El cine perfecto y nietzschiano de Wes Anderson como una línea clara infinita

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Actualizado Lunes,
12
julio
2021

22:03

‘La crónica francesa’, el esperado trabajo del estadounidense, se ofrece como un elaboradísimo juego de espejos que exacerba el esplendor geométrico de la filmografía del director

Wes Anderson, Timothee Chalamet yTilda Swinton en la presentación de ‘La crónica francesa’.SARAH MEYSSONNIERREUTERS

Para Nietzsche fue duro descubrir que buena parte de lo que le habían contado de los griegos no era del todo cierto. Uno piensa en la antigua Grecia y se le viene en mente, además de las playas, ese empeño por el intelectualismo trascendente surgido a partir de Sócrates. El maestro de Platón era un hombre entregado a lo grave, a lo serio, a lo que habita detrás de las sombras y se esconde en el fondo de las cavernas. Y uno podría pensar con ello que todos los residentes entonces en el Peloponeso e islas limítrofes eran así. Y no. En realidad, como pronto se percató el alemán de tendencias dionisiacas, a los griegos en verdad lo que les importaba era la superficie, el pliegue, el tacto de la epidermis. «Adoraban las apariencias, creían en las formas, en los sonidos, en las palabras», escribe Nietzsche para de ese modo reivindicar para el pensamiento y la vida el arte de lo superficial y hasta de lo frívolo.

Wes Anderson, que el lunes se descubrió en Cannes con su último y muy esperado logro, lleva años incordiando a los semiólogos del plano secuencia y dando de qué hablar a los moralistas del trávelling. Y lo hace con un cine orgulloso de su superficialidad, feliz en su geométrica disposición de gestos, paisajes y colores pastel. No es que el americano nacido en Houston sea sólo un pijo excéntrico (que también) es que además lo es con un convencimiento, gusto por el detalle y equilibrada disposición de la emoción que, en verdad, ni se nota. El suyo es un universo tozudamente humanista en el que los personajes actúan por un principio de rectitud esencialmente bello. El suyo es un mundo cálido donde la gélida disposición de los espacios atiende siempre a una intuición con gracia. No necesariamente irónica. El suyo es un cosmos educado y feroz en su exigencia ética sobre cualquier veleidad estética (o al revés). Su devoción por la supuesta frivolidad es, si se quiere, de carácter ‘nietzschiano‘; es la forma que su cine se da a sí mismo para discutir la impostura cinéfila, rancia y heteropatriarcal de lo dado. Siempre contra la voz grave y aguardentosa del que sabe.

Su nueva película, que llega con un retraso de más de un año (fue seleccionada aquí mismo en 2020), es exactamente todo lo que ha sido siempre el cine de Wes Anderson, pero esta vez convertido en arquetipo. Se diría que en ‘La crónica francesa’ (así se ha traducido el ‘The French Dispatch‘ original), el director ha decidido darle la razón a sus críticos para elaborar una película consciente de ser una película de Wes Anderson hasta más allá de lo que el propio Wes Anderson imaginó nunca. Tal cual. Las historias se pliegan dentro de historias a la vez que por la pantalla discurren en aceleración continua los cuadros vivientes de infinitos personajes atrapados en sus manías. Cada escena, como si se trata de una viñeta de Edgar P. Jacobs, antes que de Hergé, está preñada de mil detalles perfectos y pequeños destinados a ser descubiertos una y otra vez. Lo superficial es, hemos llegado, el fondo; la frivolidad es la manera de desarmar el impulso siempre ligeramente falaz de lo trascendente.

Imagen del cartel de ‘La crónica francesa’.

Se cuenta el cierre por defunción de una revista en la imaginaria ciudad francesa de Ennui-sur-Blasé (Villahastío de la Desgana). Hasta allí, un rico heredero (Bill Murray) llegó tiempo atrás con la lunática intención de contarlo todo. Y hacerlo por escrito en un «análisis semanal de la política internacional, las artes (bellas y no bellas) y otros sucesos diversos y variados». Sección a sección, la película narra un reportaje de viajes en la bicicleta de Owen Wilson; una historia del mayor de los pintores de la mano de Tilda Swinton; una crónica juvenil y política con Frances McDormand como analista concienzuda, y una aventura policial gastronómica (es así) merced al buen paladar y sentido del riesgo de Jeffrey Wright. De por medio, Benicio del Toro (el pintor), Lea Seydoux (la musa del anterior), Adrien Brody (el marchante de arte con visión), Timothée Chalamet (el joven revolucionario), Mathieu Amalric (el detective amante de la comida), Edward Norton (el secuestrador con hambre de días)…

