El 1 de enero tiene algo de «interruptor psicológico». De repente, parece más fácil imaginarse y comprometerse con una versión mejorada de uno mismo: más activo, más ordenado, más saludable. Es como si el calendario ofreciera una línea de salida nítida y, con ella, una sensación de control: «empiezo de cero», «ahora sí toca», «este año lo hago bien».
No es solo una sensación. El llamado fresh start effect («efecto reinicio») muestra que los hitos temporales –año nuevo, cumpleaños, comienzo de mes o incluso de semana– actúan como «marcadores» que nos empujan a perseguir metas, porque facilitan que dejemos mentalmente atrás errores pasados y miremos hacia adelante. Dicho de otra forma: esos cortes en el tiempo hacen más fácil activar la intención de cambio, porque aumentan la saliencia de nuestros ideales (cómo nos gustaría ser) y reducen, momentáneamente, el peso de la inercia.
El problema es que iniciar es la parte sencilla. Mantener, por el contrario, cuesta. El impulso del «reinicio» suele durar lo que dura la novedad: unos días, quizá unas semanas. Después regresan la rutina, el cansancio, las prisas y los mismos estímulos de siempre. Y cuando fallamos, solemos explicarlo con una palabra que lo tapa todo: la falta de «fuerza de voluntad».
Desde la psicología, sin embargo, lo habitual es que no falle la voluntad: falla el diseño del cambio. Si el propósito no se traduce en conductas concretas, si no hay un plan para los obstáculos y si el entorno sigue empujando hacia el hábito antiguo, la intención se queda sola frente a un sistema (tu día a día) que está optimizado para «lo de siempre».
Convertimos un deseo en un eslogan, no en una conducta
«Este año me cuido» suena bien, pero el cerebro no se mueve con titulares. Se mueve con conductas concretas: qué hago, cuándo, dónde y durante cuánto tiempo. La investigación sobre metas lleva décadas señalando que las metas específicas (y con cierto grado de desafío realista) funcionan mejor que las vagas, porque guían la atención y permiten medir progreso.
Si no puedes escribir tu propósito como una acción observable, todavía no es un plan
Hay una regla útil: si no puedes escribir tu propósito como una acción observable, todavía no es un plan. «Hacer ejercicio» no compite contra el sofá. «Caminar 25 minutos lunes, miércoles y viernes al salir del trabajo» sí compite, porque ya tiene forma.
Subestimamos el poder del hábito y del entorno
Nos gusta pensar que decidimos en frío, pero buena parte de lo que hacemos es automático. Los hábitos se disparan por señales del contexto (lugares, horarios, rutinas, personas). Y, cuando están muy asentados, pueden activarse incluso aunque la intención consciente sea otra.
Por eso el cambio fracasa cuando pretende ocurrir «en el aire», sin tocar el entorno. Si tu propósito es comer mejor, pero tu despensa sigue igual y la compra del supermercado la haces con hambre a última hora, el guion de siempre gana. No por falta de valores, sino por exceso de fricción.
Pedimos al autocontrol que haga un trabajo que no le corresponde
El autocontrol existe, claro. Pero es más fiable como «empuje ocasional» que como sistema de vida. La conclusión práctica es simple: cuanto más dependas de «aguantar», más vulnerable será tu propósito en semanas de estrés, sueño irregular o carga laboral.
En cambio, cuando el cambio se apoya en decisiones previas (por ejemplo, dejar preparada la ropa deportiva para salir a correr, planificar cenas sencillas, desinstalar una app, pactar con alguien un plan), reduces la necesidad de negociar contigo mismo cada día.
Formulamos propósitos en negativo: «dejar» y «evitar»
Muchos propósitos son prohibiciones: «no comer dulce», «no fumar», «no procrastinar». El problema es que «no» no dice qué hacer cuando llegue el disparador. ¿Qué harás cuando te ofrezcan postre? ¿Qué harás cuando tengas ansiedad? ¿Qué harás cuando aparezca el impulso de posponer?
Un detallado experimento sobre los propósitos de año nuevo encontró que las metas de aproximación (añadir una conducta deseada) se sostienen mejor que las metas de evitación (dejar o evitar algo).
No significa que «dejar» sea imposible; significa que conviene traducir el «dejar» a un «hacer». Por ejemplo: no «dejar el azúcar», sino «tomar fruta después de comer» o «tomar yogur natural con canela» (alternativas concretas).
Queremos resultados rápidos, pero el hábito es lento (y no lineal)
Aquí aparece otra trampa: expectativas. Un estudio clásico sobre formación de hábitos observó que la automaticidad crece con el tiempo, pero a ritmos muy distintos según la persona y la conducta. En promedio, no hablamos de «una semana de motivación», sino de varias semanas o meses de repetición.
Y hay un detalle tranquilizador: un tropiezo puntual no «rompe» el hábito en construcción. Lo que lo rompe es abandonar la repetición durante demasiado tiempo. Dicho en lenguaje cotidiano: no te hunde un día malo; te hunde convertir ese día malo en «ya da igual».
Intención no es acción: falta el puente
En consulta se ve a menudo: la persona sabe lo que quiere, pero no logra hacerlo en el momento clave. Para construir ese puente hay una herramienta sorprendentemente simple y con evidencia sólida: las implementation intentions, planes del tipo «si pasa X, entonces haré Y».
Por ejemplo, «Si es martes y salgo tarde, entonces pediré una cena ‘plan A’ (ensalada + proteína)» o «Si me descubro abriendo redes por inercia, entonces las cierro y pongo un temporizador de 10 minutos para empezar la tarea» o bien «Si me ofrecen una segunda copa, entonces pediré agua con gas».
Un complemento útil es el mental contrasting: imaginar el beneficio deseado, pero también el obstáculo realista que probablemente aparecerá, y planificar la respuesta. En estudios educativos, combinar este enfoque con planes «si–entonces» ha mostrado mejoras en desempeño y persistencia.
Propósitos «prestados»: cuando el cambio no es tuyo
Por último, hay propósitos que nacen de presión externa («debería», «para no sentirme culpable», «para encajar»). La teoría de la autodeterminación distingue entre motivación autónoma (alineada con valores propios) y motivación controlada (por presión o recompensa externa). La primera sostiene mejor el esfuerzo a largo plazo.
Hay una pregunta útil, sencilla y reveladora: «Si nadie me viera, ¿seguiría queriendo este cambio?» Si la respuesta es «no», quizá el propósito necesita reformularse para que conecte con algo personal.
Probemos a escribir los propósitos en tres líneas:
- Conducta: «Voy a ___ (acción concreta)».
- Contexto: «Lo haré ___ (día/hora/lugar)».
- Plan si–entonces: «Si aparece ___ (obstáculo), entonces haré ___ (alternativa)».
Este enfoque no promete perfección. Promete algo más realista: menos negociación diaria y más consistencia. Y, al final, los cambios duraderos suelen parecerse menos a un gran gesto de enero y más a una suma de decisiones pequeñas bien diseñadas.
Oliver Serrano León es director y profesor del Máster de Psicología General Sanitaria de la Universidad Europea. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Tomado de Ethic.es





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