octubre 12, 2025
Cantos de la vejez (Fragmento)

Cantos de la vejez (Fragmento)

“La conclusión de Schopenhauer es simple: ‘Se debe envejecer de una forma elegante, lo demás viene dado’. La vejez o un arte de la persona, del ser en el tiempo, del existir en el mundo en tanto voluntad o representación”....Tomado de https://morfemacero.com/

                                   

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Para Diana, cuando se va

                                                 I.

Está perseguido por la desgracia y muy cansado. Él mismo personifica la decadencia sobre la que podría escribir. La escritura es un desdoblamiento, fractales que se tocan sin descanso, se multiplican, se ponen a decir. Entonces el titán, Giovanni Papini, escribe en su diario un trece de abril: “A los sesenta y cuatro, cuando otros acaban, yo empiezo. Veo claro sólo ahora, cuando estoy perdiendo la vista”.

       Ha ido ya desde aquella fantástica pluma de los inicios escrita al dictado del diablo, según dijo un crítico que lo llamó “envenenador de ti mismo y los demás”, hasta la extraña conversión al cristianismo, explicada por varios debido a su ansia de absoluto y de verdad. Su adherencia al fascismo de Mussolini, los honores que recibe y luego la repulsa final, el silencio que sufre por su pasado colaboracionista al fin de la guerra.

       Ha vivido la destrucción de su casa en Bulciano, de la cual huye cargando el extenso manuscrito del Juicio Universal, que al final quedará inconcluso. Se ha alojado en un convento y desde ahí debe rescatar los libros de su biblioteca. Después irá a Florencia, se le diagnosticará parálisis progresiva y morirá. Son sus diarios los que dan cuenta de esta marcha hacia la metamorfosis o hacia la nada, como se quiera imaginar.

       Un 7 de octubre Papini anota: “Me entristece el pensamiento de que ya no podré escribir, de que ni siquiera podré acabar las obras ya comenzadas o próximas a su fin. El pensamiento aún está vivo —o me lo parece—, pero la mano ya no es dócil, y yo soy reacio a dictar. El pesar de no poder escribir se añade a la humillación de no poder caminar”.

      Inicia entonces la verdadera vejez, la odiosa vejez, como el escritor la llama. Está medio ciego, un poco sordo, no lo sostienen las piernas, cojea, no puede leer, caminar o fumar. Las primeras líneas de un escritor (quien sobre todo es una escritura) concluyen entre las finales. El circuito, un ouroboros, cierra con el comienzo de lo escrito, en una relación de inicio/final.

       Y sin embargo la vejez de un sabio, salvando la impiedad, a veces se anticipa a lo que consagra el Corán: “Hemos quitado tu velo, y hoy tu mirada es penetrante”. Papini es descarnadamente crudo, documental, porque la ácida mirada de esos días últimos también puede contener una lacerante claridad.

       “La vida está hecha de errores y renuncias —anota—. En la primera mitad los errores son más numerosos que las renuncias. En la segunda mitad siempre abundan los errores, pero crecen continuamente las renuncias. Solamente la extrema renuncia —la muerte— cierra para siempre la serie de errores”.

       El titán se siente herido por las ráfagas del tiempo y en los últimos saldos de sus días no cuentan ya los dones solares de sus obras memorables. Tampoco, según parece, el amparo abrigador de la fe. La vida sólo se aferra a sí misma como un impulso instintivo, y Papini sufre un grave desconsuelo en medio de su amarga lucidez. Los sufrimientos no han sido todavía peldaños hacia el esclarecimiento. Queda tiempo aún, suficiente para agonizar. Ágon: máximo esfuerzo final.

       La última entrada que Papini pudo hacer por sí mismo en su diario dice: “10 de marzo. He pasado largos meses de melancolía y sufrimiento. Lo he soportado todo con la esperanza de sanar. Me han pinchado centenares de veces y me han dado masaje a brazos y piernas. Pero no puedo caminar sin ayuda ajena, y mi mano derecha a duras penas puede sostener la pluma”.

