el Estado en una máquina de venganza. Todos se proclamaron invencibles, pero su obsesión por los enemigos revelaba una vulnerabilidad patológica.

Nietzsche comprendió que la venganza corroe el alma, y en política, destruye la libertad. Los líderes atrapados en la lógica del agravio no gobiernan: guerrean. Lo que Trump ofrece a Estados Unidos no es fuerza, sino una política de resentimiento perpetuo, una debilidad que se disfraza de poder.

Ahí radica la paradoja final del «hombre fuerte»: promete grandeza, pero entrega pequeñez; promete dominio, pero revela dependencia; promete fuerza, pero solo expone la fragilidad de quien no puede dejar de ajustar cuentas. Esa es, tal vez, su condena más profunda: no ser simplemente cruel o corrupto, sino, en el fondo, trágicamente débil.

Tomado de Ethic.es