«El afecto y el reto son motores más potentes que la obligación»

«El afecto y el reto son motores más potentes que la obligación»

Tomado de Ethic.es

Sonia Díez (Guecho, 1965) es educadora, psicóloga, economista y CEO. Preside la Fundación Ítaca, que trabaja para que los alumnos de hoy sean agentes de cambio en el futuro, y es impulsora del movimiento EducAcción, un colectivo cívico que sitúa la educación como eje social. Acaba de publicar el ensayo El fin de la educación tal y como la conocemos. Manifiesto por la ‘educacción’ que nuestros hijos merecen (Media Luna), un texto que propone una reconversión seria del sistema educativo, de tal manera que los alumnos reciban una educación humanista integral. 


¿Por qué es necesario reestructurar a fondo el sistema educativo en este momento?

Porque hoy educamos con una estructura diseñada para un mundo que ya no existe. Durante décadas, pequeños ajustes y reformas parciales han hecho creer que el sistema evolucionaba, pero lo cierto es que la arquitectura institucional, la organización del aprendizaje, los currículos, la distribución del tiempo, los roles profesionales y los mecanismos de evaluación responden a lógicas propias de sociedades industriales, estables y previsibles. Nada de eso coincide ya con la realidad contemporánea: vivimos en un entorno incierto, hiperconectado, digitalizado y acelerado, donde las trayectorias vitales son discontinuas y la obsolescencia del conocimiento es vertiginosa.

Los datos confirman que la ciudadanía percibe con claridad esta desconexión. El 58% de los españoles cree que, en cinco años, la educación será igual de mala o peor que la actual, y casi nueve de cada diez considera imprescindible una transformación profunda, según los datos del I Barómetro EducAcción, elaborado por Metroscopia. Este diagnóstico se repite en profesores, familias y estudiantes.

Además, existen límites estructurales que impiden que los actores del sistema —docentes, directivos, administraciones— puedan transformarlo desde dentro. La normativa es rígida, fragmentada y burocrática, y los procesos de cambio están condicionados por ciclos políticos que responden más a equilibrios partidistas que al interés educativo común. De hecho, el 81% de la ciudadanía considera que las decisiones en educación obedecen a intereses políticos, según las mismas fuentes.

Por eso hablo de reconversión sectorial, no de reforma. Las reformas ajustan piezas; las reconversiones cambian el propósito, los mecanismos y las reglas del juego. Las reconversiones son una respuesta solidaria en defensa de un sector que, por sí solo, no puede afrontar la magnitud de los cambios y exigencias coyunturales para sobrevivir. La educación necesita eso ahora: una transformación profunda y sistémica que restituya el derecho a aprender con sentido, bienestar y conexión con la realidad.

Usted apuesta por incluir una infraestructura de atención mental y psicológica en los centros. ¿Qué peso tiene la escuela en la salud mental de los menores?

Hoy en día, la salud mental es una de las grandes emergencias educativas. No porque la escuela sea la causa, sino porque es el lugar donde las tensiones sociales, digitales y familiares se manifiestan de manera más visible. Es el espacio donde los niños y jóvenes pasan más horas que en ningún otro ámbito institucional.

La evidencia muestra que la escuela no previene adecuadamente fenómenos como ansiedad, estrés, adicciones o incluso conductas suicidas, según percibe la mayoría de la ciudadanía: el 70% cree que no se toman medidas suficientes para prevenir suicidios, para la ansiedad (71%) ni para las conductas agresivas o adicciones (69%).

«La educación humanista no está reñida con la educación innovadora: se necesitan mutuamente»

El sistema no dispone de una infraestructura emocional robusta. Muchos docentes no cuentan con formación en acompañamiento emocional, no existen equipos interdisciplinares suficientes y la sobrecarga burocrática dificulta una atención personalizada. Sin embargo, la neurociencia muestra con claridad que no puede haber aprendizaje profundo sin seguridad emocional, sin regulación, sin vínculo, sin sentido.

