Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Mecánica del alma. “Antes que la lujuria conocí la soberbia. A los diez años ya me sentía solo y único y llamado a guiar”. Eso cuenta de sí mismo José Vasconcelos en sus memorias, y se sabe de otros que desde temprana edad también padecen dicha neurosis de destino. Tenerla es costoso, tanto como los imperativos de nombres tan vasconcelianos como el de Aquiles Zentella, un grisáceo personaje que debía su destino a llamarse así.
Quien escuchaba el nombre antes de ver al sujeto se hacía una intensa imagen de éste. La dificultad que seguía era cuadrar lo imaginado con el propio licenciado Zentella, quien dejó de frecuentar la tertulia de la cantina por un acertijo que le pareció una mala broma y quizá una burla a él: “¿Contiene esta oración cinco palabras o siete?”
Le dieron ganas de contestarle al gracioso algo así como “¿Te recuerda esta frase a tu madre?”, pero guardó silencio y salió del tugurio porque requería un pretexto para hacerlo. Prefería contar sus chistes delante de otro auditorio. Así que vagabundeó por ahí hasta la hora de la cena. O pudo haber dormitado mientras tanto. No se conocen las horas muertas de Zentella entre que abatió la doble puerta de la cantina y su llegada al convite. Como siempre, quienes no lo conocían se sorprendieron al verlo. Esperaban un centauro y se presentaba un vejete. Como siempre, la cortesía obligó a todos a saludarlo fingiendo una muy agradable sorpresa.
Después de un rato estaba discutiendo con una dama que tenía al lado. “Es lo mismo decir: la besó en los labios, que decir: la besó en el hocico. Pero las dos frases son distintas. ¿No lo ve?” La dama no lo veía.
El licenciado Zentella se pensaba tenaz, pero era terco y aferrado. Se imaginaba a sí mismo persuasivo, pero era hablador y a veces un bocón. Se describía exigente, pero era complicado y difícil de darle gusto. Se decía fantasioso, pero había tenido episodios delirantes y algunos creían que debiera atenderse con un psiquiatra. Se ostentaba como escritor, pero era un articulista ocasional y mediocre.
Resolvió su discusión con la señora vecina diciéndole que él estaba delgado, ella gorda y la mujer de más allá francamente obesa, así que seguramente las dos asistían a la cena por interés. Decidió ignorarla y procedió a comer meticulosamente, abstraído y silencioso. Era su método del bolo alimenticio: masticar y salivar para absorber apropiadamente los nutrientes.
El licenciado Zentella nunca hablaba al comer. Entonces oyó lo que se dijo en la mesa aparentando no estar ahí: “Yo soy bella, tú no estás mal, ella es fotogénica, si te gusta su tipo de mujer. Yo estoy de malas, tú estás indignado, él está haciendo un escándalo”. Cosas así que escuchó sin escuchar.
Terminó de cenar mucho después que todos los demás porque había masticado pacientemente cada bocado. Con esas prácticas se apropiaba de la escena: a contracorriente del reloj. Incómodos, los demás invitados esperaron a que por fin acabara. Algunas puyas sobre su lentitud se escucharon, pero el indiferente licenciado Zentella una por una calculó sus masticaciones.
Después quiso contar la chanza que se negara a malbaratar horas antes en la cantina. Se creía un hombre simpático, aunque se le consideraba sangrón y hasta fastidioso. Con voz tipluda preguntó si no le ofrecerían postre. Los anfitriones no respondieron. Razón de más para no contarles nada.
“Yo soy el tema de esta oración”, dijo, cuando ninguno de los asistentes le prestaba atención. Zentella no dejaba de creer en su excepcionalidad, se sabía solo, único y llamado a guiar. Los demás lo veían tan grisáceo como su apariencia misma. Algunos malquerientes lo llamaban Nada Zentella.
Lo del postre no servido le pareció malos modales, pero lo dicho en el brindis no lo supo clasificar. Alzó su copa en el círculo mordaz que bebía a su salud y sintió que él era un sujeto socialmente apreciado, así a nadie le cayera bien.
“Súbito cae el rayo. Se ilumina pálidamente una torre. El trueno retumba. Un jinete lucha con su caballo, desmonta, llama a la puerta y alborota. Es el licenciado Aquiles Zentella que aquí les vino a cenar”. La carcajada fue general.
