Colaboraciones
Blanca Luz Pulido
Sumergirse en más reciente novela de Fernando Solana Olivares, Péguese mi lengua (El Tapiz del Unicornio, México, 2025), es emprender un viaje que son muchos; asomarse a una etapa, por decir lo menos, compleja, de la historia de un país que es este pero al mismo tiempo no lo es, ya que estaba todavía formándose, construyéndose. Pocas décadas habían transcurrido después de la Independencia, y un cúmulo de problemas, inestabilidades, desacuerdos, rebeliones, descontentos, se fraguaban. Difícil, osada tarea la de Solana, la de elegir como tema de su novela acontecimientos históricos tan convulsos, en donde participaron no sólo personas de México, sino también de Estados Unidos, de Francia, de Bélgica, de Austria, en la compleja etapa postindependentista de nuestro país. Años más o menos, la época (o épocas) que, con diferentes ritmos, personajes y cadencias, se despliega en estas páginas, abarca desde (más o menos) 1844, hasta 1867, y más, hasta 1921, fecha de la muerte de su protagonista principal: Concepción Lombardo de Miramón.
Se podría decir que han corrido ya mares de tinta sobre esta época del país, desde historiográficos hasta novelescos, el último de los cuales lo encontramos en la saga de Fernando del Paso, Noticias del Imperio. Sin embargo, nada tiene que ver Péguese mi lengua con todo lo que hayamos leído antes sobre el tema: no es una crónica escueta de hechos, ni una novela histórica que resulte un trampolín para un subtexto ideológico o político. No. Lo que se urde, se teje en estas páginas es algo más complejo y sutil, y se relaciona de manera estrecha con algo que el lector no descubre sino hasta llegar prácticamente al final del relato: que, en medio de los tiempos y destiempos, las escaramuzas políticas, las ingenuidades y las soberbias, el derramamiento de sangre y las traiciones transnacionales que corrieron raudas o se ocultaron taimadas en las décadas de los sucesos comprendidos en este libro, lo que subyace como su núcleo y motor es una fiera, una honda, accidentada historia de amor.
Alrededor de lo que pasa entre Miguel Miramón (Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo) y Concha (Concepción Lombardo de Miramón), cuyas memorias, años después, se convertirían en la base de este libro, hay, obviamente, muchos otros personajes que bullen en Péguese mi lengua, unos conocidos y otros no tanto, algunos reales y otros producto de la fantasía del autor; nombro en desorden: Benito Juárez, Carlota de Bélgica, Maximiliano de Habsburgo, Tomás Mejía, Agustín Fischer –secretario de Maximiliano–, Miguel Covarrubias, tenedor de libros y escribiente; Benjamín González, maestro y ex seminarista; la condesa Constanza Lemus –dama de honor de Carlota–, los responsables de gestar la intriga para que vinieran a México los futuros (y malhadados) emperadores, a saber: José María Gutiérrez de Estrada; José Manuel Hidalgo y Juan Nepomuceno Almonte; el rey Napoleón III; el padre jesuita Fischer, secretario de Maximiliano; Leonardo Márquez –el infame Tigre de Tacubaya–; Isabel Escofedo Alférez, amante de Maximiliano; Miguel López, el que entregó (junto con otros más) a Maximilano, Miramón y Mejía, en la última batalla del episodio del Segundo Imperio Mexicano; Vicente Riva Palacio, autor de la letra de la famosa canción “Adiós mamá Carlota”… y más que omito por no hacer esta enumeración aún más prolija.
Como afirma Pura López Colomé en el prólogo del libro, Fernando es “dueño de una prosa rítmica magnífica, cuya originalidad estilística y de pensamiento resulta difícil de encontrar hoy en nuestras letras”. Estoy de acuerdo. En esta novela, histórica y no, subjetiva y plural, que abarca múltiples eventos al tiempo que se concentra especialmente en dos personas (no personajes), Concha y Miguel, podemos apreciar una fina ingeniería narrativa, que tiene la virtud de transportarnos a una zona del pasado de México que se conoce poco (como siempre sucede con la vida y hazañas no de los vencedores sino de los vencidos), empleando un método nada simple: empezando por el final (el fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía), y de ahí avanzando hacia ¿el principio? de los múltiples hechos que desembocaron en él, lo produjeron, lo anticiparon tal vez.
