Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Salvo unos, irreductibles racionalistas, u otros, adictos a sus pautas sentimentales, el tono de muchos se está haciendo catastrófico. La política es percepción y la percepción está de la chingada. Por eso el licenciado Sentido Común se preocupa por otras cosas. Su batalla, por ejemplo, contra el contador No Sepuede.
De que anda agraviado el hombre, ni negarlo cabe. Todo comenzó un día, cuando el contador le dijo para expresarse: “Lo que usted tiene que hacer, más que nada…”. Y a continuación opinó lo peor: “Eso es un delito”. “Eso” era la compra de una impresora que el licenciado Sentido Común había hecho, cambiando necesariamente el concepto de la factura porque el capítulo de adquisiciones resultaba tan infranqueable como la cuarta dimensión, para trabajar en su trabajo donde le solicitaban una profusa correspondencia y no le daban con qué.
Tragó saliva entonces y templado como el acero respondió al sujeto: “Mire usted: ‘más que nada’ es una expresión estúpida. Mejor diga: ‘antes que otra cosa’, pues en la nada no puede haber más de nada, de la nada sólo sale la nada. Y déjeme ilustrarle lo que sí es un delito…”.
El contador No Sepuede sufrió una inesperada descolocación comunicativa. Se despidió nerviosamente y colgó. El licenciado, por su parte, salió al fresco vespertino para serenarse. Andaba considerando otras cuestiones. Una: el misterio de Rimbaud que dejó de escribir a los diecinueve años y se marchó a un exilio africano inexplicable para regresar años después a morir en Marsella con la pierna amputada. Dos: El por qué se le llama “vertedero de demasías” al extremo de la cortina de una presa por donde se desaloja el agua sobrante y casi nunca se utiliza, cuando menos por ahí. Tres: el lapidario inicio de un libro de Steiner: “No nos quedan más comienzos” y sus derivaciones sensatas o insensatas, daba igual. Cuatro: una oración simbólica hopi pidiendo lluvia que quisiera grafitear en las paredes augustas de un edificio histórico, lo que no hará, y grabar en una piedra para su casa, lo que sí hará.
Eso mismo caviló mirando el vacío de la tarde en el pueblo que conserva la sabia costumbre de volver a la vida a las siete de la noche, cuando el sol ya se puso: irse caminando hasta la marmolería El Chiris para hacer el encargo de su inscripción propiciatoria: “Ven, lluvia, ven”. Quizá ello sí sea un delito, pensó: andar en rogativas a los dioses antiguos e ignorar a los actuales.
Pero es que éstos, se justificó mentalmente, lo están haciendo muy mal, o no están presentes o son parte del problema. No le sonó tan descabellado: la catastrófica de una época también involucra a sus deidades. Los dioses del momento actual están en crisis.
Ese era un tema que mucho le agradaba. Por eso su molestia con el contador No Sepuede: él empeñándose en asuntos del espíritu y el otro pendejo degradándolo a la burocratización de la materia. En esa noche temprana su flotante caminata le trajo otro recuerdo —culturita por aquí, culturita por allá— leído apenas: aquellos dioses homéricos eran “los que viven ligeramente”, oh casualidad.
La modestia le impidió al licenciado comparar su marcha particular con la vida de las divinidades, aunque hablando consigo mismo dijo: los dioses van a regresar. No, se corrigió de inmediato, más bien se pueden alcanzar cuando uno se acerca a ellos para contemplar su gloria sin esperar nada a cambio y no como un necesitado. Debió interrumpir el soliloquio porque un hombre blanqueado de la cabeza a los pies por un fino polvillo le preguntó qué ocupaba: el Chiris.
Pasó algún tiempo hasta que pudo explicarle a cabalidad al espectro marmolero que la piedra grabada no era para un cementerio y tampoco para ningún rito irregular, que no tuviera escrúpulos en hacerla. Saliendo de la marmolería marcó en su celular el número de un conocido para ver si iban juntos a cenar. No le contestó nadie, así que dirigió sus pasos en solitario hasta el merendero de Ricky, un sitio de precios moderados que frecuentaba cada cuando. Ya sentado a la mesa delante de su cena, volvió mentalmente a lo que le competía.
Uno: somos la gente que llegó tarde, esos cuando el mesero anuncia inesperadamente a los comensales: “Lo sentimos mucho. Se acabó el servicio”. Dos: ¿podría la oración hopi traer la lluvia? Tres: ¿sería ésta su última cena? Cuatro: ¿y si no volvía a llover? Cinco: ¿y si llegaban los zetas?
Macetas, fue lo que dijo cuando salió a la noche satisfecho y supo que era mejor obedecerla. Debía comenzar a cultivar ciertas plantas comestibles en macetas puestas en la azotea para prevenirse ante la situación civilizacional de que ya no queden nuevos principios culturales, nuevas ocasiones colectivas de volver a empezar o verduras frescas. El licenciado Sentido Común llegó a su casa repitiendo las certezas de un sobreviviente pagano, como si fuera descontando cualidades porque sólo los libres, los alegres y los serenos pueden ponerse en contacto con los dioses. Sólo desde la libertad y la razón. Volvió a irritarse un poco antes de quedar dormido: él tan ocupado en la percepción directa, pues quien ama a Dios no debe esperar que Dios le corresponda, y el cretino de No Sepuede perturbándolo con su manual oficinesco de materialismo vulgar. Ya va pensando en dirigirle un memorándum explícitamente definitivo: “Por este medio hago de su conocimiento que puede usted irse mucho a la chingada”. Última duda del licenciado: ¿deberá poner un sobrio “Atentamente” al final del perentorio mensaje, o mejor un mustio “Con las seguridades de mi más alta consideración”?
Tomado de https://morfemacero.com/
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