“Estamos defendiendo al trabajador estadounidense”, dijo Donald Trump desde el Jardín de rosas de la Casa Blanca durante su discurso del “Día de la Liberación”, a inicios de abril, cuando anunció nuevos y radicales aranceles.
No es ninguna sorpresa. Acabar con el sistema de comercio mundial es uno de los principales objetivos de una parte clave de su base política: aquellos que se han visto perjudicados por el libre comercio con países con salarios más bajos, entre ellos México y, sobre todo, China. Estos trabajadores están deseosos de recuperar los buenos empleos que ellos (o al menos sus padres) tuvieron una vez.
Si tan solo fuera fácil.
Dejando a un lado la retórica populista, el torpe enfoque de Trump sobre los aranceles va a perjudicar a los trabajadores, no a ayudarlos. A pesar de poner una pausa de 90 días en la mayoría de sus principales aranceles, Trump le impuso a China un arancel del 145% (aunque eximió a las computadoras, semiconductores, teléfonos inteligentes y otros productos electrónicos). Las importaciones de acero, aluminio, automóviles y autopartes están sujetas a aranceles del 25%, y un arancel de referencia sobre la gran mayoría de las demás importaciones sigue siendo un considerable 10%. Entretanto, mientras los aranceles dominan los titulares, su administración está poniendo en marcha silenciosamente lo que puede describirse mejor como una agenda en contra de los trabajadores.
Sería un error culpar únicamente a la globalización del declive de los puestos de trabajo en las fábricas estadounidenses, que no han dejado de disminuir como porcentaje del empleo total desde la década de 1950. La automatización y el desplazamiento de la economía hacia los servicios han contribuido en gran medida.
El libre comercio también tiene muchas ventajas: precios bajos, opciones para el consumidor, eficiencia económica y relaciones internacionales más pacíficas.
Sin embargo, el comercio desenfrenado con países con bajos salarios ha tenido, sin duda, graves desventajas para muchos: no solo para los estadounidenses, que de pronto se han encontrado compitiendo directamente con trabajadores extranjeros que ganan una pequeña fracción de su salario, sino para millones de personas cuya remuneración se ha reducido en el proceso.
“Aunque los jardineros no se vean desplazados por las importaciones, sus salarios se ven afectados al tener que competir con trabajadores de la industria de la confección (y de la automotriz, y de la siderúrgica) que han sido desplazados por las importaciones”, ha explicado Josh Bivens, del Economic Policy Institute. “Los efectos de la globalización sobre los salarios afectan a todos los trabajadores sin título universitario”.
Si está claro quiénes han sido perjudicados por el libre comercio, también es evidente quiénes han prosperado gracias a él: las empresas multinacionales que han trasladado sus operaciones al extranjero y sus financiadores. Otras empresas han engrosado sus ganancias al usar una amenaza contra sus trabajadores de primera línea: si exigen demasiado, trasladaremos sus empleos al extranjero.
Durante décadas, tanto los líderes republicanos como los demócratas de Estados Unidos han ignorado en gran medida que la globalización crea ganadores y perdedores, insistiendo en que al final el libre comercio es favorable para todos
A partir de la década de 1960, una red de seguridad social reforzada, junto con programas de reentrenamiento al amparo del programa Trade Adjustment Assistance (TAA) fueron diseñados para amortiguar el golpe para quienes perdían sus empleos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que entró en vigor en 1994, incluía un acuerdo paralelo que supuestamente debía aumentar los salarios y fortalecer los derechos laborales en México, nivelando así el campo de juego para los trabajadores al norte de la frontera. Pero el TAA nunca fue tan sólido como debía ser antes de que el Congreso lo dejara morir en 2022, y el acuerdo laboral del TLCAN resultó ineficaz.
Las políticas económicas de Trump prometen dejar aún más atrás a los trabajadores. Apenas en estos primeros meses de su segundo mandato, el presidente estadounidense y su equipo han inclinado la National Labor Relations Board (Junta Nacional de Relaciones Laborales) del país a favor de los intereses empresariales que quieren impedir que los trabajadores se sindicalicen, han recortado el salario mínimo de cientos de miles de contratistas federales (pensemos en conserjes y empleados de servicios de comida) y han eliminado una orden de la era del presidente Biden diseñada para mejorar la calidad del empleo en proyectos federales de infraestructuras y energía.