Por eso propongo que la salud mental deje de ser un complemento y se convierta en una dimensión estructural del derecho a la educación, igual que la sanidad escolar o la orientación académica. El bienestar emocional debe contar con profesionales, protocolos, espacios y métricas propias. Proteger la salud mental no es un lujo: es un requisito para aprender y para crecer.

Uno de sus planteamientos es que el sistema educativo no inculca las competencias necesarias para el futuro. Pero la educación ¿no debería basarse ante todo en formar personas?

Absolutamente. Y precisamente por eso debemos cambiar. Formar personas implica cultivar su autonomía, su capacidad de juicio, su sensibilidad ética, su pensamiento crítico, su creatividad, su comprensión del mundo y su capacidad de convivir en sociedades diversas. Formar personas no es lo mismo que transmitir contenidos; es acompañar su desarrollo integral. Pero el sistema actual no lo logra. La ciudadanía reconoce que la escuela no prepara adecuadamente para la vida adulta (75%), para el trabajo (76%), ni para la convivencia democrática (68%). Y eso revela un desajuste profundo entre propósito y realidad.

El currículo sigue siendo rígido, fragmentado, basado en la memorización de contenidos que caducan rápidamente. La escuela debería ser el lugar donde descubrir quién soy, qué puedo aportar, cómo aprendo, qué me importa, cómo me relaciono con los demás, cómo enfrento la incertidumbre. Sin embargo, demasiados estudiantes viven la escolarización como un trámite sin sentido.

Insisto: no basta con añadir competencias al currículo. Hay que repensar el significado mismo de educar, integrar el aprendizaje experiencial, el propósito, la ética, la ciudadanía, las habilidades socioemocionales y las competencias tecnológicas emergentes. La educación humanista no está reñida con la educación innovadora: se necesitan mutuamente.

¿Cómo conjugar la tecnología —especialmente la IA— en el aula sin que se convierta en un problema y sin que el profesor pierda su papel?

Lo primero es entender que la IA ya está en la vida de los alumnos: lo que está en juego no es si la incorporamos, sino cómo lo hacemos y con qué propósito. La tecnología debe ser un medio, no un fin. Y su integración debe estar guiada por criterios éticos, pedagógicos y de equidad, no por la simple disponibilidad comercial.

La escuela de hoy en día está en una posición delicada: no lidera este proceso, lo observa desde la barrera. Eso la coloca en riesgo de convertirse en una mera usuaria pasiva de herramientas diseñadas sin criterios educativos.

La pregunta clave no es tecnológica, sino humana: ¿qué queremos que siga siendo insustituible en el proceso educativo? Y la respuesta es clara: el juicio crítico, la comprensión profunda, la capacidad de pensar más allá del algoritmo, el vínculo humano, la guía ética y la narración de sentido.

La IA debe liberar tiempo del docente, no reemplazarlo. Debe ayudarle a personalizar, no a estandarizar. Debe permitir anticipar y detectar dificultades, no imponer respuestas únicas. 

La clave no es proteger a los alumnos de la IA, sino prepararlos para un mundo donde coexistirán con ella. Y eso exige que la educación tome la iniciativa, establezca criterios y diseñe pilotos propios. Si no lo hacemos, serán otros —las plataformas tecnológicas— quienes definan la relación entre los estudiantes y los algoritmos.

Una de sus propuestas es la intervención de la sociedad civil. ¿De qué modo puede y/o debería participar?

La educación afecta a toda la sociedad, pero las decisiones se toman entre muy pocos. Y, como muestra el Barómetro, la ciudadanía sabe que este modelo ya no funciona. La sociedad civil es la gran ausente en el diseño educativo, pese a ser la verdadera protagonista de sus consecuencias. Por eso propongo un modelo de gobernanza ampliado en el que participen familias, estudiantes, profesionales de diversos sectores, empresas comprometidas con la formación, universidades, expertos en salud, cultura, economía y sostenibilidad… y cuya participación lleve asociada una medición y un reconocimiento del impacto que generan.

