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El segundo mandato autoritario de Donald Trump ha llevado a algunos críticos a calificarlo de fascista en la estela de Adolf Hitler. Sin embargo, la política reaccionaria de Trump es muy autóctona, y el camino para derrotarlo pasa por la reforma de las instituciones antidemocráticas de este país.
Aunque lleva poco tiempo, el segundo gobierno de Donald Trump ha demostrado ser significativamente más radical que el primero. Un presidente que, en su primer mandato, carecía de recursos y de pericia administrativa para utilizar el poder de su cargo para transformar la política estadounidense, ahora parece capaz y ansioso de hacer realidad las fantasías más lúgubres de sus críticos.
Con la ayuda de una camarilla de leales, en especial del multimillonario sudafricano Elon Musk, Trump utiliza su poder presidencial para iniciar el proceso de destrucción de determinadas instituciones del Estado administrativo, en particular de aquellas que se han convertido en objetivos a batir en la guerra cultural, como el Departamento de Educación. Además, se ha mostrado más que deseoso de transgredir normas e incluso leyes. En el momento de escribir estas líneas ya lleva emitidas 97 órdenes ejecutivas, 26 de ellas en el mismo día en que asumió el cargo. Y a mediados de marzo, su gobierno ha desafiado una providencia judicial al deportar a cientos de nacionales venezolanos a una cárcel de El Salvador.
Especialmente pavorosa para mí como académico ha sido la detención por el gobierno de Trump de Badar Khan Suri, estudiante de posgrado indio que enseña en la Universidad de Georgetown con visado de estudiante, acusado de “difundir activamente propaganda de Hamás y promover el antisemitismo en redes sociales”, así como de Mahmud Khalil, residente legal y uno de los dirigentes del movimiento de protesta propalestino que hubo el año pasado en la Universidad de Columbia.
Las espantosas medidas de Trump han causado preocupación, como es natural, entre la gente liberal y de izquierdas, e incluso entre algunos conservadores. Si el primer mandato del presidente, durante el cual su mayor logro fue una masiva rebaja de impuestos para la gente rica, apenas se diferenció de las prácticas de cualquier político del Partido Republicano, su segundo mandato parece estar motivado por el deseo de transformar el Estado y la sociedad estadounidenses.
Lo que no está claro es hasta qué punto el comportamiento antidemocrático de Trump supone una ruptura con el orden constitucional de EE UU. Los debates sobre esta cuestión en la esfera pública han girado en gran medida en torno a la cuestión de si el Trump 2.0 encarna un giro hacia el fascismo. Quienes hablan de fascismo se guían por el honroso deseo de comprender lo que está ocurriendo, pero el uso de este término oscurece tanto la naturaleza del fenómeno como lo que está en juego en el momento actual.
Hay una verdad fundamental en la esencia del trumpismo que hace que las comparaciones con el fascismo europeo sean difíciles de sostener. Por decirlo simplemente, Trump y sus acólitos se basan en ancestrales tradiciones estadounidenses y emplean los instrumentos habituales de los gobiernos estadounidenses para desmantelar la democracia. El trumpismo no viene importado del extranjero. Es claramente autóctono. Y si la izquierda espera combatirlo ahora y en el futuro, hemos de centrarnos en transformar las raíces profundamente estadounidenses del autoritarismo presidencial.
A diagnóstico equivocado, remedio erróneo
Llegados a este punto, puede que quien esté leyendo esto formule la pregunta obvia: ¿A quién le importa lo que llamamos Trump y trumpismo? ¿Acaso no se trata de un enfrentamiento sin sentido entre intelectuales?
En efecto, en varios momentos ha habido observadores que han criticado el debate sobre el fascismo por ser poco más que un ejercicio académico estéril, un ejemplo decadente de desconexión universitaria en un periodo en que el gobierno de Trump está causando un sufrimiento humano muy real. Sin embargo, esta crítica, aunque comprensible, yerra el tiro. Nombrar algo es diagnosticarlo, y diagnosticar una enfermedad es identificar un remedio. Un diagnóstico político incorrecto dará pie inevitablemente a una resistencia ineficaz. Si un paciente tiene una cardiopatía, pero el médico le diagnostica hemorroides, el paciente acabará muriendo de un fallo cardiaco. Algo parecido podemos decir de la democracia.
Los defensores de la tesis de que Trump es un fascista suelen basarse en cinco argumentos. Aunque estos se han formulado casi siempre a partir de una profunda preocupación por las exigencias morales del presente, malinterpretan el momento actual y por tanto rechazan el tipo de políticas capaces de ofrecer resistencia al asalto a la democracia por el Partido Republicano.
