En un momento histórico marcado por una peligrosa escalada belicista, resulta urgente y necesario articular una posición política clara, firme y sin ambigüedades frente al rearme y el militarismo. El capitalismo global, en su fase actual de transformación y crisis multidimensional, económica, ecológica, política y social, avanza hacia un modelo de guerra permanente, de militarización de la economía y de las relaciones internacionales. Lo hace con una lógica tan cínica como brutal, si el negocio de la paz deja de ser rentable, se activa el engranaje de la guerra como vía de acumulación de capital. Es el «capitalismo de guerra», una fase que ya vivimos con el complejo militar-industrial estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial y que hoy se globaliza bajo nuevas formas.
El rearme, presentado como necesidad técnica o estrategia disuasoria, es en realidad una herramienta estructural de este modelo capitalista en crisis. Y, como siempre, se paga con los cuerpos y las vidas de las clases populares. La historia es clara, las guerras las libran las personas de abajo y las ganan las élites. La muerte, el exilio, la destrucción de comunidades enteras, caen sobre los hombros de quienes ya son desposeídas. Lo dijo Rosa Luxemburg en su tiempo y sigue siendo válido, en las guerras imperialistas no hay bandos buenos, solo víctimas. Las trabajadoras y trabajadores rusos no tenían nada que ganar matando a sus iguales franceses, ni hoy las personas de ningún país tienen intereses comunes con quienes las llaman a filas desde arriba.
Frente a la guerra no cabe la equidistancia. El antimilitarismo no es una posición estética ni posmoderna, sino profundamente política y revolucionaria. Decir no al rearme, no a las guerras, no al gasto militar, no es una opción marginal: es la única postura coherente con un horizonte emancipador, socialista, feminista y ecosocialista. Porque no puede haber justicia social, ni igualdad, ni transición ecológica real mientras los presupuestos del Estado se orientan hacia la producción de muerte. Solo en 2024, el gobierno español, autoproclamado como, el más progresista de la historia, destinó más de 27 600 millones de euros a gasto militar; el récord más alto jamás registrado. Esta cifra representa una desviación estructural de recursos públicos que podrían haberse invertido en sanidad, educación, vivienda, cuidados o transición energética.
Se intenta justificar este despropósito afirmando que el aumento del presupuesto en defensa no afectará a las partidas sociales ya existentes. Pero esta es otra mentira más. Aunque no se tocasen directamente esas partidas, el dinero que se destina a armamento es dinero que no se destina a más recursos para la vida. Incluso si, en un supuesto imposible, no hiciera falta incrementar el gasto social, seguiría siendo profundamente inmoral invertir nuestro dinero colectivo en fábricas de muerte. La verdadera defensa no es militar, sino social. La auténtica seguridad se llama vivienda digna, sanidad pública, educación, pensiones, cuidados. Defender la vida, no prepararse para destruirla.
Es mentira que el rearme cree empleo digno o reactive la economía productiva. Los paladines de la industria bélica, incluso desde sectores de la izquierda más institucionalizada, repiten mantras sin base; que se trata de reindustrializar zonas empobrecidas, que las fábricas de armamento dinamizan la economía local. Pero los datos son contundentes: cada millón de euros invertido en defensa genera menos de la mitad de empleos que si se destinara a salud, educación o energías renovables. Y no solo se trata de cifras, sino de qué tipo de sociedad construimos.
Más grave aún es que, junto a gobiernos y partidos, algunos sindicatos mayoritarios se han mostrado a favor del rearme. Lo han hecho esgrimiendo el argumento de que creará puestos de trabajo. Es vergonzoso que desde instancias que deberían defender a la clase trabajadora se anime a las personas asalariadas a fabricar armas, a participar activamente en una cadena de destrucción que solo sirve a los intereses de las élites económicas en su pugna geopolítica. El sindicalismo que se pone al servicio del militarismo es un sindicalismo que ha traicionado su función emancipadora.
