Parque México
Fernando Solana Olivares
Ayer fue así. Hoy lo está siendo y mañana también lo será. Ningún político mexicano, ni siquiera Juárez en el siglo diecinueve o Madero a comienzos del siglo veinte, ha sido tan denostado por la oligarquía mexicana, sus columnistas y medios de comunicación como López Obrador. Ningún otro ha sido tan querido por el pueblo.
En 2006 voté por López Obrador. Lo hice en 2012 y también en 2018. No me arrepiento, lo volvería a hacer. Perdí amigos (aunque recuperé alguno), también vínculos familiares frágiles y fingidos que necesitaban un pretexto para terminar. Fue como tirar un lastre, aligerarse. Toda identificación es una restricción, pero esta fue necesaria ante una patria prostituida, un país saqueado, una nación privatizada al mejor postor.
La política de la oposición es una micropolítica cuyo eje positivo ha sido una mera negatividad: estar en contra de todo, de cualquier cosa que proviniera de López Obrador y su gobierno. Buena, mala, regular, acertada o equivocada, daba igual. Durante seis años el país se derrumbó todos los días, vivió al borde del colapso con una dictadura en ciernes y el apocalipsis acechándolo. Y sigue igual. O peor.
Nunca había visto tanta insensatez, tantas estupideces y tantas mentiras juntas. Durante un tiempo llevé un registro de delirios golpistas disfrazados de “análisis e información”, de extrapolaciones desmesuradas, patológicamente idiotas, después, ahíto, desistí. Mierda sofocante de la historia de las infamias, del doble vínculo, de la inmoralidad nacional.
Los “expertos” no entendieron nada. Periodistas obscenos cuya única competencia fue escalar el escándalo y jamás demostrar lo que afirmaron. “Intelectuales” que verdaderamente nunca lo habían sido, de nula experiencia política e inexistente probidad moral. “Especialistas” deshonrados por su pasado que cínicamente apostaron por una amnesia pública. Todos pontificaron, advirtieron y descalificaron. Tristes dipsómanos de sí mismos, ninguno dirá: “me equivoqué”.
Ese hombre es patético. Hoy se acerca a los ochenta años y no parece haber comprendido gran cosa de la vida. Cree que su despido como comentarista político televisivo —siempre intenso, sentencioso y autoritario, encabronado con la realidad y la razón que no le hacen caso, cómico en su rígida armadura de carácter y así ridículo— es un mal signo para la vida democrática de la nación, una intriga del maquiavélico López Obrador. No haría falta eso ante la labilidad de su vejez, la caducidad de su persona. La vida lo despidió, como lo hace con todos. Pero no a él, envenenado de sí mismo. Petrificado, como la mujer de Lot.
Loco, enfermo, cínico, resentido, polarizador, destructor, mesías y un nauseabundo et al de vómitos, insultos desorbitados y convulsivos vituperios. Véase quiénes insultan a AMLO y por contraste se sabrá de su verdadera dimensión política, de los alcances de su transformación gubernamental y de su significado para el país. Las razones de la declinación de Occidente han sido el fin del Estado-nación, la desindustrialización, la erosión de su matriz religiosa, el aumento de las tasas de mortalidad y el predominio de un nihilismo individualista. A contracorriente de esas tendencias alimentadas por el imperio estadounidense, López Obrador ha centrado la política de su gobierno en la soberanía, aquella capacidad para definir independientemente la política interior y exterior sin injerencia extranjera. En la separación del poder político del poder económico y en la moralización de la vida pública.
Realizó obra pública luego de décadas de shock económico neoliberal (que privatizó todo lo que pudo, redujo el gasto público y desreguló leyes en beneficio del capital), fortaleció al Estado-nación, insistió en la familia como matriz social, habló del amor al prójimo y la solidaridad colectiva. Exaltó la comunidad y la identidad nacionales. Días tras día, desde su eficaz púlpito matutino, según sus malquerientes, hizo del monólogo un instrumento de información y pedagogía política. Abrió el poder y lo mostró a la gente en su asiento histórico, el Palacio Nacional, y litigó, contradijo, exhibió y respondió ante el mainstream informativo en su contra, antes avasallante y ahora contrarrestado por su inusual genio político. Desde ahí gobernó.
Y obtuvo 35 millones de votos para su sucesora, mayoría en las dos cámaras legislativas y un paquete de reformas entre las cuales, por fin, se modificó el putrefacto y prevaricador poder judicial. Establos de Augias cuyo estiércol de miles de reses no limpiado en años amenazaba con dejar yermo al país. Se requería desviar el curso de dos ríos como Hércules hizo para sacar tantas deyecciones, tanta defecación. La mayoría absoluta alcanzada por Morena en las dos cámaras tuvo esa fuerza política, imposible de alcanzarse antes de López Obrador.
Se ve viejo y prácticamente al límite. Es un animal político, ese zoon politikón de Aristóteles (“el objeto para el que existe una cosa, su fin, es su principal bien”), como las abejas y las hormigas, también animales cívicos según el sabio griego. Está agotado, lleva décadas en su lucha política. Se sabe (y se cree, razón indispensable para serlo) un predestinado histórico. Fracasó dos veces ante un sistema monolítico, aunque ya agrietado, y al fin lo venció. Luce agotado, pero feliz. En unos días entrará al silencio, él quien tanto habló. Será otra prueba de fuerza, quizá la última y más compleja para su voluntad de hierro, su ciega determinación.
