Bacon duerme con El Greco

Bacon duerme con El Greco

“---No puedo decirle si la tuve, señor director, y no sé si la repita ---contestó el pintor. Un parloteo llegó hasta ellos. Bacon no escuchó la respuesta del director.”...Tomado de https://morfemacero.com/

TA MEGALA   

Fernando Solana Olivares 

Una tarde parisina un hombre robusto de estatura regular, rostro ancho, mirada insondable y cabellera en desorden apareció en la puerta del despacho del director del Museo del Louvre. 

      —Soy Francis Bacon, pintor —dijo. —¿Puedo pasar?  

      El director se incorporó y fue hacia él. 

      —Adelante, por favor —dijo con una venia amable y ligeramente sorprendido. 

      Bacon tomó asiento en el filo del sillón, como si estuviera incómodo. 

      —Vengo a hacerle una solicitud. Al museo, a usted. Quiero pasar una noche en él, solo. Quiero decir, a solas en una sala. ¿Podría permitírmelo? 

      El director miró a Bacon con expresión levemente escandalizada. 

      —Lamento decirle que no puedo complacerlo. Pero si no le molesta la pregunta, ¿por qué quiere hacerlo? 

      —Tengo una cita —respondió Bacon, y no dijo más. 

      —¿Quiere decir que aquí verá a otra persona durante la noche, señor? —inquirió el director. 

      —Puede ser esta noche o mañana. De todos modos, debo hacerlo. No quise importunarlo. Buenas tardes. 

      Bacon era impreciso y ya la noche entraba por las vidrieras del despacho.

Dejó las principescas instalaciones y salió por la puerta al patio Napoleón. La pirámide de cristal del arquitecto Pei reflejaba los últimos brochazos de la puesta de sol. “Porque la luz no es para siempre”, murmuró Bacon mientras se alejaba de la estructura hacia las dependencias del servicio nocturno. 

      La hiedra centenaria que rodeaba el pequeño portillo al que llegó amortiguó el eco de sus golpes discretos. Una mirilla se abrió y dos ojos lo interrogaron. 

      —¿Qué dijo el viejo? —graznó una voz. 

      —Será contigo, Gastón. Dijo que no —contestó. 

      El portillo giró sin ruido y Bacon fue tragado por él. Gastón lo había llevado furtivamente hasta una de las salas de la colección española. Una pequeña linterna y un termo de café eran el final de su ayuda. 

      Quedaban la noche inédita y las presencias rotundas que desde las paredes observaban al intruso, brillos gaseosos que iban de aquí a allá, donde lo oscuro era el reverso del mundo diurno y Bacon se colocaba a la mitad de él. 

      La linterna recorrió la sala hasta un punto en que quedó fija. Bacon avanzó. Un Cristo enfatizó su gesto cuando el chorro de luz iluminó su rostro desencajado. El pintor se acostó sobre la estrecha banca que estaba colocada ante el Cristo en la cruz de El Greco. 

      Antes de apagar la linterna quiso explicarle a la imagen su presencia. “Tuve un sueño. Vine para tenerlo otra vez”, dijo en un susurro. Bacon cerró los ojos. La imagen continuó imperturbable. Si el mundo es arbitrario, los sueños son las catedrales de su azar. Alguien sueña que nos sueña. Bacon soñó que soñaba. 

      Quedó cautivo por fuerzas inesperadas que surgieron cuando sucedió su abandono. Se vio ante un monolito rectangular de gran altura, grisáceo como si fuera de acero pero a la vez traslúcido como si fuera de agua. Un ser desmesurado, un golem más mineral que biológico hacía movimientos ante él como si cumpliera un ritual simbólico: traspasaba el monolito una y otra vez, su cuerpo era visible aun entre la masa sólida. Entraba y salía de ella con movimientos lentos, fascinante repetición en un tránsito que poco a poco iba despojándolo de todo menos de su atención hipnótica. 

      En algún momento, Bacon dejó de verlo. Se descubrió desnudo y transfigurado por esa escena cuyo sentido sabía concluyente pero desconocido. Tanto el monolito como el golem se habían esfumado, el mundo era un lugar donde daba nuevos pasos, otras eran las cosas, sus signos, su relación, su trascendencia. 

      Bacon caminó en su sueño y miró por encima del horizonte. Sobre el cielo, de un extremo al otro, flotaba una serie de lunas rojas, anaranjadas, llenas y tan cercanas que cubrían el espacio y trazaban un arco de abrumadora perfección. Al verlas cayó de rodillas. “Opus rubicundum”, dijo, y un llanto de adoración bañó su rostro. 

      Cuando un museo despierta comienza a vivir de nuevo. La vigilia de los hombres es la inmovilidad de las pinturas. No hay hálitos nocturnos ni sombras danzantes, sólo la confinación por unas horas de imágenes colgadas de los clavos de las miradas. Los vivos duermen de noche, las representaciones sueñan de día. 

      —Ya es hora —murmuró Gastón, mientras recogía el termo y la linterna. 

      Bacon se incorporó de la banca con el cuerpo adolorido y vio la imagen del Cristo ascendente, transfigurado. La miró intensamente una vez más y siguió al custodio. 

      Meses después Bacon coincidió con el director del Louvre en una recepción ofrecida por un diplomático recién acreditado en la ciudad. Circunspecto y disimulado, el director esperó hasta que la marea del festejo lo acercara a Bacon esa noche. 

      —Hace tiempo que no he sabido nada de usted, señor Bacon. ¿Qué ha sido de su cita? —preguntó con sorna tan ligera como las galas y los buenos modos del festejo.

      —No puedo decirle si la tuve, señor director, y no sé si la repita —contestó el pintor. Un parloteo llegó hasta ellos. Bacon no escuchó la respuesta del director.

Tomado de https://morfemacero.com/