No se trata de invadir el espacio de los docentes, sino de sumar inteligencia social al sistema: abrir centros al entorno, impulsar proyectos de aprendizaje con impacto, tejer redes educativas locales, incorporar mentores, crear experiencias reales de ciudadanía y empleabilidad.

El sistema político, por sí solo, no tiene capacidad de transformación. Está atrapado en un marco de incentivos que limita su acción. Por eso es imprescindible que la sociedad civil —que hoy está en la grada— baje al terreno de juego y se convierta en agente activo de la reconversión educativa.

Aprender ha de ser placentero, pero también requiere esfuerzo. ¿Cómo estimular ambas cosas?

El placer y el esfuerzo son aliados, no opuestos, cuando existe sentido. Nadie se esfuerza de manera sostenida en algo que no comprende o que no le importa. El problema del sistema actual es que somete a los estudiantes a un esfuerzo vacío: memorizar para olvidar, aprobar sin comprender, avanzar sin crecer. La motivación profunda surge cuando se dan cuatro condiciones fundamentales: un propósito (comprender para qué hago lo que hago), autonomía (tener margen para tomar decisiones en mi proceso de aprendizaje), vinculación emocional (sentirme acompañado y reconocido) y competencia (experimentar que avanzo y mejoro). Cuando estas condiciones se cumplen, el esfuerzo aparece de manera natural.

«El problema del sistema actual es que somete a los estudiantes a un esfuerzo vacío: memorizar para olvidar, aprobar sin comprender, avanzar sin crecer»

El placer no es entretenimiento superficial, sino la satisfacción de descubrir, de crear, de comprender, de realizar algo que tiene impacto. El gozo intelectual existe y hay que crear las condiciones adecuadas para cultivarlo. Despierta más esfuerzo un proyecto real que un examen, porque el afecto y el reto son motores más potentes que la obligación.

El contexto —espacios, luz, acústica, tiempos— es fundamental. ¿Cómo sería un aula ideal?

Un aula ideal es, ante todo, un ecosistema vivo, no un contenedor. La arquitectura escolar del siglo XX responde a un paradigma que ya no existe: aulas cerradas, filas, silencio, tiempo fragmentado en unidades artificiales de cincuenta minutos, espacios sin flexibilidad ni propósito. Un aula ideal tendría luz natural, acústica amable, mobiliario ergonómico y flexible, espacios para trabajo individual, cooperativo y exposición pública, zonas verdes o conexión con la naturaleza, tecnología integrada y no invasiva, tiempos adaptados al tipo de aprendizaje, transiciones suaves entre tareas… La escuela ideal olería bien y sería confortable en todos los sentidos, incluida la temperatura. No quiero ni imaginar que pasaría si a los adultos actuales nos obligarán, como a ellos, a comer a diario en los comedores escolares o a usar los baños de la escuela más allá de la segunda hora de la mañana. Hoy tomamos como referencia la «experiencia de usuario» como medida de fidelización de los «clientes» de cualquier servicio menos en el sector educativo.

Y hay un elemento esencial más: la posibilidad de transformar el espacio en función del proyecto, no del horario. Un espacio escolar bien diseñado multiplica la motivación, la regulación emocional y la calidad del aprendizaje. No es un detalle estético: es parte del currículo invisible que educa sin palabras.

Usted afirma que muchos docentes están desbordados. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué papel deben tener en el diseño educativo?

El profesorado vive una paradoja: es el pilar del sistema, pero está atrapado en estructuras que limitan su impacto. Las sucesivas leyes han cambiado programas, criterios de promoción, metodologías prescritas… pero nunca han transformado las condiciones estructurales que permitirían a los docentes desempeñar su labor con libertad y eficacia.

