En 1962, un científico llamado James Lovelock miraba por primera vez las fotografías que llegaban del espacio. La Tierra, vista desde esa distancia infinita, le pareció de pronto un ser vivo que respiraba, que se cuidaba a sí mismo para mantenerse habitada. Llamó Gaia a su descubrimiento, como la diosa griega de la tierra, convencido de haber visto algo que nadie había visto antes. No sabía que décadas atrás, un ruso llamado Vernadsky había intuido algo parecido. Pero fue precisamente esa inocencia la que le dio fuerzas para cambiar nuestra manera de entender el planeta.
Cada mañana, en ciudades de todo el mundo, alguien se despierta con una idea que cree completamente nueva. Tal vez sea un profesor que ha encontrado la manera perfecta de enseñar matemáticas, o una madre que ha inventado un método infalible para que los niños coman verdura. Ignoran, con esa bendita ceguera que mueve montañas, que otros ya transitaron caminos similares. No importa. Su manera de recorrerlos será única.
La historia del pensamiento humano está tejida con estos soñadores que llegan tarde a ideas ya pensadas, pero que las piensan como si fuera la primera vez en el mundo. Cuando Rousseau escribió que «todo sale perfecto de las manos de la naturaleza», creía estar diciendo algo completamente nuevo sobre cómo educar a los niños. Ignoraba que otros, siglos antes, habían caminado senderos parecidos. Pero fue esa sensación de estar estrenando una verdad lo que dio al Emilio la energía de un manifiesto.
Darwin, observaba los pinzones de las Galápagos con ojos completamente limpios. Si hubiera conocido todos los intentos anteriores de explicar cómo cambian las especies, tal vez nunca se habría atrevido a imaginar su teoría. Su desconocimiento fue su salvación, la chispa que necesitaba para encender una revolución científica.
Cada generación redescubre rebeldías que sus padres ya vivieron
Esta ignorancia fértil no es solo cosa de genios. Florece también en escalas más pequeñas: en quien abre una tienda con una idea que cree revolucionaria, en el joven que escribe versos de amor convencido de ser el primero en sentir lo que siente. Cada generación redescubre rebeldías que sus padres ya vivieron, cada artista revoluciona formas que otros revolucionaron antes.
Esta productividad nace precisamente de un error. Quien sabe que está repitiendo algo ya hecho pierde el impulso vital del descubridor. La energía creativa parece necesitar esa ilusión de estar tocando tierra virgen, esa fe en la propia originalidad.
Los teóricos de la narrativa han observado algo parecido en las historias que contamos. Christopher Booker, tras décadas de investigación, propuso que todas las historias del mundo siguen una de siete tramas básicas: vencer al monstruo, de la pobreza a la riqueza, la búsqueda, el viaje y el regreso, la comedia, la tragedia, y el renacimiento. Sin embargo, cada narrador que retoma estas estructuras milenarias les inyecta algo irrepetible, un acento personal que las hace suyas.
Un escritor que cree estar inventando una historia de amor única no sabe que está siguiendo patrones tan antiguos como la literatura misma. Pero en su manera particular de transitar esos caminos trillados, en su forma específica de darle voz a personajes eternos, surge algo genuinamente nuevo.
Hoy, cuando cualquier búsqueda en internet puede revelarnos que nuestra idea más brillante ya fue pensada, probada y a menudo descartada por otros, el desafío es mantener viva esa frescura. ¿Cómo cultivar la inocencia necesaria en tiempos de información total?
Quizá debiéramos aprender cuándo mirar hacia atrás y cuándo trabajar como si fuéramos los primeros en pisar el terreno. Los grandes creadores dominan este arte: saben cuándo consultar la historia y cuándo olvidarla deliberadamente, cuándo estudiar a los maestros y cuándo taparse los oídos para escuchar solo su propia voz.
Quizá debiéramos aprender cuándo mirar hacia atrás y cuándo trabajar como si fuéramos los primeros en pisar el terreno
El adanismo no es un defecto del conocimiento, sino un estado del alma. Sin él, la cultura humana se convertiría en un archivo perfecto y muerto. Con él, mantiene esa cualidad de agua corriente que hace que cada época sienta que está escribiendo la primera página de la historia.
Al final, el valor de reinventar la rueda no está en la rueda misma, sino en el peso específico que le da quien la reinventa. Cada persona que vuelve a descubrir el amor, la injusticia o la belleza, los dota de un acento irrepetible que los hace suyos para siempre.
La humanidad cuenta, efectivamente, unas pocas historias esenciales que se repiten desde el origen de los tiempos. Pero son infinitas las maneras de contarlas. En cada nueva voz que las retoma, en cada acento personal que las matiza, estas viejas historias recuperan la frescura del primer día.
El adanismo es, en este sentido, la sabiduría de saber que la única forma de heredar el pasado es cantarlo con nuestra propia voz, de entender que aunque la canción sea antigua, nadie nunca la cantará con el temblor exacto que nosotros le damos.
Y así, cada mañana, alguien en algún lugar se levanta con una idea que cree completamente nueva. Se pone a trabajar en ella con la fe de quien funda ciudades sobre el desierto. Su manera de transitarla será única, y en esa unicidad reside el misterio de por qué la humanidad no se cansa nunca de soñar los mismos sueños eternos.
Tomado de Ethic.es
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