septiembre 14, 2025

El arte y el gran ausente | Por Alberto I. Gutiérrez

Por Alberto I. Gutiérrez

¿Qué es el tiempo? Es algo que soy incapaz de definir de forma precisa, pero lo que sí puedo decirles es que, al fin, lo tengo. A lo que yo les preguntaría ¿Quién no utiliza ciertos términos sin una comprensión de los mismos, aunque estén estrechamente ligados a su cotidianidad? Me atrevería a afirmar que una amplia mayoría, cientos, quizás miles de personas entre las que me encuentro obviamente. Dejando a un lado este pretexto introductorio para ir a lo que nos compete, la situación es que ahora que dispongo de eso que llamamos «tiempo», tras haber dejado un trabajo demandante a la par de heroico, destino algunos momentos del día para realizar algunas tareas que podemos enmarcar en el campo de lo cultural.

Actividades como leer, escribir o hacer trazos en hojas de opalina, se han vuelto prácticas habituales en mi acontecer diario. A este cúmulo de acciones habría que sumar el acudir a recintos culturales de la capital de mi estado —entidad de la que se dice tiene la mayor cantidad de colindancias—, recorridos que me han permitido reflexionar sobre diversos temas. Fue precisamente durante las visitas a algunos de estos lugares que me percaté de un hecho interesante que me llevó a lo que llamaré, a falta de una palabra mejor, una suerte de epifanía.

El surgimiento de esta revelación me acercó a entender un poco los motivos por los cuales ciertas obras, piezas u artefactos artísticos tienen poca trascendencia o un alcance limitado, una condición que atribuyo a la prioridad concedida a lo estético, lo ético o lo emotivo en detrimento del componente lógico-argumentativo. Para dar luces sobre dicha observación, es imprescindible que recurra al dominio de lo anecdótico, que está conformado por una serie de incidentes «curiosos» que me pasaron en estas últimas semanas. ¡Ojo!, utilizo el adjetivo «curioso» para evitar emplear la palabra “accidental” que siempre tiene una connotación sombría.

Todo comenzó un lunes por la mañana, uno de esos lunes con sabor a viernes que son bastante raros y escasos, cuando decidí ir a una exposición que estaba en un museo. En esa muestra podía advertirse una convergencia de varias disciplinas artísticas, algunas inscritas en el rubro escultórico, otras adentradas en las hondonadas del quehacer pictórico. Realicé el recorrido de rigor, observando cada una de las piezas expuestas, de las cuales solo me gustaron un par de ellas. Tras concluir la apreciación, el paso siguiente era salir de ahí en busca de una bebida a base de café para dar por terminado mi consumo cultural del día —al menos en lo que se refería al mundo exterior—, pero algo sucedió.

Cuando estaba por cruzar el umbral de la puerta, un grito masculino, un mensaje ininteligible —producto de una mucosidad alojada en la garganta—, cruzó la sala y para cuando el sonido llegó a mi pabellón auditivo entendí lo siguiente: «¿Qué les hace falta?». Aquella frase me tomó por sorpresa, y sin el tiempo necesario para elaborar un chiste y ganar centésimas de segundo para decir algo inteligente, solo pude comentarle a mi interlocutor un escueto: «¿Con el fin de trascender? o ¿cómo dice?». Entonces el encargado aclaró su garganta mediante un carraspeo, para después indicarme que había dicho que me faltaban obras por visitar, las cuales se encontraban en otra parte del edificio.

Ante la instrucción, no tuve más remedio que asentir, para después dirigirme hacia esa sección del inmueble. He de confesarles que no me dirigí ahí por curiosidad, sino que tal vez porque ese diálogo se salió tajantemente del guion, o por el recuerdo de docentes autoritarios, ¿cómo rayos saberlo? Pero algo ya había empezado a maquinarse a nivel inconsciente. La verdad es que no puedo evitar sorprenderme ante el hecho de que una frase o enunciación mal interpretada cuyo propósito original era destacar mi poca habilidad para prestar atención a las señaléticas de los curadores, me llevaría a pensar en las deficiencias para la trascendencia de algunos ejercicios artísticos.

Sin tiempo que perder, me dispuse a observar el resto de obras. En este recorrido no hallé respuesta a la pregunta producto del equívoco, por lo que finalmente me dirigí a la salida despidiéndome del encargado, el cual sin saberlo se había convertido en partícipe de la conspiración del pensamiento. Las horas pasaron, me detuve en otros temas del diario, pero curiosamente una allegada —que rara vez me contacta por considerarme un pesado— me preguntó si tenía alguna crítica u observación acerca de las piezas de la exposición en cuestión. Como no tenía nada en mente, simplemente le respondí con tres frases humorísticas articuladas que suelen estar presentes en algunos contenidos de redes sociales: «No lo sé Rick, tal vez hay talento, solo falta apoyarlo, o tal vez apoyos hay, solo falta talento». Si bien, aún no daba con el clavo del enigma, era evidente que las correrías de la vida psíquica ya estaban haciendo de las suyas y el martes de la siguiente semana todo adquiriría un poco más de sentido.