La derecha festina, anticipa, invoca el fracaso. Antes fueron a Miramar a engañar a un príncipe austriaco. Hoy tocan a la puerta de la embajada norteamericana para pedir su intervención e intentan engañar a la opinión pública con un país catastrófico que no existe pero ellos desearían que existiera. Su guerra informativa es incesante y han construido un clima de violencia e inestabilidad que su apabullante derrota electoral exacerbó desde la histerizada reacción de sus opinadores e “intelectuales” golpistas que odian ciegamente a López Obrador, quien hizo públicas sus corruptas trayectorias, terminó con los sobornos que por décadas recibieron y no requirió sus históricas asesorías. Tanto odio obsesivo, feroz irritante síquico, parece una variante esquiza del amor. ¿Qué harán ahora que se retira el presidente? Mantenerlo con vida. Culparlo de todo. Lo necesitan para seguir odiándolo. Los escandalizados, los enfurecidos.
Los humildes habitantes de un pueblito de las montañas oaxaqueñas obligan a López Obrador a descender de su vehículo. Quieren tocarlo, saludarlo, agradecerle lo que su gobierno hizo por ellos. Le entregan regalos: mole, chocolate, mezcal, tamales. Una viejecita le obsequia unos cuantos huevos en una bolsa de plástico. Le hablan de tú, le dicen que lo quieren, que nunca lo olvidarán. “Fírmame tu libro, presidente”, le pide una joven lugareña, “ya lo leí”. En el Puerto de Veracruz lo recibe un pequeño grupo de trabajadores del Poder Judicial que lo increpa llamándolo dictador. Uno de ellos le arroja una botella de agua sin tocarlo, el clima es de tensión. Son apenas unos cuantos pero las redes y los medios de comunicación la multiplican sin descanso. Una de las bienvenidas es espontánea y la otra es inducida. ¿Cuál será cuál?
Del artificial —y aunque replicado por millones, inútil— hashtag narcopresidente, ahora se ha pasado al epíteto de “dictador”. Aunque no existe un gobierno de facto, ausencia de separación de poderes, concentración del poder en una persona, suspensión del Estado de derecho, suspensión o manipulación de las elecciones, control o censura de los medios de comunicación, ilegalización de partidos políticos, represión de la oposición, violación de los derechos humanos o duración indeterminada del gobierno en el poder, características estructurales de una dictadura, la mayoría de Morena en las cámaras legislativas luego de su amplia victoria electoral y el derrumbamiento de la oposición han derivado en un nuevo engaño mediático que la realidad tajantemente contradice. Peor para la realidad: la derecha golpista no la necesita.
Su carisma, un atributo perceptible en sus efectos pero no en su origen y que sólo surge ante terceros, su gran inteligencia política, una agudeza y perspicacia basada en el conocimiento del país y su sociedad tanto como en una convicción ideológica, su energía inagotable y su atrevimiento férreo, su proyecto de nación más allá del mero ejercicio del poder por el poder, si bien transformaron al país y significaron un cambio de régimen antes impensable en el México prianista, dejan pendientes y claroscuros, excesos y errores, zonas de sombra propias de la política, un mero arte de lo posible antes que de lo deseable. Entre estos faltantes están la carencia de una sensibilidad ecológica y alternativa ante el calentamiento global, una incomprensión menospreciante de la cultura contemporánea más allá del folclor indigenista y un estupor ante el feminismo politizado, un gratuito enfrentamiento con la comunidad científica y académica, un drástico recorte de recursos en áreas sociales como guarderías que los ejercían con transparencia y probidad, una incapacidad para aceptar la crítica fundada y razonable aun proviniendo de opiniones bien intencionadas, una perspectiva desarrollista que privilegió los combustibles fósiles, un ocuparse demasiado de “intelectuales” y comunicadores corruptos, muchos de ellos cadáveres insepultos que él revivió con tanta, exagerada atención. Promesas incumplidas (Ayotzinapa) y declaraciones desafortunadas (un sistema de salud como el de Dinamarca). Una fiscalía general de la república dramáticamente inepta, escandalosamente tarda, costosamente ineficaz. Una corrupción más denunciada que castigada y a veces pretexto recurrente para evitar la responsabilidad del gobierno actual. Una preferencia por las lealtades antes que por las capacidades: ahí están la Secretaría de Educación Pública o la de Cultura para confirmarlo. Acaso una precipitación en la promulgación de la Reforma Judicial, un querer determinar el rumbo del país hasta el final, estrechando y complicando innecesariamente los márgenes políticos de su sucesora presidencial.
Nada es perfecto y esto no lo fue. Sin embargo, votaría otra vez como voté desde 2006. Y concluiría de nuevo como entonces: sí, es un honor estar, haber estado con López Obrador.
Tomado de https://morfemacero.com/
Más historias
Mujer del Peñón: la más antigua habitante del Valle de México
Feliciano Peña, artista mexicano que dignificó el paisaje sin distorsión
La mirada fáustica: fotografía satelital y los límites de la percepción contemporánea