Si a los actores citados se suman los decorados de Stéphane Cressend, el vestuario de Milena Canonero y la música de Alexandre Desplat se puede hablar de que ‘La crónica francesa’ es una especie de resumen del corpus ‘andersoniano‘ que quiere ser también celebración del propio cine. Y del periodismo incluso. Cada uno de los relatos se bifurca en otros mil en una provocación incesante de imágenes que funcionan como el vocabulario de un lenguaje secreto y de palabras a la búsqueda cada una de ellas de su propio color. En un momento dado, todo se transforma en un relato animado que convierte en realidad el sueño de tantos de ver las aventuras de Blake y Mortimer en movimiento.

Si se quiere, se trata de un homenaje a la cultura francesa a través de los ojos más curiosos de lo mejor de la cultura estadounidense. De hecho, la película recorre entre 1950 a 1970 todos y cada uno de los tópicos (o arquetipos) que han configurado una forma de ver el mundo a la que no son ajenas ni el cine de Jacques Tati o Carné o Truffaut ni el tour ni ‘La Chinoise’. Todo dibujado y filmado en una línea clara infinita.

En la última película de Anderson, ‘Isla de perros’, inspirada en la novela de Richard Adams ‘Los perros perseguidos‘, uno de los canes se lamentaba ante otro de la dificultad de ser un animal salvaje. El problema, le responde el amigo, es que para según qué hay que empezar antes. Demasiado tiempo amaestrado, demasiado tiempo consciente de la virtud del orden. A los protagonistas del cine de Wes Anderson, a todos ellos, les ocurre algo parecido. Les cuesta abstraerse de su condición de seres enigmáticos e inmaculadamente perfectos. Querrían ser sólo seres humanos, pero llegan tarde. La naturaleza misma del cine les ha hecho ser lo que son: la más fiel, detallada, divertida y hasta cruel representación de cualquiera de nosotros.

Y ése, en efecto, es el milagro. Desde ‘Bottle Rockett‘ a cumbres del melodrama atemporal y cartesiano como ‘Viaje a Darjeeling‘ o ‘El Gran Hotel Budapest’ hasta llegar aquí como exaltación de todo lo anterior, la cámara de Anderson se mueve por la pantalla como el lápiz que dibujó a Tintín: con la misma transparencia y obstinación. Se trata de enseñar la aventura existencial de sus personajes desde la meticulosa descripción de lo que les rodea y les hace ser lo que son. La idea no es otra que pintar desde fuera lo que hay ahí dentro. Y en este juego de paisajes que emocionan, de geometrías apasionadas, lo importante es lo que se ve, la forma, lo superficial, lo frívolo incluso. Todo lo que se enseña podría haber sido mucho más natural o salvaje, pero para eso, como sabe el perro y hasta Nietzsche, hay que haber nacido antes.

DESDE RUSIA CON… ODIO

Por lo demás, la sección oficial ofreció ‘Petrov’s Flu‘ (La gripe de Petrov), de Kirill Serebrennikov, quizá con el objetivo de compensar tanta reflexión feliz sobre una Francia irreal. El director del vibrante, ambicioso y desesperado musical ‘LETO‘ (2018) quiere contar ahora lo que ocurre en su país a fecha corriente. Y como al hacerlo parece que no encuentra las palabras adecuadas para la enormidad de la empresa, no se le ocurre nada mejor que ofrecerse a sí mismo en sacrificio.

De golpe, la pantalla se empapa de la desesperación alucinada del propio director (perseguido por homosexual por Putin) y lo que se acierta a ver es un mundo violento que pugna por no desmoronarse. La Rusia postsoviética se transforma en una pesadilla contemplada por la fiebre descomunal de una gripe eterna. Dice Serebrennikov que con esta película intentaba expresar lo que Rusia representa para él y los que son como él. «Quería compartir nuestros recuerdos de la infancia y contar al público lo que nos gusta, lo que detestamos; quería compartir nuestra soledad y nuestras esperanzas».

El resultado es un ejercicio de cine visceral y narcotizado que no renuncia a nada: el género vampírico se mezcla con la dramatización alucinada de sueños que no pueden ser más que pesadillas, y los recuerdos funcionan como heridas en la historia de un hombre que arrastra su gripe por una noche interminable. Brutal y sin remedio. Todo lo que es luz en Anderson, aquí es sólo sombra.

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