diciembre 2, 2023

Comenzando octubre

“Hay seres cuyas obras y significaciones son favorecidas por la fortuna. Alcanzan más porque se preguntan más, como el polímata da Vinci (aquel que aprende muchas cosas, condición renacentista inherente a los abarcantes saberes de entonces), un homo universalis versado en...

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Una leyenda oriental cuenta que un personaje envejeció cien años mientras escuchaba el canto de un pájaro. La vejez no le parecía bien a Leonardo da Vinci. En uno de sus apuntes lo dice: “envidiosa vejez que lo consume todo poco a poco con el duro colmillo en una muerte lenta”. Quien escucha el canto del pájaro envejece de golpe y ello lo salva de sufrir la senectud gradual, esa consumante lentitud desfavorecida. Pero envejece.

       Durante sus primeros cinco años Leonardo gozó de un estado de gracia y libertad en medio del campo. Su madre fue Caterina, una hermosa campesina seducida por Piero da Vinci, hijo del notario local. Viven los dos, madre e hijo, en una pequeña casita de piedra que es establo y aprisco a la vez. Mientras ella atiende las labores agrícolas y de la casa el pequeño se queda solo en el huerto, consigna su biografía, rodeado de los numerosos y enigmáticos juguetes de la naturaleza.

       El niño se encuentra tan cómodo y confiado que no se asusta ni siquiera cuando un milano llega a su lado y tomándolo por un animal desconocido le roza el rostro con las alas. Durante ese tiempo el único maestro de Leonardo será el entorno físico y de él provendrán las lecciones que darán origen a los hallazgos científicos y plásticos posteriores: la marcha de los insectos en la hierba, el crecimiento de las plantas, los aleteos de los pájaros en el cielo, los juegos de luz entre las hojas de los árboles, las irisaciones de la neblina en el horizonte. Leonardo dirá más tarde a quien le pregunte por su sabiduría que lo esencial lo aprendió de la naturaleza.

       Así se encarna el genio. El conocimiento intelectual y la realización estética vendrán a continuación, cuando forzado por las convenciones sociales el padre le abra las puertas de la casa familiar y lo separe para siempre de la bella y vital Caterina, la amorosa madre, tanto como la otra que ha tenido, su maestra la naturaleza, donde se le mostraron los vínculos entre las cosas, sus revelaciones y armonías, el uno en el todo y el método epistemológico que siempre obedecerá: “Sólo relaciona”. Hay seres cuyos vínculos tempranos representan una comunión física y psíquica (“absorción”, le llamaría la filosofía perenne) que expande su conciencia. La diferencia con los demás es que no olvidan esa experiencia.

       “Cuanto más grande es un ser, más crece también su capacidad de sufrimiento”, escribió Leonardo en sus apuntes. No había sentimentalismo al afirmarlo, sólo una constatación existencial. Un crítico del siglo diecinueve, Walter Pater, afirmaría que La Gioconda, el retrato de Mona Lisa que Leonardo tuvo siempre consigo y nunca entregó a Ser Giocondo, esposo de la dama retratada y cliente de la obra, era la suma femenina de las fascinaciones sucesivas de los siglos: “el animalismo de Grecia, la sensualidad de Roma, el misticismo de la Edad Media con su ambición espiritual y su amor imaginario”. El crítico sugiere que estamos ante el retrato arquetípico de una diosa. Y una madre además. 

       Toda la creatividad estética e intelectual de Leonardo se funda en aquellas lecciones de su primera infancia recibidas por el misterioso magisterio de la naturaleza, entidad femenina cuya representación está contenida en la Mona Lisa, sonriente desde la ausencia de tribulación, sin negar los sentidos al tiempo que toda ella es espíritu. La última gran pintura religiosa que se haya pintado, según opina Marcel Brion, no sólo por el genio de su creador sino por el sublime resultado.

       Existe un conocimiento despreocupado de la dicotomía significante-significado. Ahora se le llama conocimiento esotérico, pero en el tiempo de Leonardo era un método de interpretación abierto donde el imaginario colectivo percibía la existencia del alma del mundo, de los varios lenguajes de la naturaleza, de la imaginación fantástica, del deseo y la razón que dialogaban entre sí para construir la realidad.

       “Yo pregunto…”, es el reiterado método de Leonardo para iniciar sus reflexiones científicas, quien dictó su testamento a un notario en el mes de abril de 1519, días antes de morir un dos de mayo. Su biógrafo anota que la frase “Continuaré”, escrita en sus apuntes, resulta equivalente a la de Goethe: “Ningún ser va a la nada”, una completa confianza de los dos en la inmortalidad del alma. “¿Cuál es tu deber? La exigencia de cada día”, concluiría el poeta de Weimar al pensar sobre el colosal italiano.

       Hay seres cuyas obras y significaciones son favorecidas por la fortuna. Alcanzan más porque se preguntan más, como el polímata da Vinci (aquel que aprende muchas cosas, condición renacentista inherente a los abarcantes saberes de entonces), un homo universalis versado en todos los ámbitos del conocimiento. Pintor, anatomista, arquitecto, paleontólogo, botánico, escritor, escultor, filósofo o ingeniero, a cuya búsqueda nada le fue extraño ni ajeno porque el mundo lo había hechizado. 

        De ahí la enigmática sonrisa de la divina Gioconda, libre de toda restricción.

Tomado de https://morfemacero.com/