En las últimas semanas, los pasillos del poder en Washington, D.C., han visto a un visitante curioso y problemático: Alejandro «Alito» Moreno, líder del Partido Revolucionario Institucional. Moreno ha realizado una serie de visitas de alto perfil a la capital estadounidense, donde se ha reunido con funcionarios y legisladores. Su objetivo, según él, es exponer los supuestos vínculos entre Morena y el crimen organizado, y advertir sobre una «narcodictadura» que amenaza la democracia mexicana.
Si bien los aspectos compartidos de seguridad nacional entre México y Estados Unidos existen y fueron abordados en la visita de estado de Marco Rubio al Gobierno de México, el método elegido por Alito es profundamente problemático y, francamente, hipócrita. Para un político mexicano, viajar a una capital extranjera y cabildear para que ese gobierno intervenga en los asuntos internos de su propio país es un acto asombroso de oportunismo político que socava la misma soberanía que afirma estar protegiendo.
El meollo del asunto reside en la Ley de Registro de Agentes Extranjeros de EE.UU. (FARA, por sus siglas en inglés). Esta ley no es un mero obstáculo burocrático; es una herramienta fundamental para la transparencia de la política interior estadounidense. Exige que las personas que cabildean en nombre de un «principal extranjero» registren sus actividades, relaciones y transacciones financieras.
Moreno, como un legislador mexicano y líder de un partido político, está actuando claramente como un agente de un principal extranjero —el PRI— y su misión en D.C. es un ejemplo de manual de cabildeo político. Su falta de registro como agente extranjero no sería un simple descuido; sería una violación directa de una ley diseñada para prevenir exactamente el tipo de influencia extranjera opaca que él está ejerciendo. Además, las dudosas finanzas y patrimonio de Alito Moreno hacen aún más importante que deba rendir cuentas en el marco del FARA.
Más allá de los aspectos legales, existe una profunda ironía en la misión de Moreno. El PRI tiene un historial largo y turbio con el crimen organizado. Durante su largo período como gobierno de partido único, el PRI estableció un sistema de corporativismo y control que permitió una nociva colaboración entre el Estado y las organizaciones criminales. Fue tan profunda esa colaboración que la extinta Dirección Federal de Seguridad emitió credenciales para que criminales se ostentaran como agentes del Estado Mexicano y cometieran desapariciones forzadas, además de otros delitos de los cuales se beneficiaron económicamente.
Esta dictadura de partido único, caracterizada así por historiadores e incluso, países extranjeros, se construyó sobre una base de corrupción sistémica, donde los límites entre el poder político y la empresa criminal eran difusos. Ahora, ver a un líder de este mismo partido acusar a una nueva administración de los mismos pecados, mientras busca simultáneamente la intervención extranjera, es una gran paradoja que solo se explica desde la desesperación de un partido que cayó de la cúspide del poder autoritario a las vísperas de su propia desaparición.
Las acciones de Moreno no son un intento genuino de combatir el crimen organizado. Son una maniobra política, una súplica desesperada por obtener legitimación externa y ejercer presión ante la incapacidad del PRI de procesar políticamente su propia debilidad. Está utilizando al crimen organizado —un problema legítimo— como cuña para atacar al gobierno legal y democráticamente constituido de su propio país. Esta es una táctica que no solo erosiona la dignidad de las instituciones políticas de México, sino que también puede sentar un peligroso precedente de intromisión extranjera en nuestros asuntos internos.
El gobierno de EE.UU., por su parte, debe ser cauteloso con estos llamamientos. Si bien la cooperación bilateral es esencial en la lucha contra el crimen transnacional, debe llevarse a cabo a través de los canales adecuados. Un gobierno estadounidense que se relaciona con un político extranjero que busca activamente su intervención contra un gobierno democráticamente elegido corre el riesgo de socavar las mismas normas democráticas que dice defender. Reconocerle interlocución a un agente extranjero acusado en su propio país de enriquecimiento ilícito y que ha amenazado a periodistas para acallarlos es un riesgo para la propia seguridad nacional de aquel país.
El viaje de Alito Moreno a Washington nos habla también de cómo la derecha está llevando la lucha política internas más allá de nuestras fronteras, amenazando la soberanía nacional. Es un duro recordatorio de que, si bien el problema del crimen organizado es compartido, las soluciones deben producirse a través de un compromiso con nuestros propios procesos democráticos y un claro rechazo a la intervención extranjera, sin importar quién la solicite.
Tomado de http://radiosonora.com.mx/feed
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