Los protagonistas de la, las historias, se entrecruzan en tiempo y espacio: por eso, antes incluso de aceptar la invitación a reinar sobre un país desconocido, el emperador es fusilado en las primeras páginas. De ahí se avanza hacia atrás, pero no siempre: la escritura de las memorias de Concha Miramón, que serán, a la vuelta de los siglos, la base del libro, es algo que el autor refiere hasta las últimas páginas, y no es sino hasta llegar al párrafo de cierre que el lector descubre la razón del título: el enigmático, bíblico, “Péguese mi lengua”, que, para mí, se relaciona directamente con las siguientes tres frases que Solana coloca, una al principio, otra poco después, y la tercera al final de todo el relato: 1. “La sangre incendia lo que toca. Deja un rastro que es de fuego.” 2. “La sangre nutre lo que toca.” y 3. “El amor transfigura lo que toca. Convierte en fuego el corazón”.
Si colocamos los verbos de estas secuencias juntos, serían: incendia, nutre, transfigura. Esos son los efectos de la sangre, una sangre que, de acuerdo con la historia de amor que es el fuego central del libro, es equivalente al amor, lo que se confirma en el paralelismo entre la primera y la tercera afirmación: si la sangre incendia lo que toca, y lo nutre después, el amor realiza la misma operación: al tocar algo, lo transfigura por medio de su fuego: convierte en fuego el corazón. Amor y sangre, así, son ambos transformadores, y su acción cambia igualmente los destinos.
Además, por supuesto, de la sangre transformadora del amor, de esa sangre que es fuego, está la sangre no metafóricamente derramada de los conflictos bélicos de las décadas en que transcurre la novela. En algún momento, el narrador refiere los pensamientos de Concha sobre alguna de las muchas campañas en que participó su marido. El destino cargado de azar, y este país convulso, aparecen en sus meditaciones, que el narrador omnisciente refiere:
Miramón iba a emprender una nueva campaña contra las fuerzas del general Degollado, a las cuales batiría en una corta pero intensa batalla. Su buena estrella lo acompañaba invariable aquí y allá. Pero Concha temía que el hado veleidoso cambiara repentinamente porque la hora política así como daba tan pronto podría quitar. ¿Acaso bastaría el genio militar de su marido para establecer la paz en México? Ninguno de los dos la había vivido hasta ahora. Nacían entre turbulencias históricas que no parecían terminar.
Ese “hado veleidoso”, ese destino incontrolable es también un protagonista central del libro. Pero hay también signos, que pueden advertirse o ignorarse, que anticiparían, ¿evitarían acaso? la fatalidad. En varias ocasiones en la historia, por ejemplo, “un ligerísimo temblor” recorre el pálido rostro de Carlota, una señal que nadie, ni ella misma, sabe atender. El destino manda señales, y en el caso de Concha, y sus repetidos viajes a Querétaro a lo largo de su vida, también sucede así. Leemos:
La vida seguía insinuando los lugares y anticipando aquellos escenarios que sólo se entendían, oráculos oscurecidos, después de suceder. […] Ahora viajaba hacia el lugar donde perdería todo aquello que iba a tener.
Mosaico o caleidoscopio, o ambas cosas, la visión polifónica de Fernando Solana Olivares nos deja más preguntas que respuestas. Los paralelismos entre lealtad y traición, el contraste entre la sabiduría y la resistencia de Juárez y el ¿candor, soberbia? de los emperadores y sus aliados, las diversas traiciones con que se tejieron los hilos múltiples de estas historias, ensambladas aquí en un conjunto del que el lector, cuando termina sus páginas, sabe bien que sólo le es dado –como a los participantes de esta obra que fue real–, intuir, nunca asir completamente, lo que sucedió.
Habrá que seguir leyendo lo que tenga en su tintero Fernando, para ver qué nuevos laberintos de la sangre, qué otros destinos cruzados se seguirán revelando en sus páginas.
Tomado de https://morfemacero.com/
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