Recuerdo las noches de mi infancia como algo sagrado: tras los afanes del día, con el trasiego y las consabidas obligaciones de las horas escolares, llegaba el momento del cuento, de la fantasía. De lo evocador. El mundo adquiría entonces una textura distinta, diferente por completo del predecible y anodino discurrir de la jornada: despertar-desayunar-clases-comer-clases-deporte-deberes-ducha-dormir. La noche hacía aparecer, en medio de la inacabable repetición de lo mismo, el prodigio del Misterio, de lo Irrepetible. Con los libros a mi lado, y normalmente acompañado por mi madre o por mi padre, me acostaba en la cama y abrazaba con pasión mis inolvidables volúmenes de cuentos, enciclopedias ilustradas, poemarios (de Gloria Fuertes, sobre todo) y antologías de adivinanzas y acertijos para intentar hacerme uno, en su contacto, con lo que contenían: historias para habitar.
Sentía que aquellas palabras, que solía leer en voz alta (solo o acompañado), abarrotadas de brujas, magos, amantes que se aman apasionada e inevitablemente, dragones, duendes e incansables peregrinos, abrían grietas en la asfixiante literalidad del mundo, en el tiempo del despertador y del timbre entre clases, en la cronología que dicta lo que se-debe-hacer. Lo-esperado. La imaginación se volvía así mucho más viva y mucho más extensa que lo que solemos llamar Realidad: ese constructo impositivo donde solo se vive el tiempo de los amos –de los hombres grises de los que habla Michael Ende en Momo–.
Recuerdo con extremada nitidez el modo tan vívido –y corpóreo (hablaba con los personajes, les preguntaba e inquiría, sufría y me alegraba con ellos)– en que aquellas historias creaban una urdimbre narrativa que me amparaba hasta dormirme. Esas historias me calmaban porque me acogían y acompañaban, me daban un lugar y un tiempo (divergentes, que trascendían la norma), no se agotaban en su ser contadas, en el tiempo cronológico: más bien, todo aquello quedaba vibrando muy en mis adentros como un secreto no revelado del todo, informándome de que la violenta Realidad, la que anuncia que mañana-sonará-de-nuevo-el-despertador, no es todo lo que existe, aunque sí es todo cuanto solemos vivir.
A pesar de todo, barruntaba yo, lo auténticamente real es lo imaginario. Ese existir entre historias, que no se acomodaba ni se ajustaba a lo cotidiano, ensanchaba mi mundo con nuevas ilusiones. Esto es ser un iluso en sentido literal y militante: no darse por vencido por la Realidad, resistir ilusoriamente ante la univocidad del tiempo y del espacio, frente a una única manera de decir, contar y vivir. Iluso es quien lucha obstinada y valientemente para que pueda existirse de muchas y variadas formas, para escapar de las fauces de lo unívoco. «Solo atravesando la noche se llega a la mañana», escribió Tolkien en El Señor de los Anillos (Parte II, Libro IV, Cap. 2). Solo perseverando en esa ilusión creadora es posible rebelarse contra la mezquina clausura de la Realidad.
Ser un iluso es la forma más alta y más bella de ejercer la libertad
Ser un iluso es la forma más alta y más bella de ejercer la libertad. La ilusión imaginativa osa levantarse ante el imperio de lo Único, la imaginación no se prosterna ante el relato de la Univocidad. Ser un iluso significa mantenerse firme y perseverar en el resto de Misterio, en un resplandor que ninguna literalidad puede sofocar. El iluso es el más libre. El iluso no huye del mundo, es atreverse a habitarlo de otra manera, es el creador de caminos diversos, divergentes. La ilusión de lo velado conserva la imaginación como nuestro auténtico y más genuino amparo y se niega a reducir lo real a lo evidente, a lo normativizado. El iluso es el custodio del Misterio.
Hoy, al contrario, da la impresión de que ese territorio del Misterio ha sido clausurado y secuestrado. Lo literal ha ocupado y constriñe progresivamente el espacio de la metáfora; el dato reemplaza el símbolo; el algoritmo enmudece a la imaginación. Lo evocador de lo misterioso parece sospechoso porque la transparencia del dato ha de encarnar la Realidad, sin fisuras ni resquicios: todo-lo-Real debe estar convenientemente clasificado, verificado por los amos que miden nuestros tiempos (de consumo) y acotan nuestros espacios (de deseo).
Convertirnos en autómatas de un tiempo sin evocación es lo que más conviene al totalitarismo característico de nuestra época, el que nos desposee de la capacidad para desarrollar un criterio propio, nos expropia del derecho a prestar atención y nos inutiliza para poder fantasear. En lugar de abrir rendijas por las que se cuelen nuevas e inesperadas (por imaginadas) vetas de sentido, se tapia la Realidad (mediante pantallas, estímulos constantes y validaciones externas) con el imperativo de lo útil y del éxito y a través de la urgencia de lo inmediato, manipulados bajo la melosa gratificación rápida y constante.
En medio de este irrespirable paisaje, lo inefable del Misterio es considerado como una amenaza, porque pone en entredicho la Univocidad del Relato Único. Al contrario, la ensoñación es lo que nos hace y mantiene libres, lo que impide que nos arrodillemos, resignados, ante un modo restringido de decir y pensar la Realidad. Poner a resguardo nuestra capacidad evocadora y nuestra imaginación nos arma contra la clausura del Mundo Real. La ilusión es por donde se cuela lo inesperado. El iluso contiene la posibilidad para transformar lo literal.
En casas y centros educativos debemos centrar nuestro empeño en que niños, adolescentes y jóvenes puedan mantener intacto ese ahínco por imaginar. Asombrarse, soñar, fantasear o maravillarse son actos ilusoriamente subversivos en un contexto que pretende medirlo todo (el-Todo), que quiere medir y decidir al respecto de nuestros tiempos y espacios. Enseñar a soñar, a ser ilusos, es mostrar la posibilidad del no sometimiento. De no resignarse a vivir en los relatos del Otro Sistémico. Quien mantiene viva su imaginación mantiene viva su libertad.
Tomado de Ethic.es
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