En primer lugar, algunos defensores de la tesis del fascismo insisten en que la analogía ilumina significativamente procesos que ocurren en la actualidad. Sin embargo, el contexto de la Europa de entreguerras es tan diferente del de EE UU de los años 2010 y 2020 que esa analogía oscurece lo que está pasando. No nos hallamos en las postrimerías de una guerra mundial en la que el elevado número de muertes comportó una dislocación social y el surgimiento de nuevos órdenes políticos. Por nuestras calles no pululan bandas de jóvenes veteranos de guerra con experiencia de combate. No existe un poderoso movimiento comunista que amenace los intereses afianzados del capitalismo. Nuestras diversas recesiones económicas no equivalen a las experiencias de hiperinflación que conoció toda la Europa de posguerra.
En segundo lugar, otros sostienen que no hay necesidad de mirar a Europa para hacer comparaciones con el fascismo porque EE UU tiene sus propias tradiciones fascistas en que se apoyan Trump y sus cohortes. Para avanzar este argumento se remiten a los numerosos fenómenos racistas, xenófobos e incluso genocidas que salpican la historia de EE UU, desde el compromiso de los tres quintos de la Constitución estadounidense, según el cual las personas esclavizadas contaban como “tres quintas partes de persona a efectos de representación e imposición fiscal”; hasta la práctica y la tradición del comercio de esclavos, pasando por el desplazamiento forzado y el genocidio de los pueblos indígenas, el Ku Klux Klan, Jim Crow, redlining, el encarcelamiento de residentes japoneses durante la segunda guerra mundial, el militarismo, etc. Para quienes sostienen la tesis del fascismo estadounidense, todos estos fenómenos demuestran que no hay ninguna solución de continuidad en el fascismo que se remonta a la fundación misma de la nación.
Aunque no quepa duda de que existen profundas continuidades entre el momento actual y la historia de EE UU, hablar de fascismo estadounidense socava irónicamente la tesis del fascismo, ya que en este relato, el fascismo aparece como un fenómeno exclusivamente estadounidense, que precede y sucede a sus variantes europeas, con las que no guarda ninguna relación real. En este planteamiento, el término fascismo es una forma abreviada de decir ideología de extrema derecha, una definición muy amplia que no resulta especialmente útil para el análisis.
Un tercer grupo afirma que hablar de fascismo es políticamente útil. Llamar fascista a Trump, sostiene, ayuda a movilizar la resistencia de masas. En este caso, el análisis empírico no lo corrobora. En las últimas semanas de la campaña de Kamala Harris por la presidencia, ella calificó a Trump de fascista. El mensaje de que Trump era una amenaza fascista para la democracia pasó a ser de hecho el argumento de cierre de su campaña, a pesar de que el principal comité de apoyo a Harris advirtió de que “atacar el fascismo de Trump no resulta tan convincente”. Es conocido el desenlace de esta historia: Trump derrotó a Harris obteniendo el 49,81 % del voto popular frente al 48,34 % de su contrincante, y 312 votos electorales frente a los 226 de Harris.
En cuarto lugar, algunos de quienes apoyan la analogía declaran que el marco del fascismo puede ayudar a predecir el comportamiento de Trump. Esto estaría bien si fuera cierto, pero ni la historia ni las ciencias sociales son disciplinas predictivas. El estudio de la historia y el uso de herramientas sociológicas permite a los y las analistas conseguir varias cosas: podemos identificar estructuras, procesos, discursos y patrones; podemos comprender las causas de acontecimientos del pasado, y podemos iluminar los orígenes del presente. Pero no sirven para predecir el futuro. Sencillamente, no están para eso.
Finalmente, un quinto grupo alega que llamar fascista a Trump subraya hasta qué punto el trumpismo refleja una verdadera innovación en la política estadounidense. Esta es la tesis políticamente más significativa de quienes sostienen esta analogía, ya que se ha planteado con el fin de movilizar no solo a liberales e izquierdistas, sino también a quienes se mantienen fieles a la ideología del Partido Republicano anterior a Trump.
De paso, quienes insisten en que Trump representa una ruptura fascista con la historia de EE UU asumen tácitamente la política antidemocrática de personas como Liz Cheney, que no tuvo reparo en apoyar las guerras injustas e ilegales de EE UU; la vigilancia expansiva de la ciudadanía por parte del gobierno y el neoliberalismo y neoconservadurismo en general. Bajo la bandera del antifascismo, personas que rechazan el trumpismo, como Cheney, se han erigido en campeonas de la democracia, cosa grotesca para quienes recuerdan los estragos globales de la guerra contra el terrorismo.
