De Cartas a mí misma

De Cartas a mí misma

Colaboraciones   Carmen Castellote Investigo el paradero de mi infancia Me reconozco ensayando los primeros pasos. Una noticia repite en el oído: “Ha dicho mamá”. Y luego, el regocijo de todos, que me alienta a cruzar el mundo sin ayuda. Empezaba...Tomado de https://morfemacero.com/

Colaboraciones  

Carmen Castellote

Investigo el paradero de mi infancia

Me reconozco ensayando los primeros pasos. Una noticia repite en el oído: “Ha dicho mamá”. Y luego, el regocijo de todos, que me alienta a cruzar el mundo sin ayuda.

Empezaba a ser yo, a transportar mi infancia a todas partes.

Los días eran arcilla obediente para todos mis inventos. Con los dedos, acreditados por una tinta de moras, hacía pregón de la escuela que aún no me llegaba.

Leía sin vacilar en los libros crecidos, cuyas letras no me distinguían, y aunque pronto se descubrió mi truco, muchos elogiaron la ocurrencia.

Aseguraba que los niños nacían en el mar como los peces y que la luna y el sol eran el mismo fantasma. Me alargué sola, sin que en esta tarea intervinieran conocidos.

Un día me disfracé de grande. Pintados la cara y los labios con betabel, me clavé unos aretes y estiré las cejas con un lápiz negro. 

Mi vecina alarmó mi rostro con una ruidosa carcajada. Uní mi risa a la suya, pero después lloré.

Mi madre me lavó el disfraz con un jabón de apretados jardines.

Me miró fijamente y declaró que ya era adulta. Aunque desconocía la palabra, me sentí muy orgullosa.

Regreso a mis primeros intentos. Investigo el paradero de mi infancia.

Los invasores

Hay un paseo plácido de agua donde el sauce se observa sin asombro; una escultura de piedras en el mar: embarcadero en el que dejan las gaviotas su región más alta, su pulmón perfecto.

Todo lo de afuera está en mí como asidero cercano, como el columpio que llega.

Hay un perro en la lluvia de la calle, que es charco de filamentos y de voces, y un abedul con orejas puntiagudas que me trae información en sus buzones. Hay una mujer, sin mención en el mundo, que raspa los ayeres de la ropa con hierbas de antiguo conocer; y hay un puente de rústicos troncos, carril casero para unos bueyes que huyen sin dueño y sin carreta.

Hay un estanque con ranas en el cielo —cantos verdes y trigo en la mirada— y un íntimo mapa con cosas que regresan.

Un arcoíris de colores que no duermen invade mi mesa con recuerdos que aún no conozco.

Hay una niña con las manos tendidas en la tarde que entra.

Todo está conmigo

Escribo para enhebrar las cosas que viví y hacer con ellas memoria.

No tengo testigos en el arte de engarzar ni en la tarea de observar lo que me atisba.

Voy por las regiones andadas las que, en virtud de un nombre, me devuelven lo que en ellas dejé. Gente y paisajes despiertan en mí su timbre y es ese ruido de manantiales el que me detiene en ellos.

En mi mesa, a la que todo vuelve, una lámpara acerca los lugares y los protege del viento, suelto detrás de mis ventanas. Estoy en un pueblo de casas diseñadas con el mismo bosque. Unos pájaros, que todavía viven, sostienen sus tejados. En las rejas hay melodías de un acordeón, el calor de una cita que llenaron un hombre y una mujer.

El río corta el pueblo en dos partes; y al final de la minúscula geografía se abre un ancho país de girasoles. Hay una farmacia, ajena a los inventos de la ciencia, y una oficina de correos adonde llegan las noticias en una carreta tirada por caballos y una acelerada campanilla.

Estampo mis sueños en el pueblo, en los vidrios de su única tienda, donde mi rostro es una mercancía más de las que ofrece.

Una maestra saluda en mí al cuarto de primaria. Yo me apresuro a repetir la lección recién aprendida, no vaya a ser que me interrogue. La maestra lo es en todas partes. Hundo mis pies en el pueblo.

Sigo conmigo. Reclamo esas corrientes de agua que habrán de quitarme el último calor del día.

Un niño me muestra el libro de un escritor inglés, y aunque el nombre del autor nada me dice, yo admiro al niño que aprende en los autores que no figuran en la nómina de mi clase. Regreso con muchas novedades, con nombres extranjeros y pétalos de traviesos girasoles.

Escribo para que no huyan de mí los personajes de ese pueblo. Los veo en la faena de los días, los ojos hollando el infinito, como buscando a un Dios sin forma y sin vivienda, pero largamente intuido. Me persiguen sus rostros, sus charlas sin desperdicio, que nacían de ellos como ríos de primavera en los que todo era verdad: el canto de las ranas, el olor de los frutos despiertos y los reflejos de una cálida miel.

Guardo lo que escuché en las honduras de mi ser, donde los rumores callan para ser más ellos.

Escribir es entrar en un campo alumbrado por fresas, es caminar por encima del mar que duerme bajo una nieve dura.

En mi pluma hay siempre una brisa de aves, unas grosellas entre los dientes, el discurso de un gallo, una historia contada por una mujer que lava niños y ropa y reclama el sentido de los sueños. Hay una luna de círculos gozosos, un abuelo apoyado en un palo y el fragor de una lejana primavera.

