De marzo a diciembre de 2020 hice una cuarentena intensa y bastante estricta. Puedo contar con los dedos de las manos las veces que salí de mi casa con motivos mal llamados “no esenciales”, o sea, para socializar. En esas circunstancias “sociales” no abracé, no besé, no bailé espichado con mis amigas, no me quité el tapabocas, no me emborraché ni me reí a las carcajadas para evitar que mis gotículas de saliva pudieran contagiar con el virus a alguien que quiero. Las otras veces fueron salidas al mercado, a la farmacia y dos consultas médicas. Tengo claro que tengo el privilegio —que debería haberse tornado derecho en estos meses— de trabajar desde mi casa y de no perder mi forma de sustento.
Cuando empezó la cuarentena decía un poco en chiste que a veces me daban ganas de salir a lamer a la gente. Me lo imaginaba: correr por la calle sin tapabocas y lamerle la cara a la mayor cantidad de transeúntes que me cruzara por el camino, terminar arrodillada en el asfalto con los brazos en cruz, con la mirada perdida hacia el cielo pidiendo que me llevara. Castígame Padre, he pecado. Por muchos meses no le puse mucho cuidado a la alerta de esa fantasía que me esperaba tras las esquinas de mi apartamento y que me atacaba en las horas de insomnio. Pensé que estaba todo bien, que tendría que aguantar apenas unas semanas más, seguidas de dos más, y así se nos fueron nueve meses. En diciembre me quedó claro que llevaba un tiempo con comportamientos compulsivos: compras, comida, bebida, limpieza.
No salí a lamer a nadie, y envidié con verdadero odio a las personas que pasaron las fiestas de fin de año en bacanales playeras llenas de cuerpos semidesnudos, besos furtivos, vasos y bolsitas de perico y md compartidos. En sus videos y fotos nada de alcohol en gel, termómetros o tapabocas, salvo por los usados por las personas que estaban en las fiestas para trabajar, para hacer quizás el dinero de los próximos meses, con suerte, porque ya se acabaron los auxilios o nunca llegaron. Y porque el segmento de las fiestas —la única industria de la aglomeración que no retornó, como sí el fútbol y las iglesias— no tenía otra salida. Los odié por permitirse su propia fantasía de muerte y perdón, por haberse entregado a lamer a la gente. Los envidié también porque yo no puedo hacer eso y porque en algún lugar de mí desearía permitirme momentáneamente ese salto al vacío sin que tuviera consecuencias negativas, apenas la recarga de la batería de mi salud mental.
Dependiendo del país o de la ciudad, esas fiestas fueron clasificadas como clandestinas o fueron convenientemente ignoradas por las autoridades pertinentes. Los periódicos de la región están llenos de titulares con el número de fiestas clandestinas allanadas, como una muestra de la buena gestión de los gobiernos que, por otro lado, no aprovecharon la primera cuarentena estricta para establecer protocolos de reducción de contagios eficaces y realistas ni para robustecer los sistemas de salud.
No muy diferentes son los juicios de las redes sociales o los que hacía la gente en las videofiestas navideñas de las familias que decidieron no juntarse, todos en las entrelíneas de “yo lo hice mejor”, “soy más obediente”, “más progresista”, “más responsable”, “menos desconsiderado”, etc. En Brasil, un perfil de Instagram denuncia las fiestas multitudinarias de fin de año y apelan a los gobiernos regionales o municipales para que prohiban fiestas futuras sobre las que tienen conocimiento. En su biografía, describen las fiestas como “macabros momentos de confraternización”.
En el extremo están los que llaman a los fiesteros “asesinos” o dicen cosas como “yo duermo tranquila por no matar a mi abuelita”. Se equivocan, aunque tengan un poco de razón, así como los que se fueron de bacanal, primero porque el que mata, —o mejor, el que puede ser mortal— es el virus, no las personas. Segundo, porque ese peso es injusto y cruel cuando se trata de una enfermedad que puede ser transmitida por el aire y de la que es difícil decir exactamente dónde y quién la transmitió. En una reciente rueda de prensa, el alcalde de Cali, Colombia, se refirió a la historia de un joven de 16 años que intentó suicidio tras contagiar de covid-19 a sua abuelos. Según el alcalde, el joven se habría contagiado en una fiesta a la que no tenía autorización para ir.
Es claro que hay mucha gente en el continente que niega la gravedad de la pandemia, que está entregada a las teorías conspiranóicas de algunos mandatarios y que opina que “se muera el que se tenga que morir”, pero lo que hemos visto en el último mes es que incluso las personas que aceptan y entienden que hay un riesgo real están participando de fiestas de miles de personas. Muchas de las personas que estaban encerradas y juiciosas en sus casas dieron el salto al vacío. Creo que es pertinente preguntarse por qué.