Un autoritarismo muy americano
La verdad es que todo lo que hace Trump tiene sus antecedentes en la historia de EE UU, y que la mejor manera de entender el radicalismo de Trump y de organizarse para pararle los pies pasa por colocar su comportamiento en el contexto de esta historia más larga. El trumpismo, en otras palabras, es una intensificación de tendencias antidemocráticas que vienen de lejos y son profundamente americanas. Casi no hay necesidad de utilizar el término fascismo para comprenderlo. Esto es América, y Trump no tiene nada que no sea profundamente americano.
Comencemos por el intento de Trump de desmantelar el Estado administrativo. Para evaluar lo que está sucediendo no hace falta que apuntemos a ningún Führerprinzip extranjero, basta con que investiguemos la historia real de la presidencia de EE UU. Desde la fundación de la república estadounidense en 1776, la presidencia ha ido acumulando poder, mientras que el Congreso, supuesto representante de la voluntad popular, ha declinado sus responsabilidades. Esto se ve muy claro en el ámbito de la política exterior. El Congreso de EE UU es constitucionalmente responsable de declarar la guerra, pero solo lo ha hecho en once ocasiones, y la última fue en 1942.
Desde entonces, sin embargo, EE UU se encuentra en un estado de guerra casi permanente. Además de las guerras conocidas de Corea, Vietnam, Afganistán e Irak, en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial ha atacado a países extranjeros, de acuerdo con las politólogas Sidita Kushi y Monica Duffy Toft, mediante “amenazas, demostraciones de fuerza o directamente el uso de la fuerza” en más de un centenar de ocasiones. Y lo que es cierto para la política exterior, también lo es con respecto a otros asuntos: el presidente se ha convertido progresivamente en el equivalente a un monarca electivo. Dicho de otra manera, se ha producido una crisis constitucional continua, aunque habitualmente escamoteada, desde la década de 1940 como mínimo.
Lo peor es que en los últimos decenios ha ido ganando terreno una teoría antidemocrática del poder presidencial, llamada “la teoría del ejecutivo unitario”, en los círculos jurídicos de derechas. Como señala el politólogo Richard W. Waterman, esta teoría “plantea que el presidente tiene la responsabilidad exclusiva de controlar y mantener la rama ejecutiva” y afirma además que “el Congreso no tiene derecho a promulgar leyes que limiten los poderes del presidente como jefe ejecutivo o comandante en jefe” y “que el presidente tiene la misma autoridad que los tribunales a la hora de interpretar leyes relacionadas con la rama ejecutiva”.
La teoría del ejecutivo unitario, que según Waterman “representa una ampliación significativa de la autoridad administrativa del presidente”, resultó especialmente útil durante el mandato de George W. Bush, y en ella se basan muchos de los intentos de Trump de desmantelar el Estado administrativo. Al desarrollar esta teoría, los juristas de derechas han ido más allá de la presidencia imperial paran entrar en el terreno de una “presidencia autocrática”, en la que el presidente se ha convertido en una especie de dictador.
Para elaborar el argumento de la presidencia autocrática, juristas como John Yoo no se remitieron a la legalidad fascista o nazi, sino que se basaron en la jurisprudencia estadounidense. La autocracia presidencial es un invento muy americano.
Incluso el poder de un Elon Musk, no elegido ni confirmado por el Senado, tiene sus precedentes. Lamentablemente, uno de los rasgos distintivos del sistema estadounidense es que los presidentes tienen la potestad de nombrar a personas para diversos cargos influyentes sin la aprobación del Senado: son los llamados cargos de libre designación presidencial. He aquí, por ejemplo, algunos de los individuos que fueron asesores de seguridad nacional (national security advisor, NSA), un cargo que no ha de pasar el filtro del Senado: McGeorge Bundy,Walt Whitman Rostow, Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski, W. Anthony Lake, Condoleezza Rice, Susan Rice, John Bolton y Jake Sullivan. De diversas maneras, estas personas influyeron en la política de EE UU, pero ninguna tuvo un mandato democrático. Aparte de los NSA, el presidente designa, sin someterlos a la evaluación del Senado, al vicedirector de la Agencia Central de Inteligencia, al viceasesor de seguridad nacional y a muchos otros cargos.