El 76% de la ciudadanía está preocupada por el malestar docente, y el 74% por la falta de innovación pedagógica. La docencia se ha vuelto un trabajo emocionalmente intenso, administrativamente saturado y socialmente poco reconocido. Los docentes deben pasar de ejecutores de normas a coautores del sistema: participar en el diseño curricular, cocrear estándares de calidad, formar parte de mesas técnicas estables, pilotar innovaciones (no «originalidades», sino proyectos cuyo impacto se pueda medir y escalar o rectificar y desechar)… En definitiva, evaluar políticas desde la evidencia y no desde el decreto.

Cuando los países avanzan es porque el profesorado está en el centro de la toma de decisiones. Cuando se legisla sin ellos, el resultado es desconexión y desgaste.

¿Es la burocracia el gran dinamitador de la motivación docente? ¿Requieren apoyos específicos?

La burocracia es uno de los grandes obstáculos, pero no es el único. Forma parte de una cultura institucional de control que asfixia la creatividad y desincentiva la autonomía. La evidencia es clara: el 54% de la ciudadanía percibe el sistema como excesivamente rígido, y solo el 29% confía en que los recursos disponibles sean suficientes. Los docentes necesitan tiempo protegido para innovar, equipos multidisciplinares a su lado, formación continua relevante, reconocimiento profesional, estructuras de mentoría y acompañamiento, y autonomía curricular y organizativa vinculada a la responsabilidad y al apoyo. No basta con pedirles más; hay que darles mejores condiciones. Y, sobre todo, hay que confiar en ellos. Al mismo tiempo, no olvidarnos de medir los resultados e incentivar las aportaciones de valor escalable. Mejorar la educación es cosa de todos y ellos son nuestros principales agentes de cambio.

El compromiso de los padres con la educación, ¿cómo puede mejorarse?

Las familias quieren participar, pero el sistema solo les deja dos roles: cumplir y opinar. No se les invita a colaborar en el aprendizaje real, a aportar experiencia, a cocrear proyectos, a formar parte de comunidades educativas más amplias. El compromiso familiar mejora cuando la comunicación es transparente, el propósito del centro es claro, existe participación auténtica en la vida educativa y no solo la vida escolar, se les reconoce como un agente educativo competente y se les ofrece formación y espacios de diálogo.

Las familias no deben sustituir a los docentes, pero sí deben ser tratadas como aliadas. En los sistemas de mayor calidad del mundo, la comunidad educativa trabaja como un ecosistema, no como compartimentos estancos. Las familias tienen poder; su experiencia durante la pandemia recolocó muchas piezas del sistema… Su colaboración o su inhibición marca la diferencia en la potencialidad de un centro educativo, pero también puso en evidencia los límites y carencias del mismo. Las familias tienen todo el derecho a estar asustadas y preocupadas por la innacción del sistema educativo ante los retos que se nos vienen. Están viviendo los cambios en carne propia mientras que el sistema sigue protegiendo y reproduciendo un inmovilismo que no se ajusta en absoluto a la realidad global.  

¿Por qué es tan necesario incorporar una conciencia medioambiental y ecosocial en la escuela?

Porque no estamos educando para un mundo abstracto, sino para uno que enfrenta desafíos existenciales: emergencia climática, pérdida de biodiversidad, desigualdad, tensiones sociales, disrupción tecnológica. La educación no puede seguir actuando como si estos problemas fueran ajenos al currículo. La formación ecosocial no es una asignatura más, sino una mirada: un marco para entender el impacto de nuestras acciones, la interdependencia global, la justicia ambiental y social, y el papel activo que cada ciudadano puede desempeñar.

Los estudiantes necesitan comprender no solo cómo funciona el mundo, sino cómo cuidarlo. Y esto conecta con las nuevas exigencias profesionales, con la economía circular, con la responsabilidad corporativa, con el impacto Ambiental, Social y de Gobernanza, con la ética y con la democracia. Educar en conciencia ecosocial no es ideología: es responsabilidad intergeneracional.

Tomado de Ethic.es