Por un lado, creo que las condiciones nunca fueron claras: sabemos qué no se puede hacer, pero nunca hubo una real educación sobre reducción de daños y encuentros seguros. Desafortunadamente no todos somos epidemiólogos, y estaría buenísimo que nos construyeran un manual no sólo de las prohibiciones, sino de las posibilidades: qué es seguro hacer, con cuánta gente, a qué distancia, cómo comer, etc. Quizás si hubiéramos tenido más posibilidades no escogeríamos, necesariamente, las de más alto riesgo. Porque lo son, las aglomeraciones en espacios cerrados o sin tapabocas y lavado de manos son, sin duda, las más riesgosas. Quizás si la restricción no fuera tan pesada, no estaríamos hoy tan compulsivos.
Muchas de las personas que van a fiestas, o fueron, argumentan que es necesario para la manutención (o el rescate) de su salud mental. Está claro que el aislamiento ha dejado estragos en la salud mental de las personas y los colectivos de terapeutas, psiquiatras y psicólogos advirtieron sobre eso en los primeros meses de 2020, pero ¿por qué sería bueno para nuestra salud mental un comportamiento de riesgo? ¿Por qué nos alivia romper el pacto colectivo de cuidado? ¿Cómo es una resaca de fiesta clandestina en épocas de Covid? No me la quiero imaginar.
Quizás tenga que ver con que la idea que tenemos de nuestra salud es absolutamente individualista: yo necesito ver gente, yo necesito sentirme bien, yo necesito bailar, yo necesito salir del encierro. Y los que seguimos encerrados no somos muy diferentes: yo tengo que portarme bien o voy a causar la muerte de mi abuelita no es mucho más colectivo que yo tengo que irme de fiesta. La obediencia no responde a la colectividad, sino a la autoridad; no habla de un sentido de pertenencia sino de exclusión. No es necesariamente culpa nuestra, o una falta de carácter, es así como funciona nuestro día a día en el sistema neoliberal y meritocrático en el que vivimos. Es así, además, como se ha comunicado el cuidado en la pandemia: no somos todos colectivamente responsables por la salud de todos, sino cada uno potencial riesgo para la salud ajena, mucho de la propaganda oficial es “Podría pasarte a tí” como si no fuera relevante que le ocurriera a alguien más que no seas tú o no conozcas.
Además de esto, mucho de lo que entendemos como bienestar tiene que ver con el consumo: de rutinas holísticas, de tratamientos estéticos, de productos de cuidado de la piel, de ropa, de libros, de comida, de experiencias, de cultura, de cuerpos, de drogas, de todo. Estamos bien cuando podemos consumir. A nivel anecdótico, en la ciudad de Sao Paulo, una de las más rígidas de Brasil en el control de la pandemia, abrieron primero los centros comerciales que las escuelas y las bibliotecas públicas —los primeros abrieron en junio del año pasado, las segundas continúan cerradas. Es evidente que la preocupación por abrir el comercio no era la salud mental, pero también es claro que hemos aprendido a cuidarnos consumiendo y que aceptamos con alivio que nos permitan ir a una plaza de comidas y a ver vitrinas.
Quizás la medida propuesta por el presidente del Colegio Médico de Uruguay de que quien participe en fiestas clandestinas tenga que hacer trabajo comunitario en los hospitales sea razonable. Más allá de la multa, el castigo y la culpa, se trata de que las personas que participaron de actividades de riesgo participen también activamente de las labores de cuidado. Creo además que el gobierno uruguayo, que ofreció salidas al aislamiento desde el principio con su campaña #2metros, que promovía lo que llamaron “libertad responsable”, tiene la autoridad moral —si es que la moralidad cabe aquí— de proponer algún tipo de acción pedagógica para quienes aún teniendo opciones escogieron la aglomeración.
Nueve meses no son suficientes para cambiar la idea individualista que tenemos de bienestar emocional y para entender la relevancia de lo colectivo. Muchos gobiernos tampoco ayudaron e hicieron sus campañas sobre las mismas ideas de autoridad, obediencia y culpa individual a las que muchos latinoamericanos reaccionaron poniéndose a sí mismos y a otros en riesgo. Pero desafortunadamente a los gobiernos no les da Covid-19, no jadean en las filas de los hospitales porque no tienen sistemas respiratorios, ni planes, ni sueños, ni temores. La enfermedad le da a las personas, a gente conocida y desconocida que tiene el derecho de poder cuidarse y que no lo puede hacer sola. Quizás medidas como la uruguaya sean el tránsito para una idea más colectiva del cuidado de sí y del cuidado del otro. Lo dudo, pero lo deseo.
Tomado de http://vice.com/es_latam/rss
Más historias
Hezbolá dispara dos proyectiles contra Israel por primera vez desde el inicio de la tregua
Nueva vida en EEUU, ilusiones y desafíos
Las claves del mundo | Aranceles e invasión suave, turbio futuro para México con Trump