Todo esto contradice la promesa de Trump de “poner a los trabajadores estadounidenses primero”. También sus aranceles.
Usados estratégicamente, los aranceles pueden ser una herramienta eficaz: una manera de ayudar al desarrollo de una economía naciente, permitir que un sector vulnerable se recupere de un shock competitivo o tomar represalias contra países que subsidian una industria o manipulan su moneda para obtener una ventaja injusta sobre los productores nacionales. Prácticamente todas las camionetas pick up vendidas en Estados Unidos se fabrican en América del Norte, gracias a un arancel del 25% impuesto por el presidente estadounidense Lyndon Johnson en 1963. El auge de la economía industrial de Corea del Sur en la segunda mitad del siglo XX puede atribuirse, en parte, a los aranceles.
Pero los aranceles están lejos de ser una solución mágica. Ni siquiera en industrias estadounidenses protegidas desde hace tiempo por aranceles, como la textil, el empleo ha regresado al país. Los beneficios de los aranceles para, por ejemplo, los productores de acero y aluminio, se obtienen a expensas de otras empresas que dependen de esos materiales. Las pequeñas empresas que se abastecen en el extranjero pueden no sobrevivir. Además, los aranceles ponen a los exportadores en riesgo de sufrir represalias, como estamos viendo en la guerra comercial que ha desencadenado Trump.
Si la jugada de Trump lograra de algún modo obligar a las empresas a fabricar más productos en Estados Unidos, no serían baratos. Ed Gresser, director de comercio y mercados globales en el Progressive Policy Institute, ha estimado que revivir la producción de tostadores en E.U., como lo propone el vicepresidente JD Vance, elevaría su precio a unos 300 dólares. “En ese caso,” dice Gresser, “para las familias de bajos ingresos sería imposible comprar electrodomésticos.”
En resumen, las familias trabajadoras enfrentan ahora un resurgimiento de la inflación; un ataque a programas sociales como el Social Security, Medicare y Medicaid; y un nuevo presupuesto propuesto por los republicanos que plantea eliminar la cobertura de salud y la asistencia alimentaria para millones de personas. Los aranceles, por sí mismos, se consideran un impuesto regresivo, ya que los hogares de bajos ingresos tienden a gastar una proporción relativamente grande de sus ingresos en bienes que están sujetos a dichos aranceles.
Tal vez lo más peligroso para los trabajadores sea que la extralimitación de Trump en materia de comercio ha aumentado considerablemente las probabilidades de una recesión, lo que estimularía el desempleo. Un tercio de los directores ejecutivos encuestados por CNBC después del “Día de la Liberación” dijeron que esperaban recortar puestos de trabajo este año debido a los aranceles de Trump.
Cuando el desempleo es bajo, los trabajadores adquieren poder en el mercado laboral, lo que impulsa un aumento en sus salarios, una dinámica que ha ayudado a los trabajadores peor pagados a experimentar un sólido crecimiento salarial en los últimos cinco años. Una recesión inducida por los aranceles podría socavar esta forma crucial de poder de los trabajadores.
Entre el público que asistió al discurso de Trump en el “Día de la Liberación” había miembros del sindicato United Auto Workers, lo que demuestra lo agraviados que se sienten muchos estadounidenses de clase trabajadora.
Improbablemente, Trump, que ha denunciado los acuerdos comerciales de Estados Unidos desde la década de 1980, siempre ha sentido una conexión especial con este grupo. En 1990, durante una entrevista con la revista Playboy en la que denunciaba cómo los coches importados de Japón habían llegado a “dejar fuera a General Motors, Chrysler y Ford”, afirmó que no tenía planes de presentarse a un cargo público. Pero si alguna vez lo hacía, sabía exactamente de dónde sacaría apoyo.
“El hombre trabajador me elegiría. Le caigo bien”, dijo Trump, calculando que, en consecuencia, “me iría mejor como demócrata que como republicano”.
Trump, por supuesto, no se hizo demócrata. En vez de eso, se convirtió en demagogo. ~
Este artículo se publicó originalmente en Zócalo Public Square, una plataforma de ASU Media Enterprise que conecta a las personas con las ideas y entre sí.
Forma parte de Cruce de ideas: Encuentros a través de la traducción, una colaboración entre Letras Libres y ASU Media Enterprise.
Tomado de https://letraslibres.com/
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