El rearme es también un rearme ideológico. En un contexto de creciente polarización, la extrema derecha actúa como brazo armado del capital, agitando discursos de odio y nacionalismo agresivo para encubrir la precarización y el empobrecimiento generalizado. En Europa, como en América Latina o en Estados Unidos, el avance reaccionario se alimenta de la inseguridad social y el miedo fabricado, desmovilizando a las mayorías sociales y canalizando su frustración hacia chivos expiatorios, migrantes, feministas, ecologistas, personas racializadas. Ante ese giro reaccionario, no se debería titubear ni un ápice desde las izquierdas con concesiones, silencios o complicidades. No se puede legitimar el discurso del miedo ni participar del belicismo de Estado con el argumento de que hay que estar preparadas.
Es una falacia llamar “defensa” a lo que no es más que la preparación para matar. Las armas no se construyen para proteger la vida, sino para arrebatarla. Por eso, una izquierda que se precie coherente debe reivindicar otra defensa: la defensa social, la defensa de los pueblos y de las personas trabajadoras contra la violencia estructural del capital y del Estado. No confundamos conceptos, no es defensa lo que se fabrica en los arsenales. Lo que se construye allí es muerte organizada.
Incluso desde una perspectiva marxista debemos hacer una crítica profunda al legado de ciertas lecturas del siglo XX. La famosa frase atribuida a Lenin «si te dan un arma, agárrala porque algún día puede que la necesites» debe ser reinterpretada hoy a la luz de las transformaciones históricas. La legítima lucha revolucionaria no puede ser confundida con el militarismo institucional. El horizonte socialista no es una sociedad más armada, sino una sociedad desarmada, una humanidad libre de ejércitos, de armas nucleares, de industrias dedicadas a la destrucción. No se trata de ingenuidad, sino de estrategia revolucionaria. La construcción de una sociedad donde la vida sea el centro, y no su aniquilación.
El antimilitarismo no es neutralidad. El antimilitarismo, en este momento, es una trinchera. No nos confundamos. No hay una «buena guerra», no hay una guerra justa si no es la guerra contra el hambre, la pobreza, la desigualdad, el patriarcado o el ecocidio. Y esa guerra no se libra con fusiles ni cazabombarderos, sino con solidaridad, organización popular y movilización. Ni un solo apoyo a las guerrass entre pueblos. La única lucha por la que debe apostar una izquierda transformadora es la lucha entre clases. La verdadera lucha es la que se da entre quienes acaparan la riqueza y quienes la producen. Es la lucha por la justicia social, por la equidad, por la dignidad colectiva. Frente a la lógica de bloques y naciones enfrentadas, la única trinchera posible es la de la solidaridad de clase internacionalista.
En este contexto, la izquierda revolucionaria tiene el deber moral y político de levantar la voz con claridad. Ni un euro más para la guerra. Ni una fábrica más de armas. Ni una vida más mandada a morir por los intereses de la OTAN, de las grandes potencias o de los mercados. La ciudadanía debe organizarse para decir basta. Basta de chantajes, de excusas, de «responsabilidades institucionales». No vamos a fabricar vuestras armas. No vamos a ir a vuestras guerras. No vamos a callar mientras destináis miles de millones a destruir vidas mientras decís que no hay presupuesto para escuelas infantiles o residencias de mayores.
Frente al rearme, la respuesta no puede ser técnica, sino política. Y la política, cuando es revolucionaria, no teme decir lo obvio: que el capitalismo es incompatible con la paz, y que la lucha por un mundo sin guerras es inseparable de la lucha por superar este sistema criminal. Decir no a la guerra hoy no es una consigna abstracta. Es un programa de acción. Es Rosa Luxemburg alzando su voz contra la guerra en la Segunda Internacional; es el feminismo contra los ejércitos violadores; es el ecologismo frente al extractivismo militarizado; es la clase trabajadora diciendo que no va a morir por la avaricia de unos pocos. Sus guerras, nuestras muertes. Nuestra lucha, el antimilitarismo. Porque el ¡NO A LA GUERRA! también es un grito de revolución.
Iosu del Moral, Militante Antikapitalistak Euskal Herria
Tomado de https://vientosur.info/
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