La primera oración del brindis había definido el campo perceptivo en el que aparece el rayo. Estaba a punto de comentarle dicha observación a la dama que antes despreciara, cuando Zentella decidió mejor tomar la palabra y poner las cosas en su lugar. Empleó una táctica que llamaba bolo verbal: hablar lento y bajito. La única que se dio cuenta fue la mujer de junto y avisó a los invitados que el letrado quería decir algo.
Hasta ahora no se ha mencionado que la cena era de Navidad.
“Yo obsequio afecto humano, ustedes compran cariño material, ellos fomentan la avidez del objeto. Yo los respeto, ustedes me justiprecian, ellos me idolatran. Yo vine, ustedes lo agradecen, ellos lo gozan”. Hizo una pausa dramática después de esas tres series verbales de lo que el invitado para burlarse los demás de él consideraba una demostración pública de su talento.
Los oyentes entendieron que Zentella estaba justificando el haber acudido sin regalos a la reunión. Él se consideraba un honroso presente que realzaba cualquier ocasión, los anfitriones lo convocaban para reírse a sus costillas y los invitados festejaban el buen gusto de asistir a una reunión con chivo expiatorio designado.
Convencido de sí —¿cómo sospechar que sus conocidos no lo admiraran, siendo como era excepcional?—, decidió contar otro chiste, pero otra vez lo hizo tan bajito que apenas si se entendió:
“Ayer le pregunté al padre Baltazar si podía fumar mientras rezaba. Me reprendió y dijo que no, que mi ocurrencia era una falta de respeto. Hoy le pregunté si podía rezar mientras fumaba. Me dijo que sí, que era muy meritorio que así lo hiciera”. No hubo respuesta.
Quien utiliza una sintaxis compleja se acostumbra a manejar simultáneamente distintos niveles lógicos a la vez que multiplica el suyo propio. Quien es capaz de esto domina el lenguaje. Y Zentella insistió: “Aunque rezaba, fumaba. Rezaba, pues fumaba. Para poder fumar, rezaba. Mientras fumaba, rezaba”.
Una conjunción concesiva, otra causal, la tercera final y la última temporal fueron desdeñadas entre chistoretes despiadados y crueles bufonadas. Así ignoraron el regalo navideño del licenciado Aquiles Zentella, esa mecánica del alma vuelta palabras que nadie agradeció.
Una navidad en el laberinto. El pájaro canta esta tarde, mientras trato de invocar el recuerdo de las navidades que he vivido. Es como estar contemplando mi vida desde un barandal. Le pido al ave lo mismo, cantar, pero aún no aprendo la lengua de los pájaros, así que mi petición se disuelve y luego se coagula, como las cartas navideñas que de niño tantas veces escribí para pedir regalos.
Mi abuela paterna instalaba en diciembre un Nacimiento en tres momentos: los tres Reyes Magos cabalgando tras la estrella de Belén, después descendiendo de sus cabalgaduras y al final adorando al Niño Dios nacido en el rústico pesebre. Ahí dejaba mis peticiones a los tres visitantes, bajo la protección de esa alegoría de la alegoría y sus dones que fascinado contemplaba durante horas, envuelto por el aroma élfico del musgo y las escenas de la representación en un cuarto entero de la gran casa para ocupar toda mi fantasía.
La sucesión de movimientos inmóviles conseguía hechizarme. Era una lección narrativa sobre el tiempo sucesivo, sobre su simultaneidad progresiva, sobre su aparición simultánea. Lo entendería más tarde pero lo aprendí entonces. Y yo miraba absorto a mi abuela dirigir a las criadas y a las hijas jóvenes en el ritual del montaje, el cual se llevaba tres días como las tres pistas principales del peregrinaje de los tres soberanos, como sus tres etapas mostradas entre valles, colinas y desiertos de aquel universo en miniatura.
Tal número era importante para mi vida entonces, cuando otra carta pedigüeña era colocada en el nacimiento más pequeño de la casa de mis padres, donde en cambio se erguía un pino lleno de luces y esferas que también hipnotizaba mi atención y mis sentidos pues se llenaría de regalos la madrugada de Navidad. Y es importante ahora cuando ya pasó la medianoche y me hago discretamente a un lado en el sofá para que mi vecina no se desplome sobre mí por tercera vez. La cena navideña comienza a animarse.