Me niego a olvidar

Yo viví un país tragando la guerra por sus ojos, niños atados a la estufa con la ira del frío y ancianos que esperaban la noticia de su muerte frente a sus casas, ya muertas en el aire.

Vi camiones con letreros. “Todo para el frente”, y en una aldea mecida en la orilla del mundo unas mujeres que estallaban sus recuerdos para huir más ligeras; calles y banquetas enloquecidas por cuerpos, sin más abrigo que la guerra…

Todo un país canjeando sus últimas ropas por monedas de pan y migas de agua.

Vi un camión que estrenó sus pitones gigantes en un campo donde las flores jugaban con los niños y escuché la insólita burla de los dioses anteriores.

Vi árboles tan densamente escondidos en el miedo, que no se aventuraban a soñar más sombras, luces negándose a entrar en la noche, por oscura, y cómo el pánico cavaba sus hoyos en pieles adultas.

Vi morir a niños, y eran ellos tan niños, que confundían la vida con la muerte.

No logrará el sol con su ronda de diestros girasoles, ni el mar con su manía de ahogarlo todo, dormir lo que despierto está en el corazón.

Que no se puede matar el tiempo ni la vida sepultando todos los relojes.

La luna

                                                                      A Fernando Solana Olivares

Los relojes se detuvieron en la casa de madera. No había moradores ni pájaros nómadas. Sólo el silencio que me ahogaba con sus distancias subidas.

El tiempo estaba fuera de los relojes, dentro de la luna, que alumbraba la casa con un pálido candor. Nacían los recuerdos como de un techo caliente. La luna equivocaba el perfil de las cosas, distribuyendo día y noche a su antojo.

Crecían y se ocultaban los objetos. No había más mundo que el de la casa de madera con sus viejos baúles entreabiertos y unos manteles doblados por alguna abuela, que ya no estaba.

Desde la pared, aprisionados en marcos, me vigilaban rostros ajenos a mí y a mi extraño pensamiento. Ignoro cómo cabían todos en la minúscula morada. Yo zurcía sus historias en el insólito escenario de luz donde cosas y gente rodaban como sombras. 

La luna elogiaba la casa con ojos de gacela, con sus blandos y ricos terciopelos. Derramada en todas partes, dio horas y color a los manteles del baúl y al silencio que desdoblaba la casa con impecable blancura.

Como planta de nostálgicos verdores, subió por las paredes y barnizó los techos con una humanidad de noche.

Colmada de esencias que le hacían más ella, y a punto de irse, me descubrió con sus lámparas finales.

Alguien dio cuerda a los relojes. El tiempo volvía al hogar. Voces diurnas reemplazaron al silencio. La casa volvió a ella, eran ellos los objetos.

¿Por qué las lunas no hablan?

Mi abuelo

Era como un árbol de raíces rugosas, un mapa conocedor de países, campos y montañas. Un abuelo vestido de abuelo, con la espalda encorvada, las manos: fábricas con calderas y gente, y una barba donde escondía sus recuerdos.

Se llamaba Aurelio y en sus ojos vivía el mar un azul acunado en olas y fragatas.

Un abuelo en la casa es una luna cuando la luz se va. Y en la hora del juego es vigía; un coche tirado por caballos si vas tras las palomas y un pan recién hecho cuando al fin las detienes.

Un abuelo es sombra cuando el sol lastima el rostro, abrigo si el frío te clava sus ortigas.

Mi abuelo era vasco y lo mató el tiempo. Yo nunca pude imaginarlo jugando como yo al escondite, midiendo la cintura del mundo con ojos soñadores, atravesándolo con alborozo y miedo.

Estaba convencida de que mi abuelo había nacido abuelo.

Amaba a los niños, daba limosna a los pobres, bebía vino de una bota de cuero; me narraba cuentos y me ataba las trenzas con unos lazos que parecían coles.

Cuando no era abuelo, sirvió en la marina, y de ahí sus ojos azules. De sus manos de viejo nacían higos dulces, mazapanes en forma de culebra, cintas de exagerados colores.

Mi abuelo nunca iba a misa, porque los dioses oficiaban dentro de él.

Era un vasco con boina de cachava, un viudo que enterró a su esposa sin nombre para dármelo a mí.

Siempre niña

Quiero salir al mundo como lo hacían los andariegos de otros tiempos.

Fortalecer sus esquinas y sentada en una piedra grande esperar la llegada de alguien, sabio de caminos. Saldré con ropas amplias, que aguanten mis fantasmas, los diablos invisibles que todos desean conocer. Quiero acercarme a una humanidad más crecida, beber sueños para seguir la marcha. Tengo que encontrar al anciano de límpidas barbas, que nunca existió, y despertar mis verbos en su luz.

La fantasía lo regresa con su única vivienda: el abrigo de todos los días, que una soga de tiempo lo fija en el cuerpo erosionado.

Nos sentamos en un lugar en el que los árboles transmiten muchas sombras, en un pasto de siglos y costumbres. Me hago chica entre sus barbas de seda piadosa, entre historias cautivas. Montada en sus relatos, cabalgo en ellos como en un vehículo diario.

Cuando crezca seré niña. Salvaré mi encantamiento. Insistiré en los milagros. Creeré en la envoltura interior de las leyendas.

Quiero salir de nuevo a los caminos, eternizarlos. Cumplir con mi destino de soñadora de mundos.

Tomado de https://morfemacero.com/