       Quien creyó haber vivido tan profunda como ingenuamente las ilusiones pudo ver, al final, el engaño, dijo de sí mismo el autor. Es perturbador: ¿de cual engaño habla? La vejez, una oscura debandada, una catarsis, un refinamiento existencial. ¿O una falsificación?

                                                II.

En una preclara introducción a Schopenhauer, Franco Volpi menciona la biblioterapia (lectura profunda de los clásicos en su idioma original) y la escritura diaria, atendiendo la recomendación de Plinio el Viejo: “Nulla dies sine línea”, como dos técnicas básicas “del dominio y la administración de la vejez” que el filósofo pesimista pone en práctica.

       Otras técnicas para ello provienen de epicúreos y estoicos. Van desde la redacción de un libro de reglas y principios sobre la conducta y la prudencia, que debe memorizarse porque servirá al modo de aquel maletín que el cirujano lleva consigo, hasta la reflexión sobre los males futuros (el Praemeditatio malorum latino), no para hacerse desdichado antes de tiempo sino para saber que no se trata más que de sufrimientos pasajeros que culminan en la liberadora Meditatio mortis, la meditación para la muerte que mediante la sabiduría se propone atenuar el dolor del fin.

       La edad antigua consideró la comprensión de la vejez y con ella de la muerte como la esencia de la reflexión filosófica. Aunque pueda parecer paradójico dada su radical definición acerca de la vida: algo que no es bello sino oscilante entre el tedio y el dolor, Schopenhauer se adscribió a la tradición literaria del Ars bene moriendi contenida en escritos antiguos y patrísticos, una filosofía práctica del cuidado de sí mismo, complementaria del arte del bien vivir que la filosofía enseña.

       Esta tradición hace una analogía entre las edades de la vida, las estaciones del año y las partes del día. Toda equivalencia o analogía es un multiplicante del sentido, una semiosis del entender. Dicha escuela recomienda vivir la vida como si contuviera una vida entera. Epicteto, una lectura frecuente de ese budista extraviado en Occidente que fue Schopenhauer, afirma a su vez que la muerte sorprende al zapatero cosiendo zapatos, al escultor modelando una figura y al marinero surcando el mar.

       La incógnita a resolver —similar al planteamiento budista theravada del último pensamiento que se tendrá al morir— es la actividad en la que se desea ser sorprendido por la muerte (este autor desearía ser tomado por ella mientras escribe). Un suceso así representa la debida conclusión de una vida completa y razonablemente feliz, un término que Schopenhauer reconocerá en los últimos años de su existencia, cuando una serena felicidad derivada del sosiego y el contentamiento llegue hasta él.

       Décadas de sombra e invisibilización intelectual, de ser ignorado por la filosofía académica, de ediciones no vendidas y cátedras casi vacías están concluyendo por fin. Su fama como filósofo se corona en Europa. La hermosa y joven escultora Elisabeth Bey modela su busto y el de su perro Atman, al cual amaba más que a los seres humanos, y el misántropo pensador se dulcifica en su proximidad.

       “En otro sentido se puede decir asimismo —escribe quien definió a la especie como la única en la creación que obtiene placer al infligir dolor a sus semejantes— que los primeros cuarenta años de nuestra vida suministran el texto; los treinta siguientes el comentario de este, el cual nos instruye en la comprensión de su verdadero sentido y cohesión, así como también de su moral y todas sus sutilezas”.

       El pensador que daría lugar a la modernidad existencialista lo mismo que a la budiatría occidental, entendía ahora la etapa última de la existencia como una cosecha, un comentario por fin comprendido, incorporado al ser, como “la alegría de quien ha soportado los grilletes por mucho tiempo y se mueve ahora libremente”.