—Desde esta tarde me he estado acordando de todas mis navidades —digo a la mujer que al escucharme se ríe.
Una muy lejana, por ejemplo, en medio de la juguetería Ara de Insurgentes, donde desplegué un berrinche olímpico porque ahí mismo mi madre me informó que no existían ni Santa Claus en la casa ni los Reyes Magos en la de la abuela, y que ese tren tan caro no podía ser mío aunque me empeñara en hacer un escándalo, porque a mis seis años ya debía comprender la verdad y conocer la mentira.
–Pues yo he olvidado todas las navidades anteriores a ésta, querido —contesta ella, ebria y con su insinuante cuerpo pegado a mí.
En otra ocasión, antes de aquel vergonzoso capricho, mi hermano mayor descubrió la huella del elefante del rey mago Baltazar impresa en la alfombra de la sala de la casa y nos la mostró a mi hermana y a mí. Era una clara señal. El día de Navidad los tres velamos escondidos detrás del sofá grande para sorprender la llegada de los enviados. El sueño nos venció antes de tiempo y cuando despertamos los regalos estaban al pie del árbol de luces encendidas. Mi hermano nos contó que los Reyes Magos habían hablado con él.
—¿Los tres, querido? —festeja ella en medio de carcajadas.
—¿Yo, tú y él, o tú, yo y ella? —le pregunta un hombre que sentado más allá nos está observando. Es su marido.
—No estoy hablando contigo, Jorge. Déjame en paz —contesta secamente la mujer.
Pero una navidad mi padre ya no estaba presente y mi madre quebró el platón donde llevaba un pastel recién horneado para la cena que sería en la casa de mi otra abuela, no la hechicera cautivante de las tres escenas, los tres tiempos y los tres anillos, sino la matrona endurecida que con disgusto veía a mi madre fracasar en un matrimonio pactado por ella misma para sumar fortuna a su disminuido patrimonio. Aquella noche mis tíos maternos me dieron a beber sidra y me embriagué por primera vez.
—No estás haciéndome caso, querido —me susurra ella, mientras su balanceo se ha convertido en una frotación.
—Entonces yo nada más miro —dice el marido.
—Si quieres. Pero cállate ya —responde la mujer.
Hay una memoria del cuerpo, otra de la mente y una más del espíritu. Lo supe cuando caminé solitario por la ciudad fantasmal y sus calles vacías, ocupadas todas las casas en la celebración navideña mientras yo llegaba al cuarto de azotea, aquella bolsa de cemento que mi abuela había mal dispuesto para mi hermano y para mí. El cuerpo me lastimaba con la soledad de mi desamparo, la mente me entristecía de conmiseración pero el espíritu me confortaba en silencio. Ahí lo descubrí: el espíritu es aquello que se esconde y nos consuela.
—A mí me interesa la primera memoria, querido —me dice ella.
—Yo prefiero la segunda, y para el señor será la tercera —propone el marido.
—¡De verdad, Jorge, qué pesado te portas en las navidades: nadie te está hablando a ti, carajo! —explota ella.
Me pongo de pie para liberarme de esta acosante mujer. Miro a su marido al incorporarme y noto en su rostro un gesto de decepción. Poca gente queda ya en la fiesta de la oficina. Dos o tres secretarias, un par de choferes, el contador, el archivista, un jefe de oficina, un mensajero, el intendente. De ninguno me voy a despedir.
Hoy escuché cantar a un ave y me propuse recordar todas mis navidades. Ahora camino por los filos de la madrugada y el olvido entre una niebla que me envuelve. Pienso que el recuerdo es un laberinto de la conciencia. Miro tres estrellas brillantes a punto de evaporarse en la pálida aurora. Escucho de nuevo los trinos aéreos. Me pregunto si alguna navidad comprenderé la lengua de los pájaros, su gaya lengua, su canción. Hasta ahora son recuerdos y palabras, sentimientos y palabras, meros anhelos sobre la verdad.
Tomado de https://morfemacero.com/
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