Volvamos ahora a las detenciones de Badar Khan Suri y Mahmoud Khalil, que constituyen sendas violaciones alarmantes de libertades civiles y de los principios que teóricamente representan el fundamento de la vida política de EE UU. Por desgracia, detenciones como estas tienen muchos precedentes en la historia de este país; la detención y deportación de residentes legales e incluso de personas con la nacionalidad estadounidense, a menudo por su radicalismo político, han sido durante mucho tiempo una característica nacional.
Durante buena parte del siglo pasado, EE UU hizo un uso efectivo de lo que el historiador Adam Goodman ha denominado “la máquina deportadora”. Durante y después de la primera guerra mundial, el presidente Woodrow Wilson, amparándose en la Ley de Espionaje de 1917, la Ley de Sedición de 1918 y la Ley de Inmigración de 1918, detuvo y deportó a activistas radicales y antiguerra; el historiador Kim Phillips-Fein ha recordado recientemente que a raíz de las infames redadas de 1919 y 1920 fueron deportadas más de 550 personas, acusadas de radicalismo político.
Después, entre 1929 y 1939, como informa Goodman, “nada menos que medio millón de personas mexicanas y nacionalizadas originarias de México” fueron repatriadas al país vecino: por lo menos el 60 % de las personas forzadas a abandonar el país eran ciudadanas de EE UU. Mientras, a comienzos de la guerra fría, el gobierno detuvo y deportó a personas subversivas al amparo de la Ley de Registro de Extranjeros de 1940, la Ley de Seguridad Interior de 1950 y la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1952.
También en el siglo XX, por citar a Goodman, “se arrasaron barrios enteros y practicaron deportaciones que dieron lugar periódicamente al desplazamiento de nacionales estadounidenses y residentes permanentes”. De hecho, después de que Bill Clinton firmara la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y de Responsabilidad de Inmigrantes, en 1996, “todas las personas no nacionalizadas, incluidas las residentes legales permanentes que llevaban años viviendo en el país, pasaron a ser susceptibles de deportación formal”. Por mencionar un único ejemplo que destaca Goodman, “entre 2005 y 2010, alrededor de 1,4 millones de personas ‒la mitad de ellas, menores nacidas en EE UU‒ retornaron a México por iniciativa propia, por coerción o por la fuerza”.
Y esto no incluye ni siquiera las numerosas violaciones de las libertades civiles vividas durante la guerra global contra el terrorismo, cuando un ciudadano de nombre José Padilla, acusado de colaborar con al-Qaeda “para construir y explosionar un dispositivo de dispersión radiológica”, permaneció en un centro de detención militar sin cargos durante más de tres años, o cuando un residente legal llamado Ansar Mahmood “fue detenido bajo sospecha de terrorismo…después de que tomara una fotografía cerca de una planta de tratamiento de aguas residuales”. Más allá de la guerra global contra el terrorismo, a finales de la década de 2010, periodistas descubrieron que agentes de Inmigración y Aduanas (Immigration and Customs Enforcement, ICE) detuvieron repetidamente a personas de nacionalidad estadounidense sujetas a “inmigración por error”. Un ejemplo especialmente dramático fue el del ciudadano Davino Watson, quien estuvo bajo custodia de ICE durante 1.273 días.
Esto es América
Sin duda, el trumpismo 2.0 intensifica muchos de estos antecedentes, todos ellos horrible y profundamente antidemocráticos. En este su segundo mandato, Trump se muestra más agresivo, más clamoroso y más explícito en su avance hacia objetivos genuinamente radicales que lo que había hecho hasta ahora. Pero los poderes que aplica Trump y las leyes y teorías que elabora en su intento de reconfigurar el Estado y la sociedad estadounidenses, no son fascistas. Son americanos, y el peligro que representa Trump es un peligro específicamente americano. Las cosas pueden ser escalofriantes, y los son, sin que sean fascistas. De hecho, incluso pueden ser peores porque son autóctonas.
Si las gentes socialistas esperan combatir a Trump y organizar una coalición capaz de impedir que vuelvan a acceder al poder autócratas como él, hemos de entender que él es fruto de la historia de EE UU y del sistema estadounidense. Uno de los principales problemas de la analogía del fascismo es que desvía la atención de EE UU a Europa. Pero esto no es la Italia fascista ni la Alemania nazi. Esto es América.
Esto es América, con todo lo que implica.
27/03/2025
Jacobin
Traducción: viento sur
Daniel Bessner es profesor adjunto de política exterior de EE UU en la Escuela Henry M. Jackson de Estudios Internacionales de la Universidad de Washington.
Tomado de https://vientosur.info/
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