Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Afirma Etiemble en su libro La escritura que “pese a que los hombres nacen y mueren desde hace, por lo menos, un millón de años, sólo comenzaron a escribir hace unos seis mil”. Jugando un irónico juego acaso indispensable, este grafógrafo hace la crítica de la escritura escribiendo sobre ella misma, y aunque se duele de las culpas que se le adjudican —dos principales: desalentó a los seres humanos para cultivar su memoria y favoreció desde entonces la difusión de las mentiras oficiales provenientes del poder en todas sus formas: religiosas, políticas, económicas, sociales—, también recuerda sus virtudes esenciales mediante un texto de Paul-Louis Courier fechado en 1820:
“Cuando un fenicio (que fue, imagino, algún artesano sin título ni alcurnia) hubo enseñado a los hombres a pintar la palabra y fijar, con algunos trazos, las fugitivas voces, entonces comenzaron las vagas inquietudes de quienes se agotaban trabajando para otro y, al mismo tiempo, la devoción monárquica de quienes querían a toda costa que trabajaran para ellos. Las primeras palabras escritas fueron libertad, ley, derecho, equidad, razón; y, desde entonces, se vio muy claro que tan ingenioso arte tendía directamente a socavar las prebendas y los privilegios. De aquella época parten los temores de los acomodados y los cortesanos”.
Etiemble se pregunta si la escritura es un bien o es un mal. Abrumado (“aplastado”) por la masa de textos existentes en las grandes bibliotecas, tranquilizado a medias por aquellos pronósticos que aseguran que la escritura, con sus alfabetos e ideogramas, está agonizando en nuestra era audiovisual, maldiciendo a veces ese arte que multiplica los embustes ideológicos y somete a las personas, de todos modos escribe acerca de la escritura, gozando así con ella y al mismo tiempo penando en medio de su autorreferencialidad.
“¿Cómo no inquietarme —argumenta—, por poco que recuerde un pasaje de Tristes Tropiques (el indio analfabeto pero inteligente que finge saber leer para esclavizar a quienes, hasta entonces, trataba como iguales) al pertenecer a una civilización en la que la escritura se convierte en la lengua de Esopo: la peor y la mejor de las cosas?”
Entonces recorre algunos de los supuestos conocidos sobre el origen de la escritura, el cual, lo mismo que el del lenguaje, “no aporta consigo ninguna solución suficiente” (Vendryès): a) que la escritura sólo pudo aparecer entre los pueblos de agricultores y ganaderos para llevar un registro de sus campos, rebaños, ingresos y gastos (De Gébelin); b) que comenzó como un instrumento de gobierno y administración, conforme a un texto chino antiguo que dice: “los hombres santos de antiquísimos tiempos anudaron cuerdecitas (escribieron) con el fin de gobernar” (Wieger); c) que fue un medio original para comunicarse con los dioses (Gernet); d) que su invención, como todos los grandes descubrimientos, sólo se produjo una vez sobre el planeta y de ahí se extendió a todas partes (Bottéro).
Refiriéndose al indudable prestigio de los caracteres escritos y a la profunda reverencia que provocan —el “respeto supersticioso por la cosa escrita”—, Etiemble argumenta que no puede (no debe) sorprendernos que los egipcios viesen en su dios Thot al padre de la escritura, que los cretenses atribuyeran a Zeus la suya o los judíos a Yahvé, y que los japoneses hablen de una escritura primordial recibida por gracia metafísica de la divinidad: “Es maravilloso constatar cómo, muchos miles de años después de la invención de los caracteres, permanece el convencimiento de las virtudes mágicas de no importa qué alfabeto”.
La indagación en cuanto si los hombres han sabido leer antes que aprender a escribir es resuelta por Etiemble de modo abarcante: los primeros signos leídos fueron las huellas, los rastros dejados tanto por los animales como por los pies de los seres humanos, rúbrica fundacional de la especie recordada en las antiguas grafías chinas que contienen la cita de una ofrenda hecha a la huella del pie de los antepasados.
Antes de que la escritura surja como aquella “pintura de la voz” descrita por Voltaire, su canto representado, comenzará con imágenes concretas que darán lugar a la expresión de nociones abstractas, imágenes que luego valdrán mil palabras. Y toda degradación pública o individual será anunciada por una degradación proporcional en el lenguaje, sistema inmunológico del espíritu, su degradación en la escritura y su condición ineludible, la lectura.
El orgullo gremial dice que la forma más alta de la inteligencia es la escritura. Así entonces se corrige el Génesis: “Y Dios escribió: hágase la luz”. No importa el soporte para haberlo hecho: en el cosmos mismo, en un pizarrón celeste que apareció de pronto, en una pared babélica, es una hoja descomunal. Por eso Dios es Dios.
Un documento antiguo representa a Thot extrayendo los caracteres de la escritura de la imagen de los dioses. De ahí su origen sagrado y su función visual como actividad divina. Las letras del alfabeto son los elementos que constituyen el cuerpo de Dios, según el esoterismo musulmán. Saravasti, diosa de la palabra y shakti de Brahma, es también la diosa del alfabeto. Y la guirnalda de las cincuenta letras que lleva Brahma, dios que produce todas las manifestación de lo existente, leída en el orden del alfabeto es anuloma, la evolución; en sentido inverso es viloma, la reintegración al origen.
“No hay nada en el mundo”, advierte Abü Ya’qüb Sejestanï, “que no pueda ser considerado como una escritura”. El ritual del alfabeto griego y latino es empleado para la consagración de las iglesias católicas. Maestros como Patanjali o Bhartrihari consideran el estudio del lenguaje y de la gramática como un ejercicio de orden espiritual, como un verdadero yoga.
En China la caligrafía supera en importancia a la pintura. Wang-Hschih, príncipe de la caligrafía china, escibió en el siglo IV sobre el arte de la escritura: “Cada trazo horizontal es una masa de nubes en formaciones guerreras, cada corchete un arco tensado con rara fuerza; cada punto una roca cayendo de una cima elevada; cada pico, un corchete de cobre; cada prolongamiento de línea un santuario venerable y cada trazo libre y suelto un corredor presto a saltar”.
Las palabras, dirá el poeta Aben Jaldún, son los moldes en los cuales se introducen las ideas. Así escribo que me veo escribir que estoy escribiendo. Salvador Elizondo lo escribió años atrás y a su lado se sentó el espíritu. Dios es escritura.
Tomado de https://morfemacero.com/
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