La editorial leonesa Rimpego publica ‘Desde Soria al mar’, una biografía del novelista soriano Avelino Hernández escrita por su viuda, Teresa Ordinas. Fue pionero de la literatura sobre la despoblación tras abordar en los 80 el declive de Castilla y de su patrimonio etnográfico
«No es bueno echar el ancla donde se ha sido feliz». El aforismo de Avelino Hernández Lucas sintetiza la filosofía de vida de un escritor pionero en eso que ahora se conoce como la España vacía, vaciada, rural, abandonada o despoblada, que de todo hay en la nomenclatura burocrática de nuestros días. La editorial leonesa Rimpego rescata ahora su figura en Desde Soria al mar. Es una completa biografía pergeñada por la viuda del escritor, Teresa Ordinas, y salpicada por textos de amigos y autores que siguieron sus pasos, como el novelista Julio Llamazares, que le considera «un clásico» de la literatura castellana.
Nacido en 1944 en Valdegeña (Soria), un pueblo situado al pie del Moncayo, Avelino Hernández aunaba el gusto por la tradición, apegado a las costumbres del terruño soriano, pero también por el cosmopolitismo. Vivió en media España. Era cinéfilo y aficionado a los viajes. Hablaba francés e inglés. Un tipo persuasivo, buen conversador, trabajador infatigable. Lector impenitente y leñador de vocación. Trató de cerca con artistas de toda condición, incluidos los escritores Luis Mateo Díez y Antonio Gamoneda, y el folklorista Joaquín Díaz. Surcó veredas. Tendió puentes. Y, tras un paso agridulce por la política, recogió el testimonio de las gentes de una cultura en extinción.
Teresa Ordinas explica a EL MUNDO que su marido «era muy viajero y cosmopolita» y añade que «su posición intelectual la mantuvo incólume hasta el final, otra cosa es que no quisiera seguir jugando en la política». De conciencia y práctica antifranquista, Hernández militó en la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT). Tras ser arrestado por la policía política de la dictadura, intentó arrojarse por la ventana de la comisaría. La noticia apareció en el Abc el 1 de enero de 1971. Dirigió el periódico En Lucha y, en las elecciones generales de 1977, fue el cabeza de lista en Barcelona por la Agrupación Electoral de Trabajadores. El desastre de la izquierda en las urnas dio al traste con las expectativas. Acabó hastiado por la «burocratización» de los partidos.
Posteriormente, dio impulso a la actividad cultural de Aranjuez -actividades como las fiestas del Motín o el llamado tren de la fresa se deben a él-; dirigió el Centro de Estudios de Castilla y León, en Valladolid; y fue nombrado secretario general de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León, durante el mandato del socialista Demetrio Madrid, el primer presidente de la comunidad autónoma.
A Hernández, el paso por la política le resultó decepcionante. No encontró apoyo en su propósito de «llevar la cultura a todos los rincones». Dimitió a los nueve meses. Aun así, en 1986 el Ministerio de Cultura le encomendó la dirección de Culturalcampo, un proyecto orientado a la «dinamización de zonas rurales a partir de las singularidades de su tradición». El objetivo era adelantado a su tiempo. Pretendía soslayar el desarrollo depredador y aprovechar las culturas «perdidas», no como ejercicio de recreación nostálgica sino como palanca de futuro.
En ese periodo comenzó a despuntar como un referente cultural del páramo después de patearse Soria de cabo a rabo para escribir un libro de viajes. «Cada fin de semana, montábamos en el Seat 850 y ¡a escudriñar un rinconcito!», rememora Ordinas. Pueblos abandonados, paisajes olvidados, voces genuinas del paisanaje. Desde las Tierras Altas hasta las aldeas hermosas y derrengadas de la Sierra de Pela. Desde las vides de San Esteban de Gormaz hasta el Campo de Gómara. Desde los pinares de Covaleda hasta la ribera del Jalón.
Este esfuerzo cuajó en Donde la vieja Castilla se acaba (1982) y reeditado por Rimpego en 2015, su segunda obra después de Una vez había un pueblo. Es un retrato que excede los límites de Soria. A través de una prosa vigorosa, ensarta relatos, descripciones e impresiones de la tierra castellana. Todo trufado de un conocimiento exacto y en primera persona de las gentes del páramo: austeras, profundas, ricas en sabiduría. El libro lo presentó en Yuba, un despoblado soriano anclado en un exiguo vallejuelo y rodeado de un farallón cortado donde anidan los buitres, el mochuelo, el alimoche y las águilas.
Su abuelo, tal como dejó escrito, ya se lo había advertido: «Mira, hijo, cuando seas mayor ya no vivirá nadie en Valdegeña. Entonces, a ver si estas cosas de nuestro pueblo las escribes en un cuaderno. Porque entonces todos viviréis en ciudades grandes y los niños ya no sabrán cómo vivíamos los antiguos». Ordinas subraya que la visión de Hernández, a pesar del declive de los pequeños pueblos, era optimista: «Abogaba por mejorar el medio rural. Él solía decir que había que desendelibesar Castilla. Delibes era un escritor extraordinario, pero tenía una mirada pesimista del territorio. Avelino era lo contrario».
Como literato, se mostró pulcro en el análisis de su propia labor -solía escribir reflexiones teóricas-, y bebió de las fuentes de los clásicos grecolatinos, desde Epicuro hasta Virgilio, y también de autores como Goethe, Hemingway, John Berger, Fitzgerald o Machado. Cultivó el relato corto, la literatura infantil, la novela y el libro de viajes. Creó editoriales locales, como Iniciativas de Urueña o Soria Edita, pero se dio a conocer a todo el país a través de grandes sellos como Espasa, Anaya o Plaza y Janés.
Por sus páginas desfilan personajes de carne y hueso, tipos de una sola pieza. Pero también lomas peladas, barrancas estériles, abruptas vaguadas sin pasto ni bosque, casas humildes y señoriales, bandadas de gorriones, carreteras orladas de encinas y cenas hasta las tantas bajo el cielo limpio y estrellado de la meseta. Como él mismo contaba, «evoqué y recreé en un puñado libros esos parajes a los que debo algunos de mis valores más perdurables, los vínculos esenciales con la tierra y el sentido íntimo de la libertad, la igualdad y la justicia».
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