       A la distancia se contemplan la seducción, el deseo, la exaltación y hasta el dolor. Esa sosegada tranquilidad es “la condición y lo esencial” de la felicidad que puede alcanzarse en la vejez. La conclusión de Schopenhauer es simple: “Se debe envejecer de una forma elegante, lo demás viene dado”.

       La vejez o un arte del ser que surca el tiempo, de aquel que existe en el mundo como voluntad y representación.

                                                       III.

La primera pregunta fue: ¿cuántos años tiene? También podría ser la última, porque si la edad de la postulante rebasaba una cierta cifra, ni siquiera sería considerada para la vacante en Historia del Arte. Este semestre no se había podido ‘ofertar’ esa materia, como ahí dicen, por falta de maestros.

       Esa indagación dio cabida a otras: ¿cuál es la edad máxima de los maestros de asignatura, como era el caso, quién lo decidió, con qué criterios?

       Vinieron las respuestas, esta gente siempre tiene explicaciones: sí porque sí. Treinta y cinco años máximo. Lo decidió el más reciente formato de procedimientos burocráticos dictado por la central del departamento de personal universitario, invadiendo atribuciones académicas y actuando con criterios empresariales.

       Y no, la joven funcionaria no conocía los criterios que fundamentaban la decisión. Ninguna razón, sólo un nuevo ucase expedido desde el escritorio de un agente de la racionalidad, la rentabilidad o la competitividad: palabras epistemológicamente equivocadas en el tiempo terminal de ahora, cuando la erosión de un sistema mundo y en medio de una perspectiva apocalíptica. Lo que gusta es la mediocridad, escribió Montherlant, porque nuestros jueces se reconocen en ella.

       La siega social de la erradicación de los viejos, la evaporación de su saber y experiencia, su invisibilización pública, los convierten en parte de la población prescindible que el neoliberalismo exige. La mayoría de las personas se definen existencialmente por su trabajo, pero al perderlo y no poder encontrar otro se desdefinen, dejan de ser. La vejez es una desdefinición.

       La experiencia significa el tránsito de una negatividad —el pensamiento ilusorio— a una positividad —la realidad tal como es. Yo actúo, decía el áspero Schopenhauer, según la sentencia de Bías: la mayor parte de los hombres son malos. ¿Qué hacen los viejos en la sociedad sin trabajo, sin tener ocupaciones propias o representar alguna utilidad ajena? ¿Qué le sucede a una sociedad cuando mutila la continuidad en la memoria de sus integrantes, cuando niega la comprensión del pasado en el presente, la función enlazadora que representan los viejos? ¿Qué pasa cuando juvenilia, la compulsión por ser y lucir joven, se convierte en un tóxico artículo de fe?

       Mientras más viejo más libre, clamaba Saramago. Entonces mientras más libre, más radical. Importa y a la vez no importa. Pero como la dureza económica no parece remitir o atemperarse, habrá que considerar la amarga medicina de tres saberes: saber ser pobre, saber ser solo, saber ser viejo. Y aceptar para uno mismo la vida propia como una aparición episódica, aleatoria, combinada y desigual.

       Todo consuelo espiritual sirve para lograrlo, desde luego, pues la poca ciencia de la juventud aleja, y lo vivido, la mucha ciencia que en la vejez amansa, vuelve a llevar. El Dhammapada afirma: “Contemplad este bello cuerpo, masa de dolores, montón de grumos, trastornado, en el que nada persiste”. El cuerpo no deja de ser el templo del alma ni la vejez un tránsito hacia otro plano.

       Lo anterior debió ser considerado en aquel instante mientras la primera pregunta quedaba preguntada: ¿cuántos años tiene? La joven aspirante a impartir la materia tenía veintiocho años, pero de tener más ni siquiera una acreditada experiencia docente habría hecho que la tomaran en cuenta. No porque no.

       Los viejos debemos evaporarnos, pasar a otra dimensión. La de la sabia indiferencia. La del sosiego. La de la confiada vejez.

Tomado de https://morfemacero.com/