Chabelo y yo – Josué Quino

—Río Usumacinta 27-A, a tres cuadras del Ángel de la Independencia. Me hizo repetir mi mamá miles de veces hasta que me lo memoricé, por si me perdía, porque dice que yo era un pingo que no me quedaba quieto. Tenía que buscar a un policía y pedirle que por favor me llevara a mi casa que estaba ahí, en Río Usumacinta.

Era 1964 y las tardes que subíamos a la azotea, veíamos con mucha claridad y cercanía que el Ángel de la Independencia brillaba mucho mucho. Mi mamá me decía que ese Ángel era nuevo, porque el otro se había caído con el terremoto del año en que ella se embarazó de mí.

El 27-A era uno de los dos departamentos que había en la planta baja, y el único que tenía entrada por el interior del edificio, porque el otro departamento, la entrada daba a la calle.

Era un departamento con un recibidor, que al igual que la cocina que estaba a la izquierda, con el calentador adentro, tenían mosaico, porque el resto de la casa tenía piso de madera. De frente estaba la sala-comedor, aunque en realidad la disposición era en primer lugar el comedor y ya después la sala toda alfombrada, donde estaba prohibido comer nada.

Al fondo de la sala había un gran ventanal casi de pared a pared, que daba a ningún lado, y que sólo podíamos ver la pared del fondo, porque aunque estábamos en la planta baja, no se podía ingresar a ese espacio, que había sido creado para ventilar diferentes espacios de cada departamento que había en ese edificio.

El niño Josué con su mamá, en la década de los 60

Una vez que habías entrado, las recámaras se encontraban a la derecha, y en la segunda recámara, la que estaba hasta el fondo, estaba el baño, cuya ventana también daba a ese ojo de patio o respiradero. Ambas recámaras contaban con sendos roperos, aparte de los closets, que eran tan grandes que cuando jugábamos a las escondidas, si no buscaban bien adentro de ellos, no nos podían encontrar.

Las recámaras siempre tenían que estar bien arregladitas, por si llegaban visitas y querían entrar a ese baño que tenía una tina tan enorme que cuando trapeaban, le cabían todos los botes de ropa sucia que había dentro y las dos sillas que siempre estaban ahí, y nunca supe para qué, junto con el burro de planchar que era de madera y pesaba toneladas.

El diseño del departamento había dejado fuera un patio. No había un espacio en el cual pudiera salir a jugar, a correr, a gritar a gusto, porque, aunque jugaba en las recámaras, que eran enormes, no podía correr (mucho) dentro de ellas, y en la sala, estaba prohibido, porque capaz de que, si le daba un pelotazo a la televisión de bulbos que estaba en el centro de la sala, me moría porque ya no iba a poder ver ni a Cachirulo y su Teatro Fantástico, ni a La Bruja Maldita, ama de la oscuridad, ni a Pepita Gomís en Telekinder, ni a Chabelo.

Cachirulo y su Teatro Fantástico

Así que para poder jugar sin romper nada, pues me tenía que salir a la calle con nuestro vecino Pablo y con mi tío Javier. La calle salía de una curva y casi no pasaban autos, por lo que era seguro juagar en ella.

Una tarde estábamos jugando mi tío Javier, Pablo y yo al tenis, cuando de pronto, mi mamá que nos estaba cuidando, llegó corriendo hasta mi:

—“¡Joselito! ¡Joselito! ¡Mira quién viene allá!

Obedecí a mi mamá y miré hacia donde me indicaba. Un señor alto, vestido con traje y corbata, que traía un portafolios café de cuero, venía caminando hacía donde estábamos nosotros jugando.

—“Es Chabelo, Joselito. ¡Es Chabelo!”

No sé porque mi mamá, que nunca decía mentiras, ahora lo estaba haciendo. Ese señor que venía cruzando la calle, no era Chabelo, ¡pero para nada!  Y se lo dije:

—“Mamá, no seas mentirosa. ¡Ese señor no es Chabelo!”.

Lo dije justo en el momento en que el señor de bigote, pasaba a nuestro lado. Se detuvo, se regresó, y con una voz tan gruesa que daba miedo, hasta parecía enojado cuando me dijo:

“¿Cómo te llamas?”.

—“Josué”.

—“Josué, lo que tu mamita quiso decir es que yo conozco a Chabelo, pero yo no soy Chabelo. Yo me llamo Javier.”

—“¡Igual que mi tío” !, le dije y se lo señalé.

 —“Igual que tu tío. Con permiso, señora. Hasta luego tocayo, nos vemos, vecino. Buenas tardes, Josué. Pórtate bien”, dijo, y se fue.

En la noche, durante la merienda, mi mamá comentó que ese señor, Javier, estaba casado con una muchacha güerita muy guapa, que se llamaba Angelita, que parecía jarocha por como hablaba, y que vivían a la vueltecita.

Varios días después, ocurrió la misma escena mientras mi tío Javier, su amigo Pablo y yo jugábamos. El amigo de Chabelo se acercaba, sólo que esta vez vino derechito conmigo. Mi Tío, Pablo y mi mamá, se acercaron cuando él se agachó a la altura de mi rostro, porque era muy alto, y me dijo:

—“Le dije a Chabelo que tu mami me había confundido con él, y ¿qué crees?”. No recuerdo haberle respondido algo. “Me dijo que la saludara y me dio esto, para ti”. Abrió su portafolios y sacó una enorme paleta de dulce de muchos colores y me la dio. Mi mamá se sintió muy orgullosa cuando le di las gracias sin que ella me lo indicara, y mientras no dejaba de ver la paletota que Chabelo me había mandado, su amigo se fue por el mismo caminito de la otra vez.

Esa fue la primera vez, de muchas, que guardé un regalo sin abrirlo, sin comerlo, sin tocarlo.

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Last modified: 26 marzo, 2023Tomado de https://lalupa.mx/