Lo que sucedió el martes es que fui a la proyección de un documental que versaba sobre algunos espacios populares de México, el cual estaba compuesto en su mayoría por testimonios de primera mano que narraban desde lo positivo hasta lo abyecto, aunque era más que evidente que se hacía mayor énfasis en las bondades que en las asperezas. Al término de la proyección, se hizo una ronda de preguntas. En ese momento me puse a pensar qué podría preguntar a los presentadores, y mi mente se quedó en blanco. La realidad es que aquel recurso audiovisual no me aportaba algo distinto, diferente, simplemente no me llevaba a la exploración de otros horizontes, poéticamente, no me cambiaba la vida. Esto último no debe ser obligatorio, pero si un creador no aspira a eso ¿Qué busca?, ¿el “hacer por hacer” o ser el terror de los decrecentistas?

Para contextualizarlos un poco, la filmación del documental estaba bien ejecutada, el sonido era el adecuado, el soundtrack suficiente, eso sí el argumento era moralizante en exceso —era casi palpable el interés de difundir la corrección política y los valores tradicionales—, sin embargo, esta producción no me hacía reflexionar o pensar. Al día siguiente, movido por la curiosidad y la experiencia previa, decidí ir a la exposición de la semana pasada para corroborar sí podía advertir una circunstancia similar, una tendencia, una propensión. En efecto, me topé de lleno con que la mayoría de las piezas eran pasables en términos técnicos, pero increíblemente aleccionadoras a favor de temas como la defensa del patrimonio biocultural, cruzadas contra la violencia y el maltrato animal, etcétera.

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Young artist working on a big painting in his atelier

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Joven artista trabajando en un gran cuadro en su taller | Getty Images

Con fines de exposición y trayendo a colación algunos conceptos griegos que nunca vienen a mal, probablemente de tradición aristotélica e inherentes al campo del discurso, podía advertirse en ambos eventos «bastante» aisthesis (estética), pathos (emociones) y ethos (valores), y en cambio «muy poco» o «escaso» logos (lógica, teoría, propuesta o argumentación). Con esto último no quiero que se me malinterprete de que hay una carencia o ausencia total de logos, pero es evidente que éste puede hallarse atrofiado, limitado a ciertos temas o sujeto a la misión moralizadora. Dichos aspectos no tienen nada de malo per se, no obstante, es indudable que la repetición ha dado pie a una saturación y en una de esas a la alienación paulatina del ámbito de la creatividad.

Es de dominio público que eso que llamamos «trascendencia» en un contexto como el actual es una misión ardua o quimérica si se prefiere, pero es un objetivo que puede alcanzarse siempre y cuando se cumpla con la mayoría de los criterios señalados, aunado a la calidad de los mismos que deben ser tendientes a la excelencia o a la innovación. Todos los elementos comentados tienen su relevancia, inclusive el cumplimiento de alguno de forma extraordinaria ha sido pretexto suficiente para alcanzar la posteridad. Sin embargo, he de destacar el papel del logos para el desarrollo de una obra, que funge como un cimiento que erige el todo, pudiendo servir de semillero para una escuela o una vertiente.

Ante esta trayectoria observada en el campo artístico, no viene a mal preguntarse si la crisis del logos no ha alcanzado dominios más allá de los locales, o hasta los espacios alternativos. El análisis de las causas demandaría otro texto de mayor extensión para darle el debido tratamiento, quizá algunas tesis. Pero si fuera necesario hacer algunas anotaciones, podría mencionar la conversión de la cultura como mecanismo para la socialización de los valores progresistas, el temor de los artistas por contrariar los valores de los consumidores/benefactores, las demandas del mercado o la tendencia de muchas familias a la generación de técnicos en lugar de pensadores, sí, porque el pensamiento crítico o la reflexión están fuertemente ligadas al núcleo familiar, contrario a la idea popular de que las instituciones educativas son las únicas responsables de dicha tarea.

Como podrán intuir, la situación anterior es una cuestión multifactorial y que me genera cierta angustia. Ahora si nos preguntamos ¿Qué medidas podemos tomar al respecto?, ¿Cómo retomar las conquistas del siglo XX, encaminadas a la exploración, al pensamiento? He de ser enfático en que esto no es una tarea sencilla, pero al menos, desde mi trinchera personal, puedo intentar ser más selectivo en lo que a mi consumo cultural se refiere o tratar de jugar un poco con las reglas del mercado —pues es de sentido común que quien entiende al mercado está en condiciones de comprender al mundo contemporáneo—. Asimismo, no hay que olvidar que nuestra asistencia a eventos culturales no es un simple acto de asistencia, no, para nada, sino que se convierte en un ejercicio con tintes democráticos en el que se vota por un determinado producto, una idea o un posicionamiento. Una vez dicho esto último y para ir cerrando el texto, agradeciendo de antemano el tiempo concedido a estas palabras que, si bien, no les cambiará la vida, al menos la perfila; solo me gustaría traer a colación un comentario de un allegado sobre el tema, quien afirmaba que no debía preocuparme, que lo dejara pasar, pues se trataba solamente de un documental y unas cuantas piezas de arte. En efecto, él estaba en lo correcto hasta cierto punto, sin embargo, le contesté que no existía contenido cultural inocente y que, probablemente, una conocida tenía razón: soy un pesado.

Tomado de http